Era el año de 1978, el mediodía del 20 octubre. Mi hermana Iduvina estaba a cargo de la Secretaría de Finanzas de la Asociación de Estudiantes Universitarios (AEU), en la Universidad de San Carlos, de la que entonces Oliverio Castañeda de León era secretario general. Yo contaba apenas con 14 primaveras. Y aunque a lo largo de ese año había participado asiduamente en las actividades de la Coordinadora de Estudiantes de Educación Media (CEEM) y en la Asociación de Estudiantes del Instituto Rafael Aqueche, a finales de 1978 la represión y los niveles de riesgo eran tales que mi hermana, siempre al pendiente de mí, prefería tenerme cerca. Por eso, como en muchas ocasiones, aquel 20 de octubre terminé formando parte del bloque universitario e incluso porté, junto con Antonio Ciani García, víctima de desaparición forzada dos semanas después, la manta de la AEU que conmemoraba un año más de la Revolución.
Marcha del 20 de octubre de 1978 (foto de Mauro Calanchina).
Al finalizar las marchas solíamos concentrarnos en el Parque Central o en el Centenario, frente a la concha acústica, para escuchar los discursos de encendidos oradores, en su mayoría dirigentes del movimiento campesino, popular, sindical y estudiantil. Aquella vez no fue la excepción. Y aunque mentiría si dijera que recuerdo con exactitud los discursos de cada uno, y en particular el de Oliverio o su conocida sentencia «¡mientras haya pueblo habrá revolución!», jamás olvidaré cómo, después de la actividad, se despedía del grupo mientras con su chumpa de tela de corduroy fino y su pantalón de lona azul con el ruedo volteado hacia afuera, maletín rígido en mano a la usanza de la época, bromeaba y sonreía despreocupado, al mismo tiempo que mi hermana se subía al asiento trasero de una motocicleta que ya con el motor encendido estaba lista para salir y se aseguraba de que su compañera Indiana me acompañara a la parada para tomar la camioneta de regreso a mi casa.
Indiana y yo habíamos atravesado la sexta avenida y caminado unos cuantos metros sobre las gradas del Portal del Comercio frente a la octava calle. Ella, radiante con su cabello perfecto y su uniforme blanco, con unos zuecos también blancos de agujeros diminutos en la piel, se burlaba de mi rostro avergonzado por que fuéramos de la mano, mientras con esa sonrisa que todavía conserva me decía que no me soltaría hasta que abordara la camioneta. Nos detuvimos y esperamos unos instantes apenas bajo el sol, sobre la octava calle, a que llegara la camioneta número 12, cuando estalló ese inconfundible sonido, esa espantosa lluvia horizontal e incandescente que caracteriza a la ráfaga de metralleta. El pánico inundó el espacio, rostros horrorizados como los que había visto hacía dos años en el terremoto, pero también un horror distinto, pues, aunque los gritos sonaban idénticos, el epicentro no estaba en la tierra, sino en el aire. Escasos fueron los segundos que transcurrieron entre ese grito de profundo dolor que emitiera Indiana nombrando a Oliverio y su mano jalando la mía todavía, intentando correr en dirección hacia el origen del sonido de los disparos, pero era inútil. El caos producido por el torrente de personas que corrían aterradas en dirección opuesta terminó apartándonos y la perdí de vista. En ese momento entré en una especie de trance que me hizo sentir que estaba en otra dimensión y que me permitía ver todo lo que sucedía a mi alrededor en cámara lenta, paralizada. A esa velocidad irreal vi cómo volaban por los aires tarjetas de felicitación, prendas de ropa íntima y los mismos canastos, así como las cajas en que los vendedores ambulantes colocaban sus ventas en el Portal del Comercio, y desde entonces todos esos objetos se quedaron allí, suspendidos en el aire.
Como no pude avanzar hacia la sexta avenida y alcanzar a Indiana, seguí caminando totalmente desorientada, pero a toda prisa, sobre el Portal. Justo antes de llegar al final, sobre la séptima avenida, encontré a Édgar, un estudiante de Arquitectura. No recuerdo su apellido, pero llevaba siempre lentes oscuros por la pérdida de uno de sus ojos. Me preguntó qué había pasado y apenas murmuré algo de los disparos. Me dijo que me dirigiera a la Casa del Estudiante, que se ubicaba cerca del periódico El Imparcial, y que no me moviera de allí hasta que él llegara. Así lo hice. Al entrar no podía dar crédito al hecho: ya se corría el rumor del asesinato de Oliverio. Pocos minutos después llegaron Rebeca Morales y el chino Canahuí destrozados a confirmar la noticia. Yo solo veía a Rebeca llorar sin poder decirle nada. Sentía la garganta seca y no podía respirar normalmente. Esperé a Édgar, que no tardó en aparecer y me acompañó a tomar la camioneta. Llegué a mi casa y con esa sensación de vacío en el pecho le conté a mi hermana Georgina que habían asesinado a Oliverio.
Treinta y siete años debieron pasar para que nos sacudiera de nuevo un 20, pero esta vez no fue en octubre y no hubo sangre ni violencia represora del Gobierno, pues estaba en jaque. Durante esos 37 años muchas cosas pasaron, muchas y muchos perdieron la vida, más de 200 000. Muchas y muchos continúan desaparecidos, más de 45 000. Hubo tierra arrasada, muchos golpes de Estado, muchos estados de sitio y desalojos que continúan el despojo de los bienes naturales a pueblos originarios. Se firmó una paz que no ha sido para nada firme y mucho menos duradera, pero terminó el conflicto armado interno sin que sus causas estructurales hayan sido resueltas. Se juzgó el genocidio y se invalidó el proceso. No obstante, sucedió lo impensable: a mediados de abril de 2015, la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) reveló la implicación de los gobernantes de turno en una red de corrupción y evidenció ante los ojos del mundo una parte de lo que durante décadas organizaciones de derechos humanos habían venido denunciando: los vínculos de altas esferas militares, que, además de violar sistemáticamente los derechos humanos, participaban en el manejo nada transparente de los recursos del Estado. Y entre ellos se encontraba precisamente el presidente, quien durante el juicio por genocidio fue acusado por uno de los testigos de participar en masacres contra la población civil.
Y aunque de la indignación generalizada surgió una convocatoria en redes sociales para una concentración masiva en la plaza central el sábado 25 de abril de 2015 exigiendo la renuncia de Otto Pérez Molina y de Roxana Baldetti Elías, presidente y vicepresidenta respectivamente, con el nombre y la etiqueta de #RenunciaYa, nosotras y nosotros, quienes desde hace más de 37 años hemos acumulado indignación, no pudimos esperar hasta entonces y nos dimos cita desde el 20 de abril a la una de la tarde, la misma hora en que Oliverio fue asesinado, siempre sobre la sexta avenida de la zona 1, pero esta vez a unos 300 metros de ese punto, en el vértice opuesto a la Casa Presidencial y contiguo al Palacio Nacional, al lado de compañeras y compañeros q’eqchi’ del Comité Campesino del Altiplano (CCDA), que en protesta por conflictos agrarios llevaban allí varios días.
Miembros del CCDA manifestando el 20 de abril de 2015 (foto de Andrea Estrada).
La emoción por que la indignación de todas y todos se sumaría era desbordante. Y esa especie de júbilo derivado de que la más mínima señal de justicia nos produjera un atisbo de esperanza luego de tanta impunidad histórica me llevó, en un arranque de ansiedad, a tomar lo que tenía a la mano para expresarlo. Y con una sartén a medio uso y una cuchara de metal tomados de la cocina de Udefegua, mi colega de oficina en ese entonces, Carlos Fernández, y yo nos encaminamos al punto a la hora indicada. En el camino nos encontramos a Lydia Castañeda y a su hijo Sergio Castañeda, quienes avanzaban con una sonrisa similar a la nuestra e igual decisión y energía. Conforme nos acercábamos a esa ya mítica esquina, podía ver los rostros también sonrientes de Jimena Castañeda, Alejandro Arriaza, Gabriela Carrera, Andrea Tock, Rebeca Lane, Ana María Cofiño, José Cruz, Francisco Piloña, Jaime Chicas, Gustavo Maldonado, Alejandro Flores, Mauricio Chaulón, María Aguilar, Paula y Natalia Arroyave, Judy González, Andrea Estrada y Xavier Soria. Poco a poco fueron llegando más, como Fernando Us, Marlon Meza, Byron Garoz y muchos otros rostros también conocidos y cuyos nombres desconozco o no recuerdo de ese día, pero que, cual rompecabezas que se logra armar después de estar mucho tiempo guardado, se convirtieron en esas piezas que, suspendidas en el aire dentro de mi memoria desde ese 20 de octubre de 1978, uno a uno fueron cayendo en el lugar que históricamente les correspondía mientras gritábamos consignas y nos reconocíamos sosteniendo la dignidad en esta lucha eterna como la tiranía de nuestra primavera, durante el primer plantón de esas jornadas, un 20 de abril de 2015.
Plantón el 20 de abril de 2015 (foto de Andrea Estrada).
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