Ahora que se le ha dado tanta importancia a definir quien es originario de algún país o territorio, vale la pena abordar el tema de la migración desde el punto de vista bioarqueológico.
En general, la bioarqueología[1] es una disciplina que combina la arqueología con la antropología física para estudiar los seres humanos desde la perspectiva de sus restos óseos. Esto parte de la premisa de que los huesos son un reflejo de la vida de cada persona, ya que en ellos no solo se plasma la historia de nuestra alimentación y nuestras enfermedades, sino también se reflejan las prácticas culturales que determinan nuestras actividades físic...
En general, la bioarqueología[1] es una disciplina que combina la arqueología con la antropología física para estudiar los seres humanos desde la perspectiva de sus restos óseos. Esto parte de la premisa de que los huesos son un reflejo de la vida de cada persona, ya que en ellos no solo se plasma la historia de nuestra alimentación y nuestras enfermedades, sino también se reflejan las prácticas culturales que determinan nuestras actividades físicas.
De acuerdo con información histórica y arqueológica, es claro que las migraciones fueron muy comunes en todas las sociedades antiguas. Y el caso de Mesoamérica y la región maya no fue la excepción. Ya en contribuciones anteriores a este blog he hablado sobre la reconstrucción de migraciones mediante la evidencia material a través de la presencia de objetos o imágenes que no son propios de un lugar. Sin embargo, ahora me enfocaré en la importancia del estudio directo de los restos humanos como forma de trazar patrones migratorios en la antigüedad.
Los estudios bioarqueológicos han comprobado que el lugar de origen de una persona queda grabado en su cuerpo, principalmente por una huella química que llevan los huesos y que se determina por el agua, las plantas y los animales que consume como alimento. Aquí es importante indicar que esta composición química de los huesos varía de acuerdo con las características geográficas de cada región, como la altitud sobre el nivel del mar o la edad geológica donde se encuentra. Entonces, esa huella química puede ser usada como prueba para determinar el origen y el movimiento de las personas.
Esta huella química que se encuentra en huesos y dientes se mide mediante la proporción de isótopos estables[2] de ciertos elementos químicos presentes, como estroncio, oxígeno, plomo y sulfuro, por lo cual se la conoce como huella isotópica. La huella isotópica en los dientes permanentes de un individuo sirve para determinar el lugar donde este vivió durante su niñez, ya que el esmalte de estos dientes fija dichos elementos en el momento en que reemplazan a los dientes de leche y no cambia por el resto de su vida. Por otro lado, dado que los huesos se remodelan constantemente, su huella isotópica indica el lugar donde esa persona murió, ya que refleja los alimentos que consumió al final de su vida.
Mandíbula humana recuperada en excavaciones arqueológicas (Foto de S. Suzuki).
Si las huellas isotópicas de huesos y dientes coinciden, entonces la persona permaneció en el mismo lugar donde creció. Sin embargo, si son distintas, se puede interpretar que la persona migró a otro lugar después de su niñez.
Para ampliar el análisis de las huellas isotópicas se han realizado muestreos de huesos de animales y de fuentes de agua para definir la huella isotópica de cada región geográfica. Para ello es importante que los animales no hayan consumido alimentos importados y que las fuentes de agua no estén contaminadas. Con estos mapas isotópicos ya se pueden comparar los resultados obtenidos de los dientes de los individuos y con ello se puede determinar su origen geográfico.
Entonces, de acuerdo con esta metodología, ahora podemos crear mapas migratorios a partir de los restos humanos que se recuperan de las investigaciones arqueológicas. No solo se puede comprobar o refutar el origen foráneo de algún gobernante o miembro de la corte real de una ciudad maya, sino también se pueden identificar individuos o incluso barrios de personas viviendo dentro de una ciudad, lejos de su tierra natal.
Lo que la bioarqueología está empezando a demostrar de forma objetiva y científica es que las ciudades antiguas que se ubican en nuestro territorio fueron multiétnicas y pluriculturales. Por ejemplo, una ciudad como Copán, que tiende a caracterizarse como maya, en realidad fue un asentamiento conformado por personas de diferentes orígenes. En este caso en particular, los estudios del doctor Suzuki demostraron que, en uno de los grupos residenciales de Copán, más de la mitad de los individuos allí enterrados no eran originarios de esa zona, sino migrantes que llegaron del altiplano de Guatemala, la costa pacífica, Petén, Yucatán y otras regiones de Honduras. De esta manera, se puede interpretar que esta ciudad albergó a grupos mayas de distintas regiones, así como otras etnias no mayas como la protolenca.
Excavación de una osamenta humana en Cancuén, Petén (Foto de T. Barrientos).
Esperamos que estos avances científicos nos ayuden a comprender más los patrones migratorios de la antigüedad, especialmente para comprobar que la naturaleza diversa de la población guatemalteca tiene más de 500 años de antigüedad y que esa condición no fue un impedimento para el desarrollo de una de las civilizaciones más impresionantes que ha visto la humanidad.
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[1] Agradezco la colaboración del doctor Shintaro Suzuki para la redacción de este artículo. El doctor Suzuki es un bioarqueólogo que labora en la Universidad del Valle de Guatemala como catedrático del Departamento de Arqueología y como investigador del Centro de Investigaciones Arqueológicas y Antropológicas.
[2] Los isótopos son variantes atómicas de los elementos químicos con diferente número de neutrones. Los isótopos estables mantienen dicha estructura atómica a través del tiempo, mientras que los radiactivos se convierten en otros elementos (definición basada en los estudios del doctor Suzuki).
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