Quienes alzan la voz furibundos ante este ataque a nuestras sacrosantas libertades dicen que la gente debe ser libre de comer lo que se les dé la gana, y que el gobierno no es quién para estar ejerciendo coerción sobre lo que la gente se lleva a la boca. Además, dicen que la medida seguramente haría subir los precios de estos productos, y eso, en un país que padece de desnutrición y donde la gente se muere de hambre, es un crimen. ¡Habrase visto!, encarecer los precios de los productos alimenticios en un país donde la gente no tiene qué comer.
Ahora veamos el asunto desde otra perspectiva: el mercado tiene infinitas maneras de hacernos comprar lo que no necesitamos, o lo que no nos hace bien.
Le voy a hacer una pregunta: ¿usted se ha fijado con detenimiento en alguna ocasión en las góndolas del supermercado donde se exhiben, por ejemplo, las bebidas carbonatadas? Una serie interminable de recipientes de plástico rellenos de líquidos de los colores más diversos. Rojos intensos, amarillos canario, incluso azul neón. El punto es que no le prestamos atención porque se nos ha dicho, desde siempre, que eso son bebidas, pero si esos líquidos fueran puestos en otros recipientes, y cambiados de góndola, no tendríamos problema en creer que son desinfectante para pisos. Igualmente, las frituras que solemos comer en reuniones con amigos son harinas refritas de escasísimo valor nutricional, y encima rebosadas en glutamato monosódico (GMS), un aditivo alimenticio sospechoso de provocar en exceso síntomas como dolor de cabeza o nausea, razón por la que todavía se encuentra en estudio.
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Una de las razones por las que consumimos en abundancia estas sustancias que, viéndolo bien, cuesta hacer pasar por alimento, es por los mil y un trucos con los que la publicidad nos convence de que los compremos. Fue Edward Bernays, sobrino del padre del psicoanálisis Sigmund Freud, quien utilizó las teorías científicas de su tío para desarrollar formas de influir en la mente de las personas a través de la publicidad, revolucionando esta disciplina en la segunda mitad del siglo veinte. Bernays ideó formas de que la gente sintiera la necesidad de consumir productos como cigarrillos, por mencionar tan sólo un ejemplo, haciéndoles creer que se verían más elegantes y distinguidos. Y lo mismo se aplica a una enorme cantidad de productos, como las aguas gaseosas, los productos azucarados y más. La mayoría de personas nos vemos sometidas a este asalto publicitario, junto con los hábitos de compra y consumo que conllevan, desde nuestra más tierna infancia, alentados por parientes que también crecieron consumiendo sodas y comida rápida porque la televisión y las revistas les vendían la idea de que todo eso era «nutritivo y divertido».
De ahí que alegar que se debe respetar nuestra «libertad de comer lo que nos dé la gana» es puesta en entredicho, dado que es muy dudoso que seamos realmente libres cuando tomamos esas decisiones de consumo totalmente sesgadas por la publicidad. Y, por otro lado, esgrimir el argumento de que la gente hambrienta de Guatemala va a mejorar su situación nutricional consumiendo calorías vacías provenientes de alimentos que pueden ser potencialmente tóxicos en exceso (si no, ver las altas tasas de diabetes que padece el país, que ya rondan el 8 %, según un reciente estudio de la Universidad de San Carlos de Guatemala), es poco menos que un chiste de mal gusto.
Así que la iniciativa de hacer que las grandes empresas que se enriquecen vendiéndole a la población sustancias perniciosas disfrazadas de alimentos estén obligadas a informar con claridad lo que contiene lo que nos venden, y que, además, colaboren un poco con la lucha contra las enfermedades que muchos de esos «alimentos» (digámosles así, para no cargar demasiado el texto) producen, parece, cuando menos, justo.
Por otro lado, el objetivo de la ley de ninguna manera es impedir que dichos productos se sigan vendiendo, o que la gente que así lo desee siga desayunando sus nachos con refrescos color neón. En todo caso, si la ley logra ser aprobada, ayudará a que nos enteremos un poco más de lo que consumimos, y el potencial aumento en el precio de dichos productos quizás sea un aliciente para que la gente invierta sus quetzales en productos más baratos y nutritivos. Y quien quiera seguir con sus mismos patrones alimenticios, pues no tendrá ningún problema. En este país hay libertad absoluta para envenenarse, pero al menos es bueno saber que lo estamos haciendo.
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