La Semana Santa de mi infancia —y de la juventud de mis hermanos— era ir de procesión en procesión por todo el centro histórico de la ciudad de Guatemala. Desde que recuerdo se comenzaba igual: el Viernes de Dolores yendo a traerlo al aeropuerto; el sábado en la tarde yendo a ver la procesión de la Recolección; el domingo, la de San José; el lunes, la de la Parroquia, y así hasta terminar el Viernes Santo esperando la de la Merced, frente a Santa Teresa, y, en la tarde y noche, la trilogía del Santo Entierro (Santo Domingo, Recolección y Calvario) entre las columnas del Palacio Nacional. Todo ello, casi siempre caminando grandes distancias y comiendo lo que ofrecían los vendedores ambulantes. Todo ello, con mi tío Gilberto (Chiqui).
Hermano mayor de mi papá, el tío Chiqui había emigrado a Estados Unidos cuando mi hermano mayor era un recién nacido. Se instaló en varios lugares hasta finalmente asentarse en Houston, Texas. En una época en la cual la gente emigraba a Estados Unidos tomando un avión y obteniendo residencia y nacionalidad en pocos años, mi tío lo hizo antes de volver a Guatemala de paseo, a mediados de la década de 1980. Desde entonces viajaba todos los años, durante tres semanas, a visitar a la familia y, sobre todo, a cumplir con su mamá (mi abuela Eva, a quien cuidaba durante esas semanas y le compraba algunos artefactos eléctricos mientras pintaba la casa) y a cargar al Cristo Rey de Candelaria el Jueves Santo. Ambas actividades las desarrolló casi sin cambios hasta hace pocos años. Algunas veces nos dio la sorpresa de visitarnos en Navidad o Año Nuevo.
[frasepzp1]
Dada la situación familiar, el tío Chiqui se convirtió en una especie de padre de mis hermanos y en alguien muy cercano para mí. A los tres nos llevó, en diferentes años, a pasar nuestras vacaciones de fin de año a Houston. Sus tres semanas anuales en Guatemala eran la Semana Santa y dos de paseo por la capital y en Retalhuléu, donde una hermana de él vivía con mis primos. Esos paseos incluyeron ir a Huehuetenango o a Atitlán, por ejemplo. Las visitas anuales del tío estaban acompañadas, además, de noticias sobre las últimas novedades tecnológicas y políticas del exterior en tiempos cuando ni se pensaba en redes sociales y la televisión por cable era casi la única ventana fuera de Guatemala.
Conforme crecimos, primos y sobrinos nuestros ocuparon el puesto de acompañantes del tío Chiqui durante la Semana Santa. Mis hermanos y yo comenzamos a tomar más responsabilidades de la vida adulta, pero aun así dedicábamos algunos momentos durante su estadía para acompañarlo, invitarlo a salir o a comer o simplemente llamarlo para que llegara a la casa de mi mamá a cenar con nosotros. Crecimos y el tío Chiqui fue envejeciendo: ya no nos quedábamos a esperar durante horas el paso de las procesiones. Y entonces, ya fallecida mi abuela, parece que el tío perdió mucho de su ánimo por viajar a Guatemala. Su diabetes no le ayudó y afectó su salud. El hecho de vivir solo en otro país y su inminente jubilación después de décadas de trabajo constante, que lo mantenían ocupado y activo, probablemente le afectaron emocionalmente. A él, al eterno joven y paseador. Después de 2017 perdimos contacto con él. Dejó de viajar a Guatemala. Nunca más volvió a cargar en Candelaria. Este año algunos familiares lograron contactarlo, pero su salud estaba ya muy deteriorada. Cerró sus ojos para siempre a inicios de junio.
Nuestro tío sintetiza toda una época: la espera en el aeropuerto el Viernes de Dolores, las procesiones en Semana Santa, viajes familiares a Reu, el primer viaje al norte. Con su muerte se va una forma de vivir las vacaciones y la espiritualidad, una parte de nuestra propia vida.
Gracias, tío Chiqui, por todo. Ahora hablaremos en el fuego y en los sueños. Y las cremitas, para cuando nos volvamos a encontrar.
Más de este autor