Entiendo la violencia contra la mujer de muchas maneras: en el insomnio, producto directo del miedo; en los comentarios que hará cualquier fulano al leer estas letras; en el cuerpo propio y ajeno frente al simple acto de cruzar la calle a pie.
En fin, el insomnio me sirve para acuñar obsesiones, como la que actualmente tengo con el caso de Giséle Pelicot. Pienso en el miedo común y en que ojalá que lo que esta señora ha pasado no pase desapercibido. ¿Cómo puede ser que seás atacada salvajemente en tu propia casa y que el agresor sea una de tus personas más cercanas? «La vergüenza tiene que cambiar de bando» me retumba en las orejas como campana. Giséle Pelicot está haciendo posible una hazaña social: en el juicio que se lleva a cabo a puerta abierta, los trapos sucios se lavan a la vista de todos.
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Uno de los episodios más dolorosos de mi vida es (porque sigue siendo) aquel en el que tenía 20 años y mi papá decidió que agarrarme a golpes era una buena idea y que así lograría que yo «obedeciera» y «llegara más temprano» a casa. Claro, los golpes y gritos eran cotidianos en mi casa. Cincho, chancleta y puño eran justificables a toda edad y en todo momento. Sin embargo, esa vez —que también fue la última— resultó distinta porque alguien de fuera se dio cuenta y tomó acción. Se exhibieron abiertamente los trapos sucios de mi casa, digamos.Y digo abiertamente porque muchas personas sabían de la violencia, pero nadie se había interesado en intervenir, hasta ese momento.
Me recuerdo cursando el primer año de universidad, parada en el umbral del aula, cuando mi catedrática de Introducción a la Psicología se me acercó con mucho cariño y me dijo: «Patoja linda, vi las marcas en su brazo y su cuello…» y yo sentí mis piernas aguarse de vergüenza. Me había tapado con una blusa azul de manga larga y cuello alto, pero se había dado cuenta. Qué vergüenza. «No me tiene que contar si no quiere, pero sepa que eso no debería estar pasando. A partir de hoy ya no está sola, ahora estoy yo».
Fue la última golpiza que recibí en casa: después de ese día decidí irme. Y mal que bien lo cumplí, me fui como pude y jamás regresé por otra. Me lo juré a mi misma y lo sostengo como una medalla de mérito que cargo secretamente colgada en el pecho. Me da vergüenza aún. Y no estoy segura de por qué. Pero tal es mi sentir que no creo animarme a publicar estas líneas.
El día de la blusa azul, ella se ofreció para acompañarme a presentar una denuncia. Le dije que no, que me daba vergüenza. Casi treinta años después sigo pensando que debí acudir ante las autoridades. Este es un profundo remordimiento que me ha perseguido desde entonces. Pero de alguna manera lo hago hoy, denuncio lo que me ha pasado porque mi palabra vale más que un montón de trapos sucios, el silencio cómplice de casi todos y un puño de vergüenza que no es mía.
Cambiar de bando, que un poco de coraje nos permita descubrir el rostro agresor y colocar la vergüenza del lado de esta sociedad que responsabiliza y estigmatiza al sobreviviente.
No me creo capaz de la entereza que tiene Giséle Pelicot. Pero de una cosa estoy segura: a partir de ella vamos a cambiar la forma en la que vemos y justificamos la violencia. Incluso habrá quienes sigamos luchando por erradicarla contra viento, marea y vergüenza.
Continuará...
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