Son demasiado predecibles y trillados el desahogo y la burla hacia el sujeto que dejó el Ejecutivo hace unos días con la más cínica de las impunidades, después de que sirvió a los intereses más mezquinos que tradicionalmente usufructúan este país y con ello haberse servido a sí mismo en lo que le fue permitido. Tengo la impresión de que hay demasiado triunfalismo solo porque nos quitamos de encima a este indeseable, error producto de la democracia que nos dejó el año 2015.
Su ascenso al poder fue producto de circunstancias brindadas por la estructura del juego político que no nos ha interesado cambiar (ni siquiera a la exigua izquierda acomodada en su pequeño trozo de pastel parlamentario) y que sigue vigente en el 2020, aunque solo haya relevado a sus comediantes para entretenernos con otros personajes por los siguientes cuatro años. Las reformas a la Ley Electoral y de Partidos Políticos (LEPP) no solo nos dejaron con un mecanismo de acceso al poder político restringido y poco eficaz para mediar entre las aspiraciones ciudadanas y el Estado, que puso cuesta arriba la organización de partidos políticos nuevos y eliminó en la práctica la responsabilidad de los grandes corruptores en materia de financiamiento electoral ilícito.
Después del triunfalismo precipitado e ingenuo del 2015 pagamos el precio de que nos colaran un Incitatus en la presidencia. Ignorante de las dimensiones de su investidura, se paseó orondo por el foro, empachándose hasta el hartazgo de cuanta vianda le ofreció el poder. Pero nuestros Calígulas locales no se molestaron siquiera en invertir en un corcel hispano como el descrito por el historiador Suetonio: les bastó una vulgar cabra que entró a berrear y a mearse en el foro, aplaudida por sus esbirros hipócritas fundamentalistas, para desbaratar la débil institucionalidad democrática de nuestro país y sus tímidos esfuerzos de lucha contra la corrupción y continuar con la porqueriza donde bien se fertilizan sus negocios.
[frasepzp1]
El sainete de mal gusto habría sido imposible sin esta tutela complaciente de sus patrocinadores, preocupados por preservar su clima de negocios, su estabilidad macroeconómica y todos los eufemismos con los que se refieren a hacer caja a costillas del hambre y de un futuro ordeñado al otorgar proyectos extractivistas y parcialmente maquillado por el jineteo de las remesas obtenidas gracias a esta economía exportadora de pobres. Por ello le permitieron pastar y defecar en el foro de la constitucionalidad y en las escasas maneras republicanas que subsisten en el Estado guatemalteco.
Los aprendizajes en política se pagan caro, y las miasmas esparcidas sobre nuestras instituciones en estos cuatro años no han hecho otra cosa que mostrar a profundidad sus debilidades al enfatizar que nuestras formas republicanas no son tan fuertes, que estas se destruyen y desintegran al contacto con la suciedad como si estuviesen hechas de cartón. En su estulticia nos ha mostrado mucho más de lo que deseamos admitir: nuestro Estado y sus instituciones democráticas son sumamente débiles, patrimonialistas, y funcionan mediante reglas en las cuales la ciudadanía se encuentra en franca desventaja y virtualmente excluida.
Ahora disfrutará tranquilamente de la melaza y el forraje nutridos por las materias fecales de las cloacas del irrelevante foro parlamentario, donde seguirá pastando sin pena ni gloria, en compañía de sus antecesores. Para eso se le pagó y emborrachó de poder político: para entretener a la plebe con comedia de cantina mientras detrás de bastidores se reconfiguraba la captura del Estado y la vuelta a la normalidad anómica.
El problema real nunca fue él, sino este sistema de acceso al poder político que su amo Calígula construyó a medida junto con sus pretorianos y senadores. Si se quiere abolir todo este sistema de reglas y privilegios excluyentes del actual sistema de partidos políticos, no basta con un Cayo Graco. Hacen falta muchos Espartacos haciendo política desde abajo. Pero el problema es que no queremos invertir nosotros mismos en hacer ciudadanía, en construir otro tipo de política desde la cotidianidad, y en su lugar nos contentamos con tirar los dados aferrados a la esperanza de que nos salga algo mejor del bestiario, que no es sino el reflejo de nuestra propia cultura política.
Más de este autor