Las autoridades del puerto actuaron con celeridad para detener el tráfico cuando se hizo evidente que el barco iba a estrellarse contra la estructura del puente, pero no pudieron impedir la pérdida de vidas humanas. Un equipo de mantenimiento de ocho personas que realizaban trabajos de bacheo en el puente se precipitó a las heladas aguas del río. Dos de ellos fueron rescatados con vida poco después, una fortuna que el resto de miembros del equipo no compartieron. Tras lograr rescatar dos cadáveres, las autoridades suspendieron la búsqueda por las difíciles condiciones, declarando fallecidos a los demás integrantes del crew.
Esta clase de tragedias siempre producen congoja; sin embargo, hubo un hecho que añadió un impacto particular al evento. De las seis víctimas, cuatro eran centroamericanas: dos guatemaltecos, un hondureño y un salvadoreño, y los dos restantes eran mexicanos. Es decir, los seis miembros fallecidos del equipo eran trabajadores migrantes, todos provenientes de tres países localizados inmediatamente al sur de la frontera estadounidense, que realizaban una ardua tarea a deshoras y se encontraban, como se acostumbra a decir en la novela negra, en el momento y lugar equivocados.
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Este episodio deja un regusto especialmente amargo cuando se observan los acres comentarios emitidos con anterioridad por autoridades como los gobernadores de Texas y Florida, Greg Abbott y Ron DeSantis, y el mismo expresidente Donald Trump, todos ellos republicanos, que en repetidas ocasiones se han referido a los migrantes latinos con términos como «delincuentes», «violadores» o «elementos peligrosos». Los desdichados ciudadanos de nuestros países emprenden arduas travesías rumbo al norte buscando las oportunidades que aquí se les niegan, se emplean en labores duras y riesgosas que los ciudadanos de sus países de acogida no quieren realizar, a fin de ganarse la vida con dignidad y enviarles a sus familias remesas que les ayuden a abandonar sus precarias situaciones de vida. Todo ello en condiciones de honda vulnerabilidad, debidas precisa y generalmente a su precario estatus migratorio. Y aunque el caso del accidente de Baltimore es extremo, no es la primera vez que se ponen en peligro y pierden la vida mientras buscan un mejor mañana, como ya sucedió el 11 de septiembre de 2001, cuando un alto porcentaje de trabajadores migrantes latinoamericanos se contó entre las víctimas del atentado contra las Torres Gemelas del World Trade Center, por ser parte del personal de servicio y limpieza de dichas estructuras.
Está de más decir que nuestro objetivo más grande como nación debe ser llegar a un nivel de desarrollo que haga innecesario que la gente se lance a la riesgosa odisea de llegar a un país lejano para mejorar su nivel de vida, pero mientras ese objetivo se construye laboriosamente, debemos exigir que nuestros compatriotas migrantes reciban un trato digno en los países donde residen y trabajan, que se les reconozca como la parte fundamental de la fuerza laboral que son, y que no se les utilice en las mezquinas guerras políticas libradas entre las distintas facciones políticas de los países a los que arriban en busca de mejores condiciones.
Tenemos ejemplos de sobra de migrantes exitosos que logran hazañas que, lamentablemente, les hubieran sido muy difíciles de alcanzar aquí en su patria, como el caso de Marcos Andrés Antil, el brillante empresario q’anjob’al que tuvo que dejar su natal Huehuetenango en su adolescencia para seguir a su padre exiliado por la violencia política, y que terminó vendiéndole software a la Nasa a través de Xumak, la empresa que fundó tras culminar sus estudios secundarios y universitarios en Estados Unidos. También Luis Grijalva, el jovencito que se fue de Guatemala en brazos de sus padres, como un bebé de un año de edad, y hoy destaca en el atletismo profesional y no se cansa de expresar su ilusión y alegría por poder representar a Guatemala en las Olimpiadas de París 2024 (algo que no tendría ninguna necesidad de hacer o sentir respecto a un país que expulsó a sus padres por falta de oportunidades). Sin embargo, incluso los migrantes que no brillan bajo los reflectores de un triunfo notable y se dedican a labores más cotidianas y discretas, como los fallecidos en el accidente de Baltimore, se merecen por lo menos el reconocimiento de su búsqueda heroica de una vida mejor, y no ser vilipendiados con calumnias que les hacen parte de narrativas falaces impulsadas por intereses oscuros y alimentadas por estereotipos racistas, xenófobos y totalmente alejados de la realidad. Por lo menos ese obsequio les debemos.
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