Su columna es un resumen de puntos urgentes. Cosas como focalizar y priorizar el gasto público en los pobres, evaluar los gastos realizados —incluyendo pactos colectivos, jubilaciones y programas inefectivos—, incrementar la inversión per cápita en educación y salud, aumentar la carga tributaria, supervisar los proyectos, mejorar la contraloría pública y atender la deuda pública, especialmente la deuda municipal.
Es imposible pelearse con este listado. Imposible aun en temas en los cuales podría haber disenso técnico. Por ejemplo, señala Aceña que las transferencias en efectivo no funcionan, opinión con la que no concuerdo. Pero ello dice más acerca de la falta de evaluación y de su uso en administraciones opacas e ineficaces que acerca de la medida política en sí misma. Algo con lo que la columnista quizá hasta estaría de acuerdo conmigo.
Entonces, si es tan obvia la lista de lo que hay que hacer, ¿por qué resulta imposible convenir un acuerdo fiscal que consiga desarrollo? ¿Por qué llevamos 20 años de paz a medias? Mi sospecha es que, para llegar a acuerdos sobre lo que queremos, primero debemos aceptar el país que necesitamos. Sobre todo, debemos reconocer la sociedad que somos. El problema enfrentado una y otra vez desde la Constitución de 1985 —incluyendo las reformas constitucionales de 1994, los acuerdos de paz en 1996, el fallido pacto fiscal y hasta las propuestas de reforma judicial que hoy están sobre la mesa del debate nacional— es este: abundan buenas propuestas, con las que nadie se pelea, pero escasea la voluntad para aceptar sus implicaciones.
Ante cualquier innovación en políticas escogemos el no. Rechazamos cualquier innovación porque requiere admitir que el Estado que tenemos hoy no reconoce ni se reconcilia con la sociedad que somos de hecho. Ante una población dispersa y diversa se centralizan las instituciones, la educación excluye los idiomas indígenas, la salud pública limita sus servicios apenas a una fracción de la población que los necesita, la inversión social se maligniza aun cuando la gran mayoría de los ciudadanos son pobres y se ensalza la gran empresa a pesar de que la mayoría de las personas trabaja en la economía informal y de pequeña escala. Esto no sucede por defecto, sino precisamente porque el nuestro es un Estado solo para algunos: los que somos mestizos, urbanos, hispanoparlantes, capaces de pagar nuestros propios servicios y vinculados ya por familia, privilegio o casualidad a la economía formal de las empresas mayores.
Cuando, como Aceña, se reclama que la inversión sea más equitativa y eficiente, que la distribución del gasto sea progresivo y priorice a los más pobres y marginados (que aquí son rurales, mujeres y, sobre todo, indígenas), cuando se pide que la administración pública responda a la ciudadanía, se abre la puerta a un paraje que luego asusta. Espanta porque, si la intención es seria, exige reconocer la real existencia —como ciudadanos de pleno derecho— de gente que hoy no tiene parte en el Estado, de gente que este Estado, por diseño, ha dejado afuera y en silencio.
En este país, reclamar una inversión pública más equitativa y eficiente implica abrirse al multilingüismo. No como ocurrencia de especialistas, sino como realidad cotidiana en que conversan muchísimos guatemaltecos, incluso urbanos. Implica empoderar en sus propios territorios, en sus propios asuntos e incluso en materia judicial a quienes hasta aquí han sido sujetos pasivos —cuando no objetos— de la ley mestiza. Esto ya no gusta tanto. Ante el dilema entre la incertidumbre que provoca el afán de desarrollo y la seguridad que implica mantener la pobreza conocida, se apuesta por seguir igual.
La lucha contra la corrupción ya mostró que no se pueden cambiar las formas —pedir transparencia y rendición de cuentas sobre los dineros públicos— sin afectar el fondo —las relaciones opacas entre Gobierno y empresariado—. Lo primero, si se aborda con seriedad, acarrea necesariamente lo segundo. Igual ocurre más ampliamente con las políticas públicas, la inversión social y la identidad nacional. Tarde o temprano, pedir una base fiscal más amplia o exigir la reorientación eficiente del gasto público obliga a reconocernos un país diverso, a reconocer el espacio de los excluidos.
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