¿Qué hace una valla gigantesca, no solo sumando a la horrorosa contaminación visual característica de la ciudad, sino que además apoyando a un candidato estadounidense que se la pasa insultando a los inmigrantes y latinos? Me pregunto si también hay vallas promoviendo la candidatura de la vicepresidenta Harris. Lo dudo.
Por otro lado, esta semana, la Casa Blanca anunció que un joven muchacho, Kevin Lima, hijo de inmigrantes guatemaltecos, fue nombrado en el cargo de Asesor Senior de Enlace Público con la comunidad latina para el presidente Biden. En la nota, Lima dice sentirse orgulloso de sus padres, quienes inculcaron en él perseverancia, trabajo arduo y el poder de la comunidad.
Traigo estos casos a colación porque, hace aproximadamente una década, el especialista en migración, Pedro Pablo Solares, acuñó el concepto de ciudades espejo para referirse a las localidades estadounidenses donde se han asentado conciudadanos guatemaltecos provenientes de un mismo lugar, construyendo reflejos de sus comunidades de origen. Como sabemos, se trata de millares de guatemaltecas y guatemaltecos —particularmente mayas— que han emigrado en búsqueda de mejores oportunidades de vida y trabajo en este país.
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Sin embargo, una generación después, creo que el fenómeno ha cambiado y ya no podemos hablar solamente de ciudades espejos sino de ciudades paralelas. La transnacionalización de la política está cambiando no solo la manera de hacer política partidista, sino también la configuración de los actores políticos y de la ciudadanía de forma simultánea. En esta costosa carrera electoral sin precedentes, vemos a gringos tratando de influir a chapines desde Guatemala, con tal de que los electores elegibles voten por sus candidatos en Estados Unidos, ya sean estos ciudadanos estadounidenses residentes en Guatemala o en el norte.
Los inmigrantes representan no solo el bastión de la economía guatemalteca. Sus remesas constituyen casi el 20 % del Producto Interno Bruto de la nación centroamericana. Al mismo tiempo, son un importante factor de estabilidad y crecimiento económico en Estados Unidos. Los guatemaltecos-estadounidenses (inmigrantes y segunda generación) son el sexto grupo de origen latino y representan al menos 10 % en 82 localidades urbanas y rurales a lo largo y ancho del país, como Worthington, en el sur del estado donde vivo, Minnesota, donde la población se duplicó entre 2010 y 2020.
Sin datos desglosados, es difícil saber cuál es la proporción de guatemalteco-estadounidenses elegibles para votar y si se inclinan más hacia el campo Trumpista (porque ya no es el Republicano) o demócrata. Curiosamente, el estado donde mayormente ha aumentado la población que se identifica como guatemalteca es Pensilvania, precisamente uno de los estados clave que definirán la elección presidencial.
En este contexto, apoyar a Trump desde Guatemala es un insulto a los inmigrantes pues el candidato ha prometido deportaciones masivas de nuestras comunidades. La hostilidad de Trump y sus acólitos en contra de los latinos e inmigrantes es cada vez más obscena y repudiable, como acabamos de presenciar en su último mitin en Nueva York. Aún así, los trumpistas chapines quieren tirarse una bala en el pie: ¿estaría Guatemala en la capacidad de recibir a millares de conciudadanos deportados de la noche a la mañana? Y ¿cuál sería el efecto en la economía estadounidense? En esta ala ultra-conservadora, fundamentalista y demagoga, ningún estudio advirtiendo la deriva económica parece tener resonancia.
Al interno de Guatemala, seguramente Trump seguirá en alianzas con personajes oscuros del pacto de corruptos y de la impunidad, entre ellos empresarios que miran comunistas hasta en la sopa. Como Trump, la defensa de la democracia y la integridad del sistema de justicia tampoco son precisamente la prioridad de estos actores.
A una semana de los comicios, el voto guatemalteco-estadounidense puede ser determinante. Ojalá que en la política no seamos ciudad espejo, rememoremos nuestro pasado infausto y no sirvamos para lavarle la cara a otro senil racista y fascista.
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