No es propiedad del funcionariado ni del gobierno de turno, es administrada por aquellas personas que, mientras estén en funciones, son servidoras y servidores públicos, tienen la responsabilidad de resguardarla y ordenarla, pero no de adueñársela. Por eso, su obligación es proporcionar, publicar y difundir información sobre lo que hacen, el dinero que les es otorgado para cumplir con sus funciones y las actividades que impulsan. De no hacerlo –es decir, cuando ocultan esa información, la publican de forma escueta o ponen «peros» fuera de los que el propio marco legal estipula–, incurren en una forma de violencia institucional, porque violentan el derecho humano a saber.
En Guatemala, el 23 de septiembre de 2008, luego de un largo proceso de ires y venires, se aprobó la Ley de Acceso a la Información Pública (LAIP) cuya función justamente fue regular ese derecho en el país. Los principios de la ley son la máxima publicidad, transparencia en el manejo y ejecución de los recursos públicos y actos de la administración pública, gratuidad en el acceso a la información pública, así como sencillez y celeridad del procedimiento.
El proceso de aprobación de dicha ley, así como su implementación y las dificultades en su aplicación ha sido magistralmente documentado y presentado por el experto guatemalteco, periodista, investigador y académico Silvio Gramajo, en su libro «El Acceso a la Información Pública en Guatemala». El mismo fue presentado el 28 de septiembre en el marco del Día Internacional del Acceso Universal a la Información (#DiaInternacionalDelDerechoASaber) y de la conmemoración de los 15 años de la aprobación de la ley mencionada.
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Tal como explica en el prólogo el Dr. Juan Francisco Escobedo, el texto es sumamente valioso, entre otras cuestiones, porque es absolutamente oportuno en la actual crisis política y de regresión de derechos en el país. Además, porque presenta cómo se desarrolló el proceso de conquista de dicho derecho, registra cómo se construyó una correlación de fuerzas favorable y de qué manera nació la LAIP para poner una cuña a siglos de “patrimonialismo, corrupción y manipulación de los asuntos públicos”.
En la medida que se avanza en las páginas puede comprenderse que en estos años ha habido una disputa permanente entre quienes apuntan a extender los horizontes del derecho a saber y quienes quieren volver a la secrecía y opacidad. Prueba de dicha disputa han sido los ocho intentos de reforma a la ley en estos quince años, que han tenido como premisa, sobre todo, «volver a la antigua usanza de convertir el secreto en norma y no en la excepción».
De manera tal que el libro de Gramajo llega como un chinchín de memoria para recordarnos lo valioso de esta ley que no se puede dejar languidecer o fenecer. Porque tenerla ha significado el fortalecimiento de un modelo de convivencia más democrático, con menor opacidad y contra el autoritarismo. Lo que hoy toca defender con vehemencia.
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