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Una de hippies, en Cobán

“Hay dos teorías sobre qué es el encuentro Rainbow”, “Una es que se reúne gente de todo el mundo, que es un espacio para compartir energías, intercambiar conocimientos y ofrecer a los demás lo que uno pueda dar. De contacto con la naturaleza, contacto humano. La otra es que se la pasan folliqueando y drogándose”.
“Mi cuerpo es mi territorio”, respondió, moviendo su vientre y caderas. “Su cuerpesaso”, agregó un chileno que también apoyaba haciendo pan con formas de corazón.
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Una de hippies, en Cobán

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Las energías del cambio de era del calendario maya han convertido este año a Guatemala en la sede del encuentro hippie internacional Rainbow. En una finca próxima a Cobán, jóvenes de todo el mundo ataviados básicamente con sus buenas energías están poniendo en práctica la cultura del “peace and love”. Esta es la crónica de un día con esta familia contracultural.

Una amiga me había propuesto hacía dos meses ir al Rainbow Gathering, un encuentro hippie internacional que se iba a celebrar durante todo este mes en Guatemala. Decidimos llamarnos Lluvia y Primavera y mi compañero de casa, aunque no iba a venir, se puso de nombre “Rainshadow”. A quién no le gustan los hippies.

El encuentro Arcoíris se desarrolla en una finca de la aldea Cerro Lindo, en Cobán. Cada año la familia Rainbow celebra una cita internacional que, este año, motivado por las energías del Oxlajuj B'aktun –el cambio de era del calendario maya– se concretó aquí y se trasladará en diciembre a Palenque, México. Mientras tanto, en otros países en los que la comunidad tiene presencia–Canadá, Brasil, Colombia, México, España, Alemania o Lituania, por nombrar algunos– se realizan congregaciones menores.

“Hay dos teorías sobre qué es el encuentro Rainbow”, me dijo mi amiga. “Una es que se reúne gente de todo el mundo, que es un espacio para compartir energías, intercambiar conocimientos y ofrecer a los demás lo que uno pueda dar. De contacto con la naturaleza, contacto humano.

La otra es que se la pasan folliqueando y drogándose”.

La Volkswagen del kilómetro 90

Finalmente, acudí al encuentro con ella y otra amiga que no quiso perdérselo. Iniciamos el viaje ya de mediodía. Ciudad de Guatemala, Guastatoya, bosque nuboso, Cobán. En mitad de la carretera, aproximadamente en el kilómetro 90 de la ruta al Atlántico, vimos a unos jóvenes arreglando su camioneta. Era una Volkswagen azul clara de los años 60, adornada con un gran símbolo de la paz y florecitas.

Pasamos de largo y apostamos por que irían al Rainbow. Aproximadamente dos kilómetros más adelante nos pusimos de acuerdo en preguntarles por el punto exacto del encuentro –que llevábamos anotado en una libreta–. Dimos la vuelta y retrocedimos hasta estacionar el carro en el punto en el que se encontraban los hippies.

Eran tres muchachos sentados en el suelo con un gran motor en las manos, completamente sucios. Venían desde Argentina y no nos hicieron mucho caso. Esos motores se estropeaban todo el tiempo. Estaban demasiado entretenidos con su furgoneta hippie pero nos informaron que la cosa era en el kilómetro 42 de la carretera a Chisec, después de un puente, cerca de las cataratas de Sa’chichá.

Jamón y Oreos para el Rainbow

En el camino nos detuvimos en el centro comercial que está a la entrada de Cobán y nos aprovisionamos de jamón, galletas Oreo y chocolatinas Snickers –además de aguacates o pan de molde. No tardamos en sentir un poco de vergüenza al pensar que tal vez nuestras compras habían sido muy comerciales, llenas de plástico y publicidad, así que compramos una sandía de unas once libras a unos señores que estaban en la carretera. A nadie se le ocurrió pensar que cargar una sandia así de gorda a través de los cerros y por terrenos sin caminos definidos podría resultar casi una tortura. A la que nos dirigíamos de manera voluntaria. En todo caso, pensar en compartir nuestra sandía con la familia Rainbow nos hacía muy felices.

Llegamos al lugar ya de noche. Inquietas por el camino, recordando el Estado de Sitio por los Zetas, con un polarizado que impide ver absolutamente nada que no sea el color negro y, si acaso, algún pequeño destello de luz cuando pasa un camión por delante. Preguntamos un par de veces por el sitio, todos los comunitarios sabían indicarnos donde estaba el campamento.

Detectamos la entrada por un arcoíris pintado en una tabla de madera. A los pocos metros, en la ladera del río Sa’chichá, encontramos la cabaña de bienvenida.

Welcome home

La Welcome home había sido construida a la entrada a la finca. En el interior había una pequeña mesa adornada con varias velas y restos de tabaco de liar. A un lado, un japonés con el pelo largo, despeinado y el torso desnudo tocaba una flauta de madera. Al otro, había un muchacho meditando. Tenía piernas cruzadas y la espalda erguida. Un recogido de rastas rubias le caía por la espalda y sus párpados flotaban sobre sus ojos.

Y no podía faltar el argentino. Nando rondaría los 30 años, tenía la espalda ancha y los brazos fornidos. “Bienvenidas chicas. ¿Primera vez en Rainbow?”. “Sí”.

El encuentro Rainbow comenzó a celebrarse en Colorado en 1974, organizado por “familias” del norte de California y oeste Pacífico de Estados Unidos. Aunque las raíces, según nos explicó Nando, están asentadas en Woodstock, el festival de rock y congregación hippie más famosa de la historia, que inició en 1969 en un espacio cercano a Nueva York con una asistencia de medio millón de personas.

Los principios de encuentro Arcoíris son el amor, la paz, la no violencia, el respeto a la madre naturaleza, el no consumismo y no comercialización. Además del respeto a los demás, a la diversidad y la vida en comunidad. La creatividad y la espiritualidad.

–Si quieren cagar, hay letrinas y si les da vergüenza vayan donde quieran y lo tapan –nos dijo Nando. Y añadió:

–Nada de carne, nada de alcohol.

Por puro instinto de supervivencia decidimos en voz bajita que desde ese momento nuestro jamón se llamaría “piña”.

–¿Y hay más gente? –preguntamos con la duda de que el encuentro se quedara en esa caseta.

–Claro. Esto es solo un diez por ciento –respondió, matemático, el argentino.

Luego nos dijo que estaban a dos kilómetros, pero que todo se había puesto ya muy oscuro y nos ofreció quedarnos a dormir en la casa de bienvenida.

–Montar ahora la carpa sería una tontera.

Las opciones eran quedarse o llegar al lugar. Definitivamente, queríamos aprovechar al máximo el encuentro y optamos por llegar al sitio en el que estaba el 90 por ciento exacto del resto de hippies.

Una pareja de jóvenes provenientes de Tel Aviv, Israel, que había llegado a Rainbow a celebrar su luna de miel, nos acompañó al punto en el que se repartía la cena. Llegamos en medio de una oscuridad absoluta. Al ir acercándonos comenzamos a escuchar un cuchicheo. Eran cientos de personas sentadas en una gran circunferencia a la que llamaban el círculo mágico, un punto de intercambio de energías que se realiza en cada uno de los encuentros Rainbow.

Magic circle

A un lado del círculo se intuía un gran cerro, y al otro se escuchaba el caudal del río. Dos muchachas paseaban por mitad del corro con una gran olla, en la que llevaban caldo de frijoles que repartían a todos los asistentes. “Food”, “comida”, “primera vez”. La comida, elaborada de forma colaborativa en la cocina comunitaria, se ofrecía a los asistentes de forma gratuita. Todos tenían derecho a una primera ronda de alimento, y en el caso de que esta sobrara se podía comer una segunda vez. Todos ofrecían entonces unos cuencos de madera, pero nosotras carecíamos de ellos y decidimos regresar a cenar la piña que habíamos traído.

El problema era que estaba oscuro.

Tratamos de persuadir a un peruano ofreciéndole chocolatinas para que nos acompañara de regreso hasta la Welcome home. Allí  habíamos dejado nuestro carro. Aceptó el Snickers y caminó con nosotras un rato. Luego, cuando se lo terminó, nos señaló la ruta y nos dejó seguir solas, pidiéndonos que tuviéramos cuidado.

Nos perdimos. Nos salimos de la linde de la finca y volvimos a pensar en los Zetas.

Tras varias vueltas llegamos al carro. Nos escondimos detrás del baúl y hablamos de lo increíble que nos estaba pareciendo todo.

–Yo no voy a comer el jamón. Si estamos aquí, tenemos que cumplir sus reglas.

Mi compañera de casa fue la única que consideró que no era conveniente comernos la carne. Mi otra amiga y yo, mientras le dábamos la razón (estábamos en su territorio, y habíamos acudido voluntariamente) nos preparábamos los bocadillos, esperando que el olor de carne no se difundiera en el ambiente. Comimos.

Después de nuestro festín impostor regresamos a la cabaña de bienvenida, donde nuestro cansancio y escaso dominio del inglés nos impidió interactuar con quienes estaban allí.

–¿Y qué cenaron?

El chico de Japón trató de hablar con nosotras. Yo no podía contener la risa.

Some bread, algo de pan –respondió Elena, más cauta.

Me dormí escuchando a un artesano de la Patagonia (Argentina) de rostro aniñado y unas grandes pestañas hablar de que muchos de los asistentes no eran verdaderos hippies.

–Estos traen plata, vienen de vacaciones.

Lo que, en algunos casos, era cierto. La simplicidad voluntaria, la vida simple, había sido una de las prácticas esenciales de los padres fundadores, aquellos miembros de ese movimiento contracultural y pacifista que había nacido en Estados Unidos en los años 60, que tenía por lema el ya clásico “peace and love”, y abanderaba la oposición al consumo, a las guerras, o el uso de drogas como marihuana o LSD (ácido lisérgico) para lograr estados acrecentados de conciencia o alteraciones de la realidad; o que había escandalizado con su propuesta de amor libre, la meditación y la vida un tanto contemplativa; pero que con el paso de los años había perdido vigor y pasado de moda hasta quedar reducida a poco más que a algunas corrientes. La Rainbow Family era algo así como uno de los últimos ejemplares de una especie casi extinta.

DÍA

Al despertar, la luz del sol sobre los grandes cerros verdes disipó toda duda. Si el encuentro hippie debía celebrarse en algún lugar del mundo, estaba claro que era entre las montañas de Alta Verapaz. Nos desperezamos y encaminamos a la cocina comunitaria, a un kilómetro de distancia de la casa de bienvenida. En esta cocina, grande y escondida entre árboles, había alrededor de una veintena de personas. Casi todos eran jóvenes, todos extranjeros. Llevaban el pelo largo, rastas una buena parte de ellos, y apenas ropa.

Íbamos a ayudar a preparar el desayuno. Un joven de Uruguay nos sugirió con un poco de buen rollo y otro poco de tono autoritario que echáramos la mano amasando pan. Se tapaba con una pequeña tela que constantemente se le caía. No había ninguna duda de que era el macho alfa.

En la mesa había dos grandes cuencos con masa de pan que comenzamos a amasar en movimientos circulares. El uruguayo se acercó:

–Pero chicas, por favoooor, inspírense, háganme unos corazones, inspírense.

Intentamos inspirarnos mientras veíamos cómo a nuestro lado un chileno y una muchacha de tez morena y ojos negros y rasgados se esmeraban en aplastar la masa de agua con harina. La muchacha hablaba con una sonrisa pacífica y serena en los labios.

 –¿Dé donde eres?

–De India.

– ¿Y en qué país estás viviendo? –dije, incapaz de imaginar a una persona llegada desde la India solo para el encuentro Arcoíris.

–Mi cuerpo es mi territorio –respondió, moviendo todo su vientre y caderas.

–Su “cuerpesaso” –añadió el chileno.

–Soy gitana, mi niña –zanjó la india, como hablando de una naturaleza nómada. Tenía puesto un top y una falda, iba descalza. Me ofreció su ollita para beber café. –Se llama “zing”, porque es mágica.

Varios grupos habían llegado al encuentro en caravana, principalmente de Argentina, Uruguay, Perú, Brasil, y elaboraban artesanías y malabares para conseguir el poco dinero que necesitaban. Este grupo había participado ya antes en el Rainbow de Brasil, después en Perú y en Colombia, y seguían subiendo por el continente americano. En diciembre se desplazarían a Palenque, México. La comida era su único gasto.

Pero también había persoans que habían decidido dejar sus trabajos, como nos contó un joven ingeniero de Irlanda, y otros que aprovechaban sus vacaciones laborales. Una gran parte de los integrantes del encuentro había llegado a Guatemala desde Europa, Estados Unidos o Canadá. Algunos todavía encontrarían tiempo de viajar después por América Latina, según nos contaron.

Terminamos el desayuno. Era una ensalada para los que solo comían crudo, la dieta raw food, una variante extrema de la dieta vegetariana o vegana, que además toma en cuenta el ahorro del consumo energético. La marihuana fluía entre las personas que apoyaban en la cocina, pero a excepción de esta hierba no pudimos comprobar más experiencias psicotrópicas entre los asistentes

El río de Adán y Eva

“¡Ey! ¡Hola!”

Mi amiga se dirigió hacia un grupo de personas que descansaban entre varias tiendas de campaña. Había identificado a un joven ruso que según nos había contado conoció hacía varios días en la capital. El ruso había llegado a dormir al sofá de su casa, haciendo coachsurfing, una práctica que se puso de moda hace unos años y que consiste en ceder un espacio para dormir en tu casa a personas desconocidas, como contrapartida para sacar el mismo beneficio en el lugar al que vayas.

El ruso estaba desnudo como el David y parecía una escultura tallada en mármol. Venía con un amigo ucraniano, menos escultural, que hacía dos años había estado en su primer encuentro Rainbow, en Quebec, Canadá y había decidido dejar de trabajar y unirse a la gran familia hippie. El joven ruso, con el cabello rubio y una sonrisa de plenitud, nos preguntó si queríamos ir a bañarnos al río. Por supuesto.

Al llegar a la orilla, se materializó por fin la idea que uno tiene de un encuentro hippie: cerca de una veintena hombres y mujeres se bañaban desnudos o reposaban en las rocas y laderas del espectacular río de agua turquesa. Eran, en su gran mayoría, jóvenes de rostros armoniosos, caras de tranquilidad. Una joven daba un beso en los labios a un chico, y después rodaba hasta otro, que también pedía sus besos.

Mi amiga Elena fue la primera que se desnudó. La vi feliz.

Siguió mi otra amiga. Me pasó brevemente por la cabeza mi educación católica y quedarme vestida, esperando, mirando desde una roca.

Pensé: “a la mierda” y ya estaba en el agua, sólo la cabeza fuera.

Nadamos y chapoteamos rodeadas de aquellos Adanes y aquellas Evas. Era lo más parecido a una estampa del Paraíso, según mis sueños.

Los comunitarios y los hippies

Al salir del río regresamos del nuevo al círculo a comer lo que habíamos preparado en el desayuno. Al llegar, todo parecía aún más maravilloso. A un lado, un pequeño grupo de jóvenes tocaba música, con instrumentos de aire y percusión. Iban todos desnudos y se habían puesto barro en el cuerpo para no quemarse con el sol. Otros hacían malabares, y dos chicas, un poco apartadas del gentío, daban masajes tailandeses de forma voluntaria.

Decenas de personas, algunas desnudas, se habían tomado de las manos. Con ánimo de no perdernos nada llegamos corriendo y pocos segundos después estábamos incluidas en el círculo, dejándonos llevar por el ritual que precedía al desayuno.

Cantamos una canción cuyo estribillo consistía en repetir “love” y después empezamos a hacer el “om”, uno de los mantras sagrados del hinduismo y el budismo. El “ommmm”, compartido por cientos de personas, permitía en pocos segundos sentir el flujo de energía.

Dos hombres encargados de cuidar la finca también se habían unido al grupo mientras que otros diez comunitarios acompañados de varios niños miraban a los jóvenes apoyados en una roca a unos metros de distancia del círculo. No había ninguna mujer entre ellos y miraban a los hippies como si estuvieran viendo una película de televisión.

Me acerqué a preguntarles de quién era la finca. Uno de los jóvenes me había dicho que pertenecía a la familia Rainbow, algo que a mí no me convencía del todo. Se veía cómo la milpa acababa de ser cosechada y podía intuirse la tala de árboles en la parte baja del cerro. Me respondieron que no lo sabían. Ellos no trabajaban allí, solo habían llegado a ver el encuentro.

–A las mujeres desnudas –les dije un poco burlona. Rieron.

Magic hat

Al terminar de desayunar –avena, pan, cacao– el grupo de músicos, acompañado de varias personas bailando, fue pasando al lado de los asistentes con un pequeño saco.

Era el magic hat, el sombrero mágico, y todos entendían que cada quien debía depositar en él una ofrenda para la comunidad. Algunos compartían dinero, otros indicaban que podían cooperar con algún conocimiento o práctica, y otros, simplemente, arrojaban energías o magia en el saco. Cuando me tocó el turno, me vi moviendo los dedos hacia el magic hat. Cuando terminé de depositar toda mi magia, no pude evitar sentirme algo ridícula.

Poco después del medio día decidimos volver a la ciudad. Terminaba nuestro encuentro Rainbow. Veinte horas intensas, aprovechadas al ritmo de un fast tour impropio de la hippie life, que nos dejaron con las ganas de quedarnos al menos veinte días o veinte años entregándonos al amor, al idilio, la belleza, la plenitud, la Familia y la naturaleza. Pero al día siguiente teníamos que trabajar.

Al anunciar que nos marchábamos, el peruano nos preguntó si teníamos más chocolatinas. 

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