La actuación de la Cicig durante un corto período de tiempo (cuando así lo determinó Washington, solo a su conveniencia) marcó un momento de «respiro» en la sociedad, porque se sentía que se actuaba contra la corrupción galopante que se había instalado. No debe olvidarse al respecto, tal como dijo uno de los apresados por esa cruzada anticorrupción que se desató en el 2015, que se detuvo a la Línea 1, pero jamás se tocó –ni parece que se vaya a tocar nunca– a la Línea 2.
Desde ese entonces, la corrupción pasó a ser, en términos mediáticos, el problema principal del país. Los «malos de la película» fueron los mandatarios venales que, con sus robos y fechorías, «empobrecen al pueblo». Verdad a medias. La corrupción existe, sin dudas, pero es efecto de un sistema basado en la explotación de las grandes mayorías trabajadoras al que llamamos «capitalismo». Los hechos corruptos, que aparecen en todos los gobiernos del mundo, en el Norte próspero y en el Sur empobrecido, no son la real causa de las penurias de las poblaciones: es la forma en que se distribuye la riqueza. Esos funcionarios corruptos, que se mueven con características delincuenciales –¿qué diferencia sustancial hay entre un ladrón de celulares, un pandillero que pide extorsión o un político robando un presupuesto público?– son producto de un sistema injusto en sus raíces. Esos funcionarios, que lo que menos parecen ser es «servidores públicos», son una excrecencia dentro de un sistema en sí mismo perverso y corrupto.
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De todos modos, desde hace un tiempo el llamado Pacto de Corruptos (clase política impresentable, crimen organizado, cierto empresariado voraz) ha ido copando todas las estructuras del Estado, asegurándose un clima de completa impunidad para sus oscuros negocios, manejados como mafias al peor estilo de Al Capone. Para la presente elección contaban con que repetían un triunfo en la presidencia, afianzando y profundizando una sangría a los recursos públicos de forma inaudita. Pero la población reaccionó. El voto popular dijo no a esa avanzada gangsteril, dando como ganador a una propuesta renovadora: el Movimiento Semilla.
Definitivamente, el triunfo de Bernardo Arévalo constituye una bocanada de aire fresco en una atmósfera irrespirable como la que se tenía en el país últimamente, con grupos mafiosos manejando los gobiernos (el nacional y los municipales) con criterios de banda delincuencial, con un tufillo que apestaba y que llevó a la población a decir «basta».
En medio de la desazón generalizada que se vivía, con abusos de poder por parte del gobierno rayanos ya en el autoritarismo de una dictadura disfrazada de democracia, la aparición de Semilla es una buena noticia. Ahora bien: ¿qué se puede esperar realmente de este nuevo gobierno a partir de enero del 2024? Seamos realistas sin perder la dimensión en el análisis. Tan bochornoso era el clima imperante que una propuesta de reforma quiere verse como una «nueva primavera». Ojalá lo sea, pero todo indica que no deberíamos hacernos especiales expectativas.
Esto no es un llamado al derrotismo, sino al realismo. Las propuestas del Movimiento Semilla, surgidas a partir de las movilizaciones anticorrupción del 2015, no representan en realidad proyectos de transformación social. Se centran básicamente en un esquema de transparentización de la función pública, intentando eliminar la corrupción. Pero es sabido que esas estructuras enquistadas en el Estado desde hace décadas, harán lo imposible por resistir. De hecho, en el Congreso no tiene mayoría, y el gobierno será una disputa permanente contra los poderes más oscuros. Apoyemos el clima de cambio, pero no esperemos maravillas allí donde no puede haberlas.
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