He debido salir a hacer una diligencia, y conforme cae la tarde puedo presenciar cómo el asfalto empieza a cobrar vida y a estallar en aparente combustión espontánea, produciendo antorchas por doquier, rodeadas de la algarabía de sus portadores. Logro llegar a casa con relativamente poco esfuerzo, lo cual agradezco, pero más tarde escucho historias del caos vial que se forma debido a estas ígneas maratones patrias. Conforme el día catorce va muriendo, y se acerca el quince, los corredores de las antorchas se van transmutando en ejércitos de muchachos uniformados a la usanza militar, que desfilan por las calles de la ciudad somatando tambores y haciendo resonar fanfarrias de cornetas en una espectacular cacofonía.
El caos, en este caso, se limita al centro de la ciudad y algunas áreas aledañas, ya no al país entero, pero es caos al fin y al cabo. Año tras año se repite la historia, y los guatemaltecos que no participan de las festividades saben que deben planificar con cuidado sus actividades, y evitar salir más que para lo indispensable, si no quieren quedar atrapados, o peor aún, verse arrastrados, por la llameante y estrepitosa marejada de fervor patrio, sacrificando en el ara de la patria horas y horas innecesariamente perdidas.
Y año tras año también, en diversos círculos, las múltiples expresiones de celebración independentista generan encendidos debates sobre su pertinencia o no. Es un hecho que, en un país que ofrece pocas oportunidades de verdadera realización personal y desarrollo humano, la posibilidad de formar parte de un evento magno y fastuoso, dedicado a un ideal elevado como lo es la independencia tal y como nos la venden desde la escuela, es algo que emociona, cohesiona e ilusiona a muchos jóvenes —y no tan jóvenes— que no tienen otras posibilidades de expresión o pertenencia a lo largo del año.
Por otro lado, es innegable que inculcar a rajatabla disciplinas y valores militaroides a los jóvenes, vinculando en su mente el amor a la patria con prácticas de obediencia ciega y repetición de actos automáticos como los que se implican en la realización de un desfile al estilo de los que se hacen aquí para conmemorar el quince de septiembre, no es la mejor manera de formar a los ciudadanos de una patria libre. De hecho, los términos «obediencia», «repetición» y «mecanicismo» son bastante opuestos a los ideales de independencia y libertad que se supone se celebran por estos días.
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En cuanto a los felices antorcheros, su expresión es mucho menos militarizada y más jovial, pero no se entiende bien la necesidad de sumir al país entero en un pandemónium vial cada año para festejar la identidad de la nación. Lo cual nos lleva a la idea misma de lo que es la identidad nacional, algo que consistentemente brilla por su ausencia en Guatemala. Constantemente vinculamos nuestra identidad ciudadana a circunstancias y hechos como los triunfos (escasísimos, si no es que prácticamente inexistentes) de la selección nacional de fútbol, al consumo de determinadas marcas de cerveza o, peor aún, a la belleza del panorama con sus volcanes, lagos y ríos, que llevan millones de años de estar ahí (más limpios que antes de la llegada del Homo sapiens, eso sí), y seguirán otros cuantos millones más cuando la humanidad se autodestruya o abandone el planeta para colonizar el cosmos (o ambos). Esto nos remite al poeta chileno Nicanor Parra, quien decía, refiriéndose al fervor patrio de sus conciudadanos, que «creemos ser país, y no somos más que paisaje».
El ideólogo y político mexicano José Vasconcelos planteó la noción de la «raza cósmica» para referirse al producto del mestizaje en su país, y en las Américas en general. México ciertamente tiene una noción más arraigada y sólida de identidad, basada en raíces culturales, tradiciones, gastronomía y hasta logros políticos y económicos. Y en otros países con identidades poderosas ni siquiera se plantean la cuestión. Yo jamás he conocido un alemán que diga «yo soy puro alemán, y orgulloso de serlo». Es más bien la existencia de un Estado sólido, de una industria desarrollada, de una ciudadanía educada y plena lo que hace que los habitantes de otros países tengan una clara conciencia de su ethos nacional.
Mientras que en Guatemala nos negamos testarudamente a reconocer la deslumbrante diversidad histórica y cultural del pueblo que habita esta tierra y a abrazar el enriquecimiento que provendría por fuerza de la aceptación de todos sus elementos. Todo lo cual pasaría necesariamente por enfrentar y aceptar los lados más oscuros de nuestra historia, como el atropello criminal que representó la conquista, y el reciente genocidio perpetrado contra los pueblos originarios del país. Solo al incorporar todas las aristas y elementos del país podemos aspirar a tener una verdadera identidad nacional, la cual podamos celebrar dignamente cada quince de septiembre.
Todo esto nos llevaría, por supuesto, a los caminos más tortuosos de la fecha en sí. Porque el quince de septiembre las élites criollas del país declararon la separación de la capitanía general de Guatemala (que incluía a toda Centroamérica) del imperio español, ya fuera por no querer pagarle impuestos a la corona o porque le tenían pánico a los aires libertarios producidos por la promulgación de la Constitución de Cádiz (la famosa Pepa) en 1812, según a quién se le pregunte, solo para anexarnos al imperio mexicano menos de un año más tarde. Bonita idea de independencia la que tenían los próceres. No fue sino hasta el 1 de julio de 1823 que las Provincias Unidas de Centroamérica se independizaron plenamente de ese nuevo y fugaz imperio del norte, y pasaron a ser una república verdaderamente autónoma, aunque lamentablemente también de vida efímera.
Y luego, fue el 21 de marzo de 1847 cuando el «presidente vitalicio» (eufemismo para dictador) Rafael Carrera Turcios nos independizó de nuestros hermanos centroamericanos, declarando el nacimiento de la vida jurídica de la República de Guatemala. Así que ahí lo tenemos, 15 de septiembre, 1 de julio, 21 de marzo: tres potenciales fechas de la independencia de Guatemala. La cual, insisto, deberíamos celebrar con alegría y emoción una vez logremos tener un país verdaderamente funcional que brinde bienestar, servicios básicos y desarrollo humano a todos sus habitantes. Lo demás es pólvora quemada y caos vial.
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