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Un larga fila de necesitados - entre niños, mujeres y ancianos - espera la apertura del comedor social de Cobán, Alta Verapaz, en la madrugada del 14 de abril. Eduardo Say

Comedores Sociales: un programa que reparte pocos alimentos para millones de personas afectadas por la inseguridad alimentaria

La crisis de la población q’eqchi’ es histórica. La falta de interés y atención de los gobiernos para cambiar el sistema y proveerles de recursos para desarrollarse avivan la conflictividad social.
En el país hay 102 municipios en donde la pobreza es mayor al 70% y en donde el gobierno no ha instalado un comedor social de este tipo
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Comedores Sociales: un programa que reparte pocos alimentos para millones de personas afectadas por la inseguridad alimentaria

Infografía: Suandi Estrada
Foto: Eduardo Say
Vídeo: Eduardo Say
Historia completa Temas clave

¿Cuánto estaría dispuesto a sacrificar para alimentar a su familia? Una mujer maya q’eqchi’, su hijo y su nieta caminan a diario tres horas para alcanzar un desayuno en el Comedor Social estatal. A diario el gobierno sirve 43,200 raciones a nivel nacional. Esto es un plato de comida para el 0.004% de la población que vive en pobreza y tiene dificultades para proveerse una alimentación adecuada.

Esta historia retrata a una familia que durante varias generaciones ha vivido en la marginalidad. Una familia que ha estado presente en las estadísticas y los informes de la pobreza y la pobreza extrema y también lejos de las posibilidades de desarrollo. Literalmente lejos.

La protagonista es Olivia Xicol, 52 años, maya q’eqchi’, madre de un niño de 12 años y abuela de una niña de 13 a la que cuida como hija. Sin dar más detalles del contexto familiar, se presenta como madre soltera, sin educación formal, desempleada, residente de San Luis Las Orquídeas, una comunidad que lleva años de lucha por la legalidad de la tierra que habitan en una zona montañosa de Cobán, Alta Verapaz.

No ha sido difícil dar con ella y los dos preadolescentes. Una mañana de abril hacen fila para ingresar al Comedor Social que administra el Ministerio de Desarrollo Social (Mides) en Cobán, Alta Verapaz.

De los 22 departamentos que componen el país, Alta Verapaz es el tercero con más extensión geográfica y el segundo más poblado (1,4 millones de personas). Tiene abundante riqueza natural que lo convierte en un atractivo turístico y en un foco de explotación económica. En el territorio hay hidroeléctricas y se produce café, cardamomo y aceite crudo de palma que terminan en el mercado internacional. Todo ese potencial económico pasa frente a la vista de las poblaciones q’eqchi’ sin que esto signifique una transformación para sus vidas.

La exportación de palma, por ejemplo, fue de 715,4 millones de dólares en 2021, un 51% más que en 2020 debido a la alta demanda internacional. Generó apenas 813 empleos formales en el departamento y, según la Gremial de Palmicultores, significó 21,131 millones de quetzales al Producto Interno Bruto de Alta Verapaz. Las cifras no tienen trascendencia para la mayoría de la población que sufre tantas necesidades, abandono y marginación.

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Los datos del Censo Nacional indican que en Alta Verapaz el 85.9% de la población vive en pobreza y el 50.9% sobrevive en la pobreza extrema, lo cual significa que la mitad de los habitantes son vulnerables a padecer hambre y a morir por desnutrición. Para tenerlo claro, la pobreza es la colección de necesidades básicas insatisfechas. Una persona en pobreza extrema no tiene ni vivienda digna, ni acceso a servicios básicos para asegurarse un nivel sanitario adecuado; quien es cabeza de hogar y se ocupa del sustento familiar no posee educación y por lo tanto carece de capacidad económica para consumo.

La crisis de la población q’eqchi’ es histórica. Han vivido el despojo de tierras desde la conquista, lo cual se agravó con el reparto de tierras comunales para el cultivo de latifundios de café  (principalmente a ciudadanos alemanes)  y con el conflicto armado interno, en donde varias comunidades fueron masacradas por el Ejército. La falta de interés y atención de los gobiernos para cambiar el sistema y proveerles de recursos para desarrollarse avivan la conflictividad social.

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Todo se ha agravado por la pandemia, las tormentas tropicales que provocaron diluvios que en pocas horas arrasaron con las cosechas en 2020 y 2022 y la guerra Rusia-Ucrania que provocó el incremento de precios de fertilizantes, alimentos y combustibles.

En este contexto, Olivia Xicol sobrevive, igual que lo hacen miles de personas más en todo el departamento y el resto del país.

No tiene vivienda propia, porque la comunidad a la que pertenece apenas obtuvo la confirmación de que les darán las escrituras de propiedad comunitaria de la tierra. Al haber sido una comunidad irregular por tantos años, no tiene acceso a servicios básicos como agua, energía eléctrica o infraestructura sanitaria. Olivia no pudo estudiar, como le sucede a miles de mujeres, así que sus opciones de empleo se limitan a lavar ropa o hacer limpieza.

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Cuando consigue que la contraten, «por un día entero me dan 75 quetzales» dice. La precariedad de sus finanzas se agrava cuando alguno de los niños se enferma. «La semana pasada mi nieta se enfermó y tuve que gastar en medicinas, porque en el hospital solo dan recetas» explica.

Ante la multiplicidad de carencias, para ella no es descabellado hacer que los niños se levanten de lunes a viernes de madrugada para hacerlos caminar entre terrenos escarpados para ir al Comedor Social y luego ir a la escuela y regresar a la casa. Una jornada que inicia a las 5:00 de la mañana todos los días y termina a la 1:00 de la tarde.

Su nieta no pone peros y se levanta rápido. Su hijo a veces no quiere salir de la cama. «No me voy», le dice a Olivia. En la montaña en la que viven, el frío cala profundo en la madrugada, pero  quien se da el lujo de dormir un poco más se queda sin la única buena comida que hará en todo el día.

El Mides opera 72 Comedores Sociales en 19 de los 22 departamentos del país. El programa lleva 14 años de existencia, fue creado durante el gobierno de Álvaro Colom, pero ha sido en la administración de Alejandro Giammattei (2020-2024) que el programa ha tenido más cobertura. Aunque la proporción de comedores por departamento no corresponde a las dimensiones de las necesidades de la población.

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En el país hay 102 municipios en donde la pobreza es mayor al 70% y en donde el gobierno no ha instalado un comedor social de este tipo. Tampoco hay comedores en todos los municipios que la administración de Giammattei señaló como prioritarios en la Gran Cruzada Nacional por la Nutrición. Solo hay comedores en 11 municipios de 114 identificados por tener altos indicadores de desnutrición.

En Alta Verapaz, por ejemplo, solo hay tres comedores. Además de Cobán, al que asisten Olivia Xicol, su hijo y su nieta, hay uno en Senahú y otro en la aldea Telemán, en Panzós. En Panzós, las autoridades municipales declararon alerta naranja ante el aumento de casos de desnutrición, en especial del tipo kwashiorkor o desnutrición proteica en marzo de 2023.

Tanto Senahú como Panzós tienen las peores condiciones de pobreza de todo el departamento. Ahí el 92.2% y el 91.1% de la población es pobre, pero sirven la misma cantidad de raciones de comida que en los demás Comedores Sociales que funcionan en todo el país.

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La asignación diaria es de 250 desayunos y 350 almuerzos. Esto es 600 platos de comida en cada comedor, lo que significa que la ayuda del gobierno es útil, pero se convierte en una gota en un mar de necesidades.

Por esa razón no es ilógico que en estos comedores se arme una batalla campal cuando se reparten los alimentos. En Telemán, aldea de Panzós y Senahú, que funcionan desde noviembre de 2022 y diciembre de 2021, la hora del almuerzo es un caos.

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Las mujeres, niños, hombres y personas de la tercera edad se agolpan durante horas afuera de los establecimientos municipales, en donde funcionan los comedores, para lograr un espacio. El clima vaporoso hace que los pequeños se desesperen muy rápido. Un vendedor de helados aguarda bajo el sol calcinante a que alguien ceda y le compre un cono por un quetzal.

Las encargadas de los comedores de Telemán, en Panzós y Senahú, que son empleadas del Mides, siguen la misma dinámica que en Cobán: en la mañana le dan de comer a grandes y chicos y en el almuerzo privilegian a los mayores y dan platos para que dos pequeños compartan. Es tal la cantidad de personas que ejercen presión en esa fila, que a la portera le toca aplicar la fuerza para evitar que todos entren al mismo tiempo cuando abre la puerta para permitir el ingreso a pequeños grupos de personas.

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En cambio, en el comedor de Morazán, el Progreso, la dinámica es más relajada. Las personas empiezan a llegar de a pocos y la sede está abierta todo el tiempo, entre el desayuno y el almuerzo. Un día de abril, un anciano esperaba dentro de la casa en la que funciona el comedor, con la pierna lastimada reposada sobre otra silla, mientras afuera algunas señoras pasaban el calor sentadas bajo la sombra.

El comedor de Morazán fue inaugurado en noviembre de 2022. En este municipio viven 12,703 personas, pero a diferencia de Alta Verapaz, aquí el porcentaje de pobreza general es poco común: 39.3%. Es decir que el 60.7% de las personas pueden garantizarse la alimentación porque son catalogadas como «no pobres».

El comedor de Morazán, como la mayoría de los que funcionan a nivel nacional, está ubicado en el área urbana. Aunque atiende a personas con necesidad, como Miriam Morales, de 41 años y su familia de seis integrantes entre niños, adolescentes y adultos, deja fuera de la cobertura a quienes residen en las zonas rurales y tienen más dificultades para tener acceso a trabajo y proveer alimentos.

Miriam Morales vive a ocho minutos del comedor de Morazán, en una pequeña casa alquilada, y cuando se le pregunta sobre la calidad de la comida y el servicio, no duda en hablar de los beneficios del programa gubernamental. «A mí no me da pena venir a comer aquí, no me da vergüenza, esta es una gran ayuda para mi familia, todos venimos aquí», asegura, mientras aguarda a que llegue el camión con la alimentación del día, porque en este lugar no está ubicada la cocina.

A Miriam le acompaña su hija adolescente de 16 años, madre de una niña de cuatro años que reposa casi desmayada en los brazos de su abuela. Tiene dos niñas más, de tres y cinco años, que corretean por el pasillo del edificio. El hijo de 18 años y su esposo llegan a mediodía para recoger el almuerzo.

Miriam es viuda y se volvió a casar, pero no tuvo educación, por lo que no tiene acceso a empleo formal. Su esposo es jornalero y cuando pica piedra o lo contratan como recolector de basura en la Municipalidad, logra hasta 700 quetzales semanales que sirven para pagar el alquiler, la luz, el agua y las medicinas.

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«Mire esta niña –señala con la boca a la pequeña que tiene en brazos como si fuera una muñeca de trapo que solamente da signos de vida  cuando tose—, se enfermó y me agarró sin pisto. En el centro de salud solo dan recetas y yo tengo que ver cómo le consigo la medicina», dice. Se refiere a su nieta, cuyo padre es un adulto de casi 40 años. No fue procesado penalmente a pesar de que la ley contra la violencia sexual estipula que toda relación sexual con una persona menor de edad es considerada como una violación.

Miriam dice que nunca le han puesto peros para darle comida a las niñas pequeñas. Desde que el comedor funciona, hace seis meses, van por el desayuno y el almuerzo al comedor. Como es natural, las niñas comen poco y lo que sobra se prepara para la cena de toda la familia. De esta manera solucionan los tres tiempos de alimentación cinco días por semana, que son los días en que atiende el comedor.  Cuando la entrevistamos era su cumpleaños. «No tuve dinero ni para comprarme una libra de carne, pero mire, por lo menos aquí me dieron mi plato de comida», dice con un tono de fuerza interior que refleja en su rostro.

La hija de Miriam, que se convirtió en madre siendo una niña, dejó por completo los estudios por la maternidad, pero también porque sufre convulsiones que la hacen caer al suelo de golpe, según cuenta su madre. No tiene acompañamiento de ninguna institución para rearmar su proyecto de vida y aunque el Mides tiene un programa, entrega aportes económicos a las niñas víctimas de violencia sexual que enfrentan maternidad, pero solamente les da cobertura  hasta los 14 años.

Miriam, sus hijas y su nieta pasan con tranquilidad por el control biométrico del Mides, que es un registro instalado en cada comedor para reportar los nombres y el número del Documento Personal de Identificación de todas las personas que recibieron el beneficio en el desayuno y el almuerzo. A ninguno de los beneficiarios se les hace una evaluación que corrobore su necesidad. Tampoco se lleva un control de la periodicidad con que utilizan el servicio.

El propósito del Mides es ambicioso en lo teórico, pero limitado en la práctica. El objetivo general de los Comedores Sociales es «Brindar a la población vulnerable acceso a la alimentación, mientras dure su situación de vulnerabilidad o crisis». En varios documentos se menciona que también busca contribuir a la reducción de la desnutrición, pero en términos reales no hay una meta de población a la que quieran alcanzar, tampoco se establece un acompañamiento con otro programa para ayudar a que una persona salga de la vulnerabilidad y ni siquiera hay certeza de que las personas vulnerables que hacen la fila podrán tener acceso a un plato de comida.

En Cobán, Alta Verapaz, Olivia Xicol, su hijo y su nieta, igual que miles de personas, madrugan para estar entre los primeros de la fila para el desayuno. Si llegan un poco tarde se arriesgan a quedarse con las manos y el estómago vacíos. El almuerzo, en cambio, es una batalla perdida.

En tres ocasiones hizo el intento de apurar a los niños al salir de la escuela para llegar al comedor. En una ocasión alcanzaron a que les dieran un número que la encargada del comedor reparte para evitar que se aglomeren más personas de las que podrán atender.  Un número es el equivalente a un plato de comida.

«Les dije (al personal del comedor) que tan siquiera guardaran un plato para los niños, pero me dijeron que no podían, que era para las personas de la tercera edad. Entonces así me quedé», y cruza los brazos con más fuerza.

La dinámica de los comedores es repartir comida a los primeros que llegan hasta que se agota y tampoco hay certeza de cuánto tiempo repartirán la alimentación. Este año el gobierno disminuyó el presupuesto para los comedores en un 35% en comparación con el 2022. Pasó de 216.8 millones de quetzales a 140.3 millones.

Esta reducción del 35% del presupuesto implicó el cierre de comedores como el del municipio San Juan Chamelco, en Alta Verapaz. Si en 2022 alcanzaron a repartir nueve millones de raciones, en 2023 servirán un aproximado de cuatro millones menos. Sin el comedor, Olivia Xicol solo puede proveer «frijolitos, arroz, a veces fideos y tortillas» para cubrir los tres tiempos de comida. Cuando se le pregunta cuánto dinero necesita para cubrir sus gastos dice: «Yo no hago presupuesto. A veces hay trabajo y a veces no. Trato de ahorrar un poco porque todo está caro».

Además, con sus escasos ingresos, tiene que pensar en comprar elementos básicos de higiene, como jabón, «y cuesta nueve o diez quetzales», se queja.

Los 72 Comedores Sociales que operan en el país sirven a diario un plato de duroport que tiene tres divisiones. El espacio principal es para los huevos (cocinados en diferentes modalidades) con algún embutido, en los otros dos sirven frijoles enteros o colados, a veces, un trozo de queso o un poco de crema, dos raciones de pan, un vaso de atol y una pieza de fruta. El almuerzo incluye carne de res, pollo o cerdo. Verduras cocidas, sofritas, al vapor, ensalada de verduras o arroz. Refresco, tortillas y también una fruta como postre.

Olivia Xicol recibe otra ayuda que le permite subsistir. Su hijo y su nieta cursan sexto grado y reciben una bolsa de alimentos, cada uno, como parte de la alimentación escolar del gobierno. El paquete contiene maíz, frijol y arroz en grano, azúcar y avena u otras mezclas en polvo para preparar bebidas. Aceite y, según la información que da el Ministerio de Educación, también proveen verduras o frutas y, a veces, huevos.

El aporte es significativo, pero poco variado y tiene poca proteína. Para Olivia es impensable comprar carne, así que a ella y a los niños les queda adaptarse a lo que tienen.

Olivia carga con el peso de que su nieta perdió el año y, en el actual ciclo, cursa de nuevo sexto primaria. «(Mi nieta) dejó el año porque no pude ayudarla. No supe hacerlo», excusa Olivia, como si fuera responsable de que el sistema educativo nacional no estuviera preparado para proveer herramientas de aprendizaje a los niños en los tres años en los que las escuelas estuvieron cerradas, de 2020 a 2022.

Esta madre y abuela quiere que los niños continúen sus estudios, pero no piensa en el futuro. No se puede pensar a mediano o largo plazo cuando la inmediatez apremia.

El Mides tiene un Viceministerio de Protección Social que coordina otros programas que podrían beneficiar a esta familia, como la distribución de transferencias económicas: el Bono Social otorga transferencias condicionadas con énfasis en salud y en educación; la Bolsa Social permite comprar alimentos. Otros, implican capacitación y educación: La Beca Social Artesano, la Beca Social de Educación Media y la de Educación Superior, y el programa Jóvenes Protagonistas (que ofrece talleres técnicos) y el Comedor Social.  

Sin embargo, nada asegura que puedan optar al beneficio o que alcance el presupuesto para incluir a alguien más. Los programas sociales, escasos en presupuesto y en impacto social, terminan siendo una lotería que pocos pueden ganar.

 

 

 

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