La inmensa mayoría de los que con estridentes gritos piden la pena de muerte no han sido víctimas de tales ataques, pero, sintiendo la violencia próxima, esperan que con la aplicación de dicha pena no llegue a sucederles nada. No les interesa entender las causas de tal violencia sanguinaria, mucho menos discutir el efecto que en la sociedad podría llegar a tener la aplicación generalizada de tal sanción. Para ellos, el que hiere o mata debe morir cuanto antes y punto.
Si los actos criminales se realizan mayoritariamente en ambientes donde se movilizan personas de escasos recursos, siendo estas las víctimas principales, es válido afirmar que los hechores no están buscando afectar a los sectores pudientes o con medianos recursos. Las extorsiones se aplican más a conductores de autobuses y a pequeños comerciantes, quienes manejan poco efectivo, pero, al hacerse en gran escala, los ingresos de los grupos criminales pueden ser elevados lo suficiente como para comprar armas de grueso calibre.
Hay, por lo tanto, un gran y poderoso mercado negro de armas y de municiones que satisface esa demanda, y no hemos llegado a tener noticia de que se detenga o al menos se identifique a uno de esos comerciantes de la muerte. Los jefes de los grupos criminales actúan y orientan sus acciones muchas veces desde los centros de detención, donde, como ha quedado demostrado con las investigaciones respecto al asesinato del exoficial Byron Lima, se han impuesto mafias protegidas desde el poder público y bajo el supuesto de que hay extorsionistas buenos porque se declaran furibundos anticomunistas o, como Lima antes y el Taquero ahora, acusan a la Cicig de persecución.
Resulta entonces que a la pobreza como caldo de cultivo de la violencia criminal hay que agregarle la estúpida manera de entender la delincuencia, que establece que hay buenos y malos criminales, según satisfagan los intereses de los grupos hegemónicos. Armando de la Torre es de ese tipo de promotores de la ideología dominante, que siempre defendieron a Byron Lima simplemente porque, desde su óptica, asesinar comunistas (calificativo dado por él y por muchos de los suyos a monseñor Gerardi) era un servicio a la sociedad. Nunca condenó tan horrendo crimen, pero siempre defendió a Lima de este y de todos los crímenes de los que luego se le acusó. Las denuncias recientemente presentadas en contra del occiso dejan muy mal parados al intelectual orgánico de la derecha y a todo su séquito.
Zury Ríos Sosa exige la pena de muerte para los asesinos pobres de pobres, pero defiende a su padre a pesar de que ha quedado más que demostrado que dirigió la más horrenda orgía de sangre de la que el país tenga memoria en toda su época independiente. Autorizar y dirigir el asesinato de mujeres y niños indefensos por el simple hecho de tal vez haber escuchado o alimentado guerrilleros se justifica con razones ideológicas.
Si la pena de muerte fuese una práctica común y rutinaria, Byron Lima no habría llegado a ser el rey y señor del Sistema Penitenciario. Además, hace muchos años que Ríos Montt y sus secuaces estarían sepultados. Más aún, el padre de Byron Lima no andaría libre y contento por las calles de Guatemala. ¿Que tal vez eran inocentes? Eso solo se podría saber luego, pues, según los defensores de la pena de muerte, esta debe ser ejecutada sin dilación ni cuidado.
El razonamiento anterior permite demostrar que, si queremos vivir en paz, sin el temor diario de ver niños asesinos disparando indiscriminadamente para ganarse unos cuantos quetzales y de caer acribillados a ciudadanos que a duras penas se ganan el sustento, como Margarito Sucuc, guardia desarmado del hospital, los pacientes Enner Augusto Sarceño, Jorge Mario Picholá y Francisca Gómez Sunún, y los depauperados agentes del Sistema Penitenciario Juan Sical Toj y Ediberto Valdez Ramos, es necesario, antes que nada, aplicar reales y efectivas políticas de combate de la pobreza. Está más que demostrado que crímenes como los sucedidos en el hospital Roosevelt, en los buses urbanos o en plazas y mercados solo suceden en contextos de fuerte discriminación social y de marcada pobreza.
La pena de muerte no es un disuasivo. En todos los lugares donde se aplica, la criminalidad continúa en igual o mayor cantidad. Los criminales saben que se juegan la vida en cada acción, por lo que ser fusilados o muertos en horcas o con garrotes viles no les preocupa. Debe preocuparnos que los asesinos sean cada vez más jóvenes, pues eso nos muestra que, en determinados contextos sociales, la vida no vale nada y se juega en todo momento sin que existan políticas públicas efectivas para educar y emplear de manera digna a estos jóvenes.
Pero además debemos dejar de dividir al país en criminales buenos y malos, según nuestra ideología. Debemos exigir que la ley se aplique por igual a militares criminales y a asesinos a sueldo, tengan o no grado militar. También debemos entender que los centros de detención no pueden ser botadero de personas sin el menor cuidado ni la menor atención para que se reinserten en la sociedad, como tampoco espacios ajenos a la inteligencia del Estado. Hoy por hoy, en condiciones de un país normal, lo que debería haber hecho el ministro de Gobernación es presentar su renuncia, y no simplemente decirnos que esta vez, lamentablemente, los servicios de inteligencia no compartieron información para alertar del ataque.
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