Las maras operan en buena medida en función de un mensaje de control social que estos poderes ocultos envían al colectivo. La violencia generalizada que campea en el país, fundamentalmente sobre determinadas zonas urbanas, tiene una lógica propia derivada de un entrecruzamiento de causas, pero al mismo tiempo responde a la implementación de planes trazados por determinados centros de poder según los cuales las maras se han convertido en el nuevo demonio, de modo que justifican la aplicación de políticas represivas.
En una lectura global del fenómeno, si bien es cierto que constituyen un problema de seguridad ciudadana, puede constatarse que no existe una preocupación en tanto proyecto de nación de las clases dirigentes de abordar ese pretendido asunto de ingobernabilidad que producirían estos grupos juveniles. Se les persigue penalmente, pero al mismo tiempo el sistema en su conjunto se aprovecha del fenómeno 1) como mano de obra siempre disponible para ciertos trabajos ligados a la arista más mafiosa de la práctica política (por ejemplo, sicariato, generación de zozobra social, desarticulación de organización sindical) y 2) como demonio con el que mantener aterrorizada a la población a través de un bombardeo mediático constante para evitar la organización y la posible movilización en pro de mejoras de las condiciones de vida de las grandes mayorías.
Aunque las maras son un grupo desestabilizador por cuanto rompen el orden social y la tranquilidad pública de la ciudadanía de a pie, no duelen al sistema en su conjunto, como ocurrió décadas atrás con propuestas de transformación, y no solo de desestabilización, tal como pueden haber sido los grupos políticos revolucionarios, en muchos casos alzados en armas, que confrontaron con el Estado y con el sistema en su conjunto. Y tampoco conllevan la carga de resistencia al sistema económico imperante, como sí la pueden conllevar los actuales movimientos sociales que reivindican derechos puntuales, por ejemplo las luchas de los pueblos originarios, la movilización contra las industrias exctractivas (minería a cielo abierto, hidroeléctricas, monoproducción de agrocarburantes) u organizaciones populares de base que propugnan algún tipo de reforma agraria. Todas esas expresiones no son toleradas por el sistema. De ahí su represión. Las maras, por el contrario, si bien son perseguidas judicialmente por delincuentes, no dejan de ser aprovechadas por una lógica de mantenimiento sistémico que las hace funcionar como mecanismo de continuidad del todo a través de sutiles (y muy perversas) agendas de manipulación social.
Disponen de una organización y de una logística (armamento) que resultan un tanto llamativas para jovencitos de corta edad. Las estructuras jerárquicas con que se mueven tienen una estudiada lógica de corte militar-empresarial, todo lo cual lleva a pensar que puede haber grupos interesados en ese grado de operatividad. Es altamente llamativo que jovencitos semianalfabetos, sin ideología de transformación de nada, movidos por un superficial e inmediatista hedonismo simplista, dispongan de todo ese saber gerencial y de ese poder de movilización.
Durante los años más álgidos del conflicto armado interno, a inicios de los años 80 del siglo pasado, y posteriormente, luego de firmada la paz firme y duradera en 1996, quienes condujeron ese Estado contrainsurgente pasaron a constituirse en un nuevo poder económico y político que comenzó a disputarle ciertos espacios a la aristocracia tradicional. La historia del país de estas últimas tres décadas es la historia de esa pugna. En este período de tiempo, desde el retorno formal de la democracia en 1986, el Estado ha sido ocupado por diversas administraciones, ligadas a la gran cúpula empresarial en algún caso o a los nuevos sectores emergentes en otros.
De todos modos, esos poderes paralelos u ocultos que se fueron enquistando en la estructura estatal no han desaparecido ni parece que vayan a hacerlo en el corto plazo. Se mueven con una lógica castrense aprendida en los oscuros años de la guerra antisubversiva y dominan a la perfección los ámbitos y los métodos de la inteligencia militar. Su espacio natural es la secretividad, la táctica del espionaje, la guerra psicológica y de baja intensidad (guerra asimétrica, como la llaman los estrategas: guerra desde las sombras, guerra clandestina).
La delincuencia acrecentada a niveles intolerables, que torna la vida cotidiana casi un infierno, que condena —en el área urbana— a ir de la casa al puesto de trabajo y viceversa sin detenerse ni convivir en el espacio público (la calle se volvió terriblemente peligrosa), pareciera un mecanismo ampliamente difundido por toda Latinoamérica y no solo exclusivo de las maras en Guatemala o en la región centroamericana. «Todo el tema de la mara se ha inflado mucho por los medios de comunicación. Ellos tienen mucho que ver en este asunto porque lo sobredimensionan. En realidad, la situación no es tan absolutamente caótica como se dice. Se puede caminar por la calle, pero el mensaje es que, si caminás, fijo te asaltan. Por tanto, mejor quedarse quietecito en la casa», sentenciaba un líder comunitario de zonas rojas con quien se tuvo contacto analizando el fenómeno. Ello puede llevar a concluir que la actual explosión de violencia delincuencial que se vive en la región —que hace identificar sin más y en modo casi mecánico violencia con delincuencia— podría obedecer a planes estratégicos. En tal sentido, las maras, en tanto nuevo demonio mediático, son utilizadas al servicio de estrategias contrainsurgentes de control político y de mantenimiento del orden social.
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