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Y entonces Dios

Hubo un tiempo en que Alberto creía que podía doblarle el brazo al mundo, empezando por Corporate America. Ese tiempo duró poco menos de dos años.
Saltaron mis alarmas: la economía ya olía mal y mi amigo me señalaba con inocente fascinación el perfecto descenso circular de un pájaro carroñero en sobrevuelo.
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Y entonces Dios

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"Y entonces Dios" es unos de los 25 textos de Sam no es mi tío, un libro que pretende recoger los matices de qué simboliza Estados Unidos hoy para los distintos tipos de migrantes latinoamericanos.

I

Nada en el plato parecía prometedor. El pescado llegó montado sobre una luna de aceite y la campana de arroz se desmoronó apenas el mesero depositó la vajilla en la mesa. Pero Alberto lo comió todo y limpió con el pan los restos y hasta se bebió el vino blanco con el ansia desbocada. La angustia, debo decir, tenía domicilio en su rostro. Yo comí poco. Mi estómago me tiene a mal traer. Mis intestinos se han declarado en rebeldía franca después de años de maltrato. Lo que me echo a la boca se va tras vueltas y revueltas. Pedí una ensalada: lechuga, atún, tomate: decente. Condimenté con oliva, bebí agua. Alberto ordenó café. Lo seguí. Era una tarde sabrosa. 

El Villagio solía ser (es) un restaurante concurrido pero ese mediodía languidecía. De espaldas a S. Le Jeune Road, ocupa una de las esquinas del disciplinado patio interior del Village of Merrick Park, un centro comercial de fastos en Coral Gables, pensado para una Miami que sólo existió unos años, un rato. Fuera de la que ocupábamos con Alberto, nada más había otro par de mesas con gente. En una de ellas unas señoras mayores se hundían en esos bowls de ensaladas muy americanos, un cazo profundo que guarda los restos de una fronda talada. Extraño para un mediodía de esos en que el sol templa el almuerzo y la brisa de otoño trata a la Florida con mano suave. Miami a pleno, dejándose querer. Alberto era (es) casi el mismo Alberto de siempre. El rostro tostado al caramelo, esas dermis angelicales sin siquiera un primer pasto de barba. Los ojos vibrantes, oscuros como un pozo. El cabello negro y espeso, tirante y húmedo, peinado hacia atrás, afinándole los rasgos a la calabaza que tiene por cabeza. Alberto es más bien retaco y barrigón y porta el bulbo del estómago con distinción: su Polo está siempre planchada. Ese mediodía vestía pantalones gris perla de algodón fino, aéreo, muy de él, y zapatos náuticos azules que, con seguridad, debía haber comprado un tiempo atrás —cuando la perfección era posible— en Cole Haan, a unos metros del restaurante. Pasamos un buen rato sin hablar. Yo con los codos sobre la mesa, Alberto balanceando la pierna. Se había echado contra el respaldo de la silla, la vista por ahí, como si estudiase el pelo del tronco de las palmeras o la curva-tura de los neumáticos de los pocos autos que cruzaban (cruzan) San Lorenzo Avenue o la parsimonia vacuna de la gente que pastoreaba con bolsas de Jimmy Choo y Nordstrom. 

Su café se quedó allí, frío; yo acabé el mío. En la última hora su celular vibró cinco o seis veces largo tiempo: la señal del impaciente. Nunca atendió. En un momento unos pájaros trinaron demasiado alto, un auto rugió de manera propia y nuestras burbujas hicieron pop y nos miramos a la cara con el rostro sobresaltado de quien sale de una siesta a empellones. Alberto llamó entonces al mesero y pidió la cuenta; y es allí, en el tiempo que separa su pedido del arribo de la charola con el ticket, cuando le hago una pregunta, una sola, final, definitiva. Quise saber si, después de todo el asunto, iba a poder arreglar su vida, ordenar sus cosas, volver a la normalidad.

—Después de todo el asunto —digo—, ¿vas a poder arreglar tu vida, tus cosas, ser normal? ¿Vas?

Alberto se tomó el tiempo y, al final, dijo que sí, pero ambos supimos (sabemos) que la respuesta era (es) incompleta, que carecía de cierre, que aún faltaba un remate. Me lo dijeron su mirada perdida, el pie revolviendo el aire como una cuchara marea el café, la respiración contenida, las manos trenzadas tras la nuca. Me lo dijo mi expectativa —o mi deseo o mi oficio. Entonces llegó. Alberto chupó oxígeno, avivó el nervio, buscó su tacita helada y tragó de una sola vez el tintico amargo. Se dejó caer otra vez en la silla, la misma posición: un cuerpo vencido.

—¿Vas a arreglar tus cosas? —digo, y mi mirada pregunta con más fuerza.

—Si Dios quiere —dijo él, y sus ojos volvieron a la nada.

II 

Hubo un tiempo en que Alberto creía que podía doblarle el brazo al mundo, empezando por Corporate America. Ese tiempo duró poco menos de dos años, un suspiro para el pulmón de la historia. Hoy mi amigo teme que los bancos lo lleven a la quiebra de por vida, lo demanden hasta quitarle los dientes y lo hundan en el fango de una humillación universal. Alberto, que una vez tuvo algo, está perseguido por la idea de quedarse en nada. Para cuando el siglo se había tragado un quinquenio, y medio mundo creía vivir la boba felicidad millonaria de The Beverly Hillbillies, Alberto compró una casa en Doral, un barrio de latinos de clase media en las afueras del condado Miami-Dade. La casa le costó casi medio millón de dólares. En un momento dado, él, como muchos, no pudo sostener más la hipoteca, y con la deuda impaga se fue la casa. Alberto dejó su mundo dorado, su creencia en la riqueza perpetua y se convirtió en una caricatura estadística: un nombre en el formulario de propiedad de una casa de cartón desahuciada por un banco. Alberto amaba esa casa. Dos plantas, cuatro habitaciones, comedor, sala, cocina y garaje para dos autos. Techos de teja española, una estructura sólida de soportes con paredes falsas de mampostería, pisos de falso parqué y falsas molduras prefabricadas. Un artefacto de paneles de yeso, Durlock y papel piedra. Una impostación, una simulación de hogar, pero era suyo. A Alberto poco le importaban mis burlas: vivía en esa casa de muñecas, una McCasa más costosa que su vida, en un McCondominio de Legos idénticos, serializados como envases de Coca-Cola de un modo que yo nunca comprendí. Había trabajado para eso: quería aquello. No era su culpa que Estados Unidos hubiera hecho de un sueño una fórmula de factoría.

—Esto es la sovietización de la arquitectura gringa —le decía yo.

—Es mi casa —me respondía.

—Sos Ronald McDonald: ponele una Mal techo y vendé hamburguesas.

—Es mi casa.

Era su casa. 

III 

Otra vez: hace años, cuando todo era normal, Alberto creía en la acumulación perpetua del capital, y el mundo le daba la razón. El planeta había abandonado las leyes gravitacionales de Newton y flotaba en un mar de dinero. Todos entendíamos de finanzas —o eso creíamos. Alberto trabajaba en una cadena que vendía e instalaba equipos de audio y video de alta gama, caros y pretendidamente exclusivos. Era uno entre una docena de vendedores que rondaban los cincuenta años, a sus cuarenta y pocos, el más joven de todos. Alberto era —es— un hombre de rutinas. Llegaba al trabajo cinco minutos antes de abrir, el último en irse. La misma camisa azul los lunes, el mismo pantalón gris el miércoles, los mocasines café el viernes. Hincaba la rodilla a diario, solo y antes de las ocho, en la iglesia de los Ministerios del Buen Pastor, en Doral. Con la familia sólo asistía a la ceremonia de media mañana del domingo. Se había convertido al evangelismo, agotado por la demanda pastoral de suplicio y calvario terrenal de los católicos. Los otros, cuanto menos, no sentían culpa por forrarse. Estaba casado con Andrea, una rubia de ojos grises muy luminosos y picardía en la voz y el trato. Alberto y Andrea eran padres de Melina y Linda, las mellizas, el rostro de la madre, el color cobrizo del padre. Melina estudiaba Mercadotecnia en la Disney University, en Orlando; Linda se había anotado en University of Miami School of Business. Eran dos muchachas simpáticas y relativamente bellas, especialmente atractivas para los estudiantes gringos. Melina salía con uno de los gigantones que vestían el traje de Pluto en Disney; a su hermana la coqueteaba otro tan alto como un corredor de los Hurricanes. Alberto siempre trabajó duro. Cuando llegó a Miami, su primera vivienda estaba en Hialeah. Duró poco: mucho cubano, poco Colombia. Un departamento horrible que olía a aceite quemado, apenas apto para el tipo de solteros que gastan South Beach vendiendo un pasado glorioso improbable en las tierras donde los bien parieron. Como materia y como símbolo, el departamento no lo representaba. Alberto había cursado mercadeo en la Universidad Javeriana y, aunque nunca terminó los estudios, aprendió rápido y supo aprovechar cada clase. Pero eran los noventa y Bogotá estaba agujereada por la narcoguerrilla. Los coches bomba, esa imprevisible y ubicua amenaza urbana, acabaron por agotarle la paciencia y, como sus hijas eran aún pequeñas, decidió marcharse. Llegó a Miami con un capital complejo: pocos ahorros, muchas expectativas y ningún deseo de regresar a Colombia. Su primer trabajo fue como valet de autos. Era un tipo solícito que debía buena parte de su fortuna al trato agradable, la ropa en perfecto estado y la sonrisa de almirante. Cuando entró como valet en Segafredo, el café del área financiera de Brickell, se convirtió en uno de los aparcacarros más requeridos. Allí condujo por primera vez un Ferrari y un Aston Martin. Le gustó el aroma del cuero caro y nuevo, la agresiva dulzura de sus motores, el ícono. Para cuando logró hacerse con la posición en la tienda, mudó a la familia a Doral. Allí sí, empezó a sentirse casi como en casa: poco cubano, mucho venezolano. 

La tienda de electrónica fue su Trump Tower. La Reserva Federal había abierto el grifo para los créditos baratos y la economía encontró allí el combustible para recuperarse del pinchazo de la burbuja de Internet y de los atentados del 9/11. Los bancos abrían sus puertas sin restricciones, como supermercados en rebaja. Sin pensárselo dos veces, Alberto montó la ola, la segunda en llegar a Miami poco más de dos décadas después de que el dinero del vicio pavimentase la ciudad. Aquellos años que alumbraron Miami Vice —los duros años— no fueron del todo ajenos a Alberto, sin embargo. Fred y Jameson, hijo de judíos cubanos uno y de una empleada postal de Coconut Grove el otro, ambos vendedores rapaces, contaban que a la tienda llegaban sujetos morosos con valijas hinchadas de efectivo que abrían directamente en las cajuelas de los autos. La cocaína electrizaba el cuerpo de Fred durante el día y Jameson se ahogaba en vodka por las noches. De lunes a lunes, jóvenes y poderosos, los dos cerraban tratos en disco parties. Un cliente le regaló un Lexus usado a Fred nada más que porque le agradaba su trato simplón; a Jameson le entregaban fajos de billetes de cien dólares sólo porque, a pedido del cliente, conseguía adelantar uno o dos días la instalación de un equipo de audio. En cada conversación con sus nuevos colegas, Alberto fue presentado con aquel mundo de deseos posibles, y lo incorporó a su vida. Por eso cuando le llegó la oportunidad del gran dinero no se sintió extraño ni incómodo: la Miami de la plata suculenta era parte de su memoria emotiva. Al segundo año en la tienda, la familia se compró un pequeño departamento en Vero Beach, un área con potencial al norte de Miami Beach. Era otra caja de zapatos —las ventanas daban a techos grises donde se secaba ropa recién lavada y los vecinos eran jubilados malhumorados—, pero era también el primer pie de concreto en su sueño. Se mudaron de inmediato. 

Al tiempo comenzaron a entrar los bonos gruesos. Jugadores de los Heat y los Dolphins, Lenny Kravitz y Ricardo Arjona se equipaban en la tienda. Una multimillonaria italiana, un pintor argentino, un sujeto que decía representar a Ricky Martin. Decenas de rusos se hicieron habitué. Alberto, que era un vendedor especialmente esmerado con los mayores, tenía su público entre la antigua comunidad judía de Miami-Dade. Los sabía dinero viejo. Sus primeros grandes bonos provinieron de ancianos que adquirían televisores monumentales que no precisaban y equipos de audio cuyo manejo les resultaba incomprensible. En el momento en que la comunidad latina hizo su ingreso al consumo por la puerta grande de la fiesta, Alberto se convirtió en una estrella refulgente de la tienda. Los clientes le referían nuevos prospectos; sus ingresos explotaron. Miami seguía engordando con el dinero inyectado por los créditos de los bancos y la bondad de la Fed. Era su turno, el de la ciudad y el del vendedor colombiano. El tren estaba detenido, esperaba por él. 

IV

Una segunda hipoteca permitió refinanciar el departamento de Vero Beach a una tasa menor y a treinta —y no veinte— años. Alberto se compró un BMW y regaló a Andrea una Toyota 4x4. Su mujer también se había zambullido en la cornucopia. Tenía ya una licencia de agente de bienes raíces y, aunque su negocio era marginal, generaba comisiones de miles de dólares vendiendo propiedades a inversores de Bogotá, Cali y Medellín. Las niñas crecían sanas y la familia fue por más: la casa con patio, la McCasa de dos plantas que yo conocí. Alberto tomó un crédito especial muy común en aquellos años llamado subprime. La familia tenía ingresos suficientes y empleos fijos pero El Banco —como lo llamaba Alberto, acentuando su importancia, como si las mayúsculas pudieran oírse— no pidió mayores referencias ni papeles. La cuota de la hipoteca se ajustaría en función de varios índices. La casa estaba construida en el McCondominio de Doral y la familia, como hizo antes con la cajita de zapatos de Vero Beach, se mudó allí sin pérdida de tiempo. La vivienda, en términos generales, era una verdadera necesidad pues el departamento de Vero Beach resultaba ya pequeño para dos adultos y dos adolescentes crecidas. Pero en vez de opciones más razonables en precio y cercanía en la misma zona, Alberto y Andrea se dejaron tentar: querían darle un buen masaje al estatus. Doral se valorizaba a base de emigrados latinoamericanos de relativo buen pasar, entre ellos una multitud de venezolanos que repartían su tiempo echando pestes a la Revolución Bolivariana, tostándose en las playas de arena suave y comprando indumentaria cara con intragables logotipos gigantes. Una segunda razón se llama “racionalidad de la irracionalidad”, y es un asunto más complejo, pues interviene un estimulante puro, la materia del deseo. En menos de una década, el valor de las casas se había multiplicado en el país hasta cinco veces. Manadas de consumidores regaban saliva, el riesgo suplantaba a la cocaína, a las mucamas les brillaban los ojos. Muchas familias refinanciaron sus hipotecas y muchas otras compraron segundas y terceras —y hasta cuartas— viviendas para incrementar su capital. Demasiados creyeron que el cohete que se llevaba los precios a otro planeta jamás bajaría a la Tierra. Pero entonces comenzaron a asomar los pies bajo la manta corta. Muchos hipotecados no pudieron hacer frente a sus cuotas y dejaron de pagar. Un nuevo grupo —dueños de casas que ahora valían menos que sus deudas— amplió la onda expansiva. La explosión de la burbuja inmobiliaria reveló, de súbito, la irracionalidad de suscribir créditos millonarios cuyos pagos demandarían dos o tres vidas consecutivas de trabajo. Muchos descubrían del peor modo una pesadilla escondida en el sueño americano: antes que comprar una casa, eres comprado por una deuda. Fin de época: ardió Roma. Wall Street. Cataclismo bancario. Puestos de trabajos que se evaporan. Caída libre. La confirmación de que las hegemonías se destruyen en ciclos cada vez más veloces. Ardió Roma. La crisis fue la mayor vivida por Estados Unidos, aun más nociva que la Gran Depresión de 1929. En aquellos años, el país iniciaba el proceso de construcción de su primacía como potencia dominante, la que consolidó a partir de la Segunda Guerra Mundial. Ahora, la racionalidad irracional aceleró el proceso de su excesiva dependencia del gasto, su competitividad abollada. Antes América simbolizaba el triunfo de Occidente; ahora el balance se trasladaba al Asia y China presentaba credenciales para discutir en el centro del ring. Aquella nación dinámica, muscular, veloz como un atleta de élite comenzó a parecerse al Estados Unidos a pie de calle: hipertenso, enfermo de obesidad, venido a menos, fofo, el corazón en un puño. God Bless America. Adiós Roma. Para Alberto, el proceso equivalía a enfrentarse a sí mismo: había escapado de Colombia —del desastre, de la ausencia de expectativas— corriendo en una pista circular. El pasado era el presente; la historia, un eterno duplicado. Pronto, la matriz de la cadena notificó que comenzaría con cierres programados de sucursales en diversos estados. El humor en la sucursal de Miami se agrió. Jameson llegaba a trabajar oliendo a vodka barato, Fred maltrataba a la gente. 

Alberto trató de mantener el tipo. Se ocupaba de los clientes heridos, pero su situación también era compleja pues había comenzado a demorarse en los pagos del departamento de Vero Beach. Después de unos meses sin noticias, cuando todos esperaban que la calma no fuera preanuncio de nada, la matriz de la casa central informó que también clausuraría la filial en Miami. Tras eso, cada noticia fue un largo descenso al ahogo. Andrea dejó de vender propiedades. Los gastos de escuela de las mellizas Melina y Linda y el nivel de vida que llevaba la familia no dejaban mucho margen para ahorrar. Cuando la sucursal finalmente cerró —no era un día gris ni tormentoso: era una tarde húmeda e infernal—, Alberto y familia ya estaban demorados tres meses con la hipoteca de la McCasa de Doral. Unos días después, el correo golpeó a la puerta con una notificación de foreclosure del banco. Todo sueño tiene un anverso odioso y pedestre malamente llamado vida real. 

Yo dejé Miami por un trabajo en Washington, D.C. Poco tiempo antes de la mudanza, en un último encuentro en un restaurante indio de South Beach, Alberto me contaría que habían dado con un abogado especializado en arreglar deudas pesadas como las hipotecarias. Saltaron mis alarmas: la economía ya olía mal y mi amigo me señalaba con inocente fascinación el perfecto descenso circular de un pájaro carroñero en sobrevuelo. El abogado se comprometía a gestionar descuentos sobre la deuda de la casa a cambio de una tarifa de gastos mensual y un porcentaje de la reducción de la deuda una vez que el banco aceptase el acuerdo. Trasladar la gestión con un banco, preparado de antemano para lidiar con malos pagadores, fue suficiente para Alberto, que habló con Andrea y decidieron contratar al tipo. En la primera reunión, el abogado les ordenó que detuvieran todo pago al banco mientras él se ocupaba de la negociación. La familia obedeció y, por alguna razón, las comunicaciones de los dueños del crédito se detuvieron. Mi mudanza a Washington fue tranquila y, ocupado como estaba con hallarme en las nuevas coordenadas, durante los primeros meses no supe de Alberto. Un día, nadando en Facebook, un amigo en común de Miami publicó en su estatus algo que picó mi atención: “Albertito”, decía, “se caga en la crisis”. Debajo venía una foto, que de inmediato me ilustró sobre su displicente nueva vida. Allí estaba él, siempre con sus Polos y los pantalones de capitán de barco. Había perdido peso y entre la mayor delgadez, el barnizado perpetuo y la sonrisa equina daba la impresión equivocada: no un sujeto en serios problemas económicos sino un millonario en vacación a perpetuidad. La historia es que Alberto y Andrea se habían quitado de los hombros y los bolsillos la presión de las hipotecas e iniciado una serie de viajes propios de una época de bonanza económica. Pasaron por Italia un mes, con estadías en Roma, Milán y Florencia y largos paseos por los viñedos de la Toscana. Fotos fechadas unos meses después documentaban un segundo viaje con comidas y bebidas en el Var francés, alojados en una petit maison de Niza, en París y, unos días después, montados a un catamarán en Amsterdam y frente a la Puerta de Brandeburgo. Otras decían “Praga”, “Un paseo rápido por Grecia” y “Rusia”—dos de ellas llevaban la etiqueta “El Cremlin”, con ce. Y más: luego vino Texas, en casa del novio de una de las hijas; y Orlando, durante el receso universitario de la otra. La Navidad de 2009 la pasaron en Colombia y el año nuevo de 2010 y todo enero en Saint-Martin. Leía los planes para el año siguiente: crucero por Alaska, una probable visita a amigos en Madrid, el Gran Cañón durante la primavera y, si dios ayudaba —siempre dios—, las playas de talco de las Seychelles. Era una actividad maratónica, toda en poco más de año o año y medio, que demandaba cantidades de dinero que no podía imaginar. Andrea contaba en Facebook que seguían viviendo en la McCasa de Doral y que llevaban largo tiempo sin pagarle un centavo al banco. En su muro, respondió a la consulta de una amiga informando que el abogado estaba tras El Banco: procuraba probar que había concedido el crédito a Alberto y Andrea con la intención de estafarlos, abusando de su buena fe. Intrigado por la maniobra, escribí a Alberto, sin esperanza de respuesta, pero me sorprendió con un e-mail inmediato. Me contó que había leído en Time diversos casos de expedientes de clientes con créditos similares al suyo que habían sido extraviados por los bancos. Tenía sobradas expectativas en que su abogado —al que parecía considerar el súmmum de la sagacidad— pudiera determinar lo mismo. Según él, si su expediente estaba perdido, se libraría del crédito de por vida o, como mínimo, podría ampliar el tiempo de gracia. Tras ese intercambio, volví a perderle la pista. Mi nuevo trabajo me absorbía, había sido padre y debía ocuparme de mi familia. Cada cierto tiempo volvía a su página de Facebook, que dejó de actualizarse con frecuencia. A cuentagotas y luego de varios meses supe que Alberto y Andrea no hicieron el viaje a Europa ni tomaron el crucero a Alaska aunque se movieron por el país. Yellowstone, por ejemplo; Los Ángeles y Las Vegas. De las Seychelles no había menciones. Seguían en el aire, una idea inconclusa. 

VI 

Regresé a Miami a mediados de 2010 y fuimos a comer al restaurante del centro comercial en Coral Gables. Alberto ya no tenía cuenta bancaria y su rating de crédito se daba palos con el de un balsero cubano. Pagaba todo en efectivo y escondía el dinero, sin sorpresa, en la McCasa de Doral. El grueso estaba tras un muro falso del sótano y otro tanto en casa de la suegra. Al tiempo que dejé Miami, Alberto montó su propia venta de equipos de audio y video, que manejaba desde la casa con el teléfono celular y una digna página en Internet. El negocio vivía de la comunidad judía y de los latinos —hormigas indestructibles. Supe en Miami que, tras su muda desaparición, El Banco había regresado con una carta poco amistosa. De un día para el otro, el antiguo crédito de la McCasa había pasado a un debt collector, un despacho de abogados especializado en retorcer el pescuezo financiero de los individuos con deudas de plomo. Alberto sospechaba que El Banco había contratado un detective para investigar su vida. Había vendido los dos autos y comprado uno usado, de menor calidad, que compartía con Andrea. Estudiaba escribir a las universidades para solicitar una reducción en la matrícula de las mellizas. Estaba eliminando de Facebook las fotografías de sus viajes y Andrea cocinaba más en casa pues ya no podían justificar las comidas diarias en los restaurantes. La familia no dejaría la McCasa de Doral aunque los servicios del McCondominio hubiesen empeorado y el mantenimiento fuera más costoso. Los intentos por desprenderse del departamento de Vero Beach, para terminar, acababan siempre en un callejón sin salida: nadie quería pagar lo que pedía y él no deseaba aceptar ofertas menores al valor de adquisición. De repente, el abogado dejó de devolver las llamadas. Luego una de las muchachas debió dejar los estudios. La ansiedad engordó a Andrea y la gordura reveló diabetes. La segunda hija perdió el pelo. A Alberto lo visitaron dos veces los paramédicos por una hipertensión y un ataque de pánico. En el restaurante, a media comida, le pregunté si era ciertamente consciente de todo por cuanto había pasado. De su responsabilidad en el asunto. Pensó un poco: dijo que sí. Me costó creerle. —¿Quién podía imaginarse que este país era tan parecido a los nuestros? ¿Por qué tenía que asumir que esto también es Belindia? El sol asomó tras una nube náufraga y golpeó a Alberto en el rostro. Él se devolvió y yo le sostuve la mirada. Alberto sonrió un poco. Muy poco, y volteó a la calle. El mediodía se mantuvo amable y poco más se movió alrededor. Los valets conversaban entre ellos: no había autos para acomodar. De cuando en cuando pasaba alguna pareja de señoras o una madre paseando su niño en el stroller. Podría quedarme aquí toda una vida: el silencio, el sol perfecto. Una pecera. Es en ese instante que quiero saber si Alberto todavía se siente con confianza, si tiene fe, si cree que puede salir de ésta.

—¿Vas a arreglar tus cosas? —le digo. Y entonces el café frío, el trago seco y amargo, el suspiro largo, y dios.

 

Diego Fonseca es un periodista y escritor argentino radicado en Estados Unidos. Coeditó Sam no es mi tío: veinticuatro crónica migrantes y un sueño americano, al que contribuyó además con este texto. En Guatemala, el libro está disponible en papel y en versión electrónica en librerías como Artemis Edinter y Sophos.

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