Los planes neoliberales implementados estos últimos años (en Guatemala, igual que en todas las latitudes planetarias) tuvieron los siguientes resultados: 1) enriquecer enormemente a las clases dominantes, con lo cual aumentaron en forma vergonzosa la brecha con los desposeídos, y 2) precarizar de un modo bochornoso la situación de los trabajadores. Conquistas laborales que eran un avance en las sociedades (ocho horas diarias, seguridad social, jubilación) se perdieron, y hablar de sindicalismo es hoy sinónimo de mafia gansteril.
Esos planes, aquí en Guatemala como en toda Latinoamérica, se montaron en las tremendas guerras sucias internas, en las cuales las fuerzas armadas terminaron sangrientamente hasta con la más mínima expresión de protesta y organización popular. En ese sentido, oligarquías y ejércitos son los ganadores de esos planes contrainsurgentes. El ganador mayor, sin embargo, sigue siendo Washington, que mantiene así bajo control esta región como su patio trasero, de la cual obtiene mano de obra barata y recursos naturales a discreción.
La suma de sangrienta represión y programas de capitalismo salvaje (eufemísticamente llamados neoliberales) dio como resultado una despolitización generalizada. La generación posconflicto heredó un país marcado por la hiperexplotación, el silencio y la resignación, los distractores en su máximo nivel.
Un ideólogo de estas políticas conservadoras y del exterminio de toda protesta social, el japonés-estadounidense Francis Fukuyama, llegó a decir pomposamente que la historia había terminado. ¡Afirmación artera, engañosa! La historia, aunque supuestamente esté pasada de moda, por decirlo así, sigue siendo la interminable lucha de clases, el combate a muerte en torno al producto del trabajo social, la apropiación de la riqueza producida por los trabajadores. La resolución pacífica de conflictos, puesta de moda estos últimos años, no pasa de ser una engañosa agenda: la propiedad privada continúa siendo la esencia final del sistema. Tocar eso es desatar guerra.
En Guatemala, la oligarquía tradicional, ligada a la agroexportación y hoy en día bastante diversificada también con otros negocios en tanto socia menor del gran capital transnacional, salió airosa de la guerra interna. Las fuerzas armadas le limpiaron el país de guerrilleros comunistas y de toda forma de protesta popular. Pero sucedió algo inesperado: esos guerreros comenzaron a tomar demasiado protagonismo. Manejando una buena cantidad de negocios sucios (narcoactividad, contrabando, tráfico de armas y de personas), no en forma orgánica como institución castrense, pero sí enquistándose en las estructuras del Estado como redes mafiosas, también con sectores civiles, esas fuerzas armadas se constituyeron en un competidor de la oligarquía tradicional. Su poder se hizo grande, tanto que pasaron a ser molestos para una propuesta de capitalismo serio, tal como exige fundamentalmente la Embajada.
Esas mafias fueron ganando presencia en la dinámica del país al pasar a financiar buena parte de los partidos políticos y al hacer de la actividad política un campo más de la práctica gansteril. De esa cuenta, tanto la cúpula empresarial (Cacif) como la Embajada de Estados Unidos entraron en choque con estos nuevos ricos. El pedido-exigencia de continuidad de la Cicig y la lucha frontal contra la corrupción son un llamado a la edificación de ese capitalismo serio que permita un clima de negocios no viciado por las maras económicas (clandestinas, criminales y peligrosas para la seriedad del capital tradicional). De ahí que se abrió la crítica frontal para el chivo expiatorio del caso (misoginia de por medio): la ahora exvicepresidenta Baldetti.
Y el pueblo se sumó (o lo sumaron) a esa iniciativa.
Obviamente, los factores de poder buscaron la salida de la vicepresidenta. La clase media urbana, indignada sin duda, acompañó la medida. Hasta allí todo iba tranquilo. Pero el pueblo, en el sentido más amplio, despertó. La indignación clasemediera urbana no se detuvo con el sacrificio de Baldetti. Ahora se va por el presidente y por toda la clase política. Se comenzaron a sumar otros sectores populares, históricamente olvidados. La protesta promete seguir ampliándose. Nadie sabe adónde se dirigirá, pero está claro que ¡el campo popular despierta! ¿Quién dijo que todo está perdido?
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