Agua Amarga
Agua Amarga
Martín Caparrós, autor de libros memorables como El Hambre o Contra el cambio, visitó a finales de 2019 la colonia El Limón, en la zona 18 de Guatemala, como parte del proyecto AguaCero. Esto vio.
Hace unos días se hartaron. Hacía varias semanas que los caños no traían ni gota de agua; los pobladores de El Limón reclamaban y las autoridades les decían que sí, que ya, que no se impacientaran. Hasta que aquella tarde, tarde, docenas salieron a la avenida y la cortaron. El corte no duró mucho: lo suficiente para crear el caos en esta parte de una ciudad acostumbrada al caos; en menos de una hora llegaron los antimotines, los gasearon, los corrieron. Los vecinos tuvieron que escapar, los medios les hicieron poco caso pero, unos días después, había vuelto a haber agua.
Algo de agua.
El Limón, en la zona 18 de la ciudad de Guatemala, es uno de los barrios considerados “zona roja”: la de mayor peligro. El Limón tiene un centro —la Colonia— y 14 asentamientos más precarios todo alrededor, con sus nombres de santos y esperanzas —del Cristo de Esquipulas a la Virgen de la Candelaria, de La Joyita a Holanda. La Colonia está en lo alto de una loma y es un barrio legal desde el principio y sus casitas son más sólidas, más firmes; los asentamientos fueron colgando en las laderas sus ranchitos precarios, pasillos duros, escaleras brutales. En El Limón todos son más o menos pobres y algunos pasan hambre. En El Limón el agua también es un problema.
—Aquí no hemos tenido agua, un montón de tiempo sin agua, nosotros, aquí. Y sin ese líquido, verdad, no podemos vivir. Nos ha pasado mucho que se vaya la luz, con eso sobrevivimos, pero sin agua no podemos, ¿verdad?
La señora Ana llegó a El Limón hace más de 25 años, con su marido y ya dos hijos. Venían de una provincia montañosa; creían que aquí, en la capital, podrían vivir mejor.
—Allá cultivábamos mucha verdura, allá sí que hay agua, todos tienen su chorro, están muy bendecidos. Y es lindo de vivir…
—¿Vivían mejor que acá?
—Por una parte, sí. Aquí al principio fue muy duro. Pero, por otra parte, los patojos se desarrollan mejor aquí que allá, tienen su carrera, Dios mediante…
Me dice doña Ana, retorciendo un rosario con su cruz, y que una hija ya es perita mercantil y otra también está graduada y que son seis y a cada uno le pudo dar su educación y allá en Palencia nunca habría podido y que además allá la gente se moría un poco fácil, que las mujeres si el parto no les venía bien dado se morían, los niños a menudo se morían, dice, porque no hay doctores.
—Allá si se puede dar a luz normal, vivir normal, qué bueno, y si se complicó, ahí se quedan.
Su marido trabaja de albañil; ella hizo tortillas muchos años pero la espalda ya no aguanta. Así que acaba de poner en la salita de su casa un kiosco donde vende bebidas y unos pocos comestibles, y me dice que con eso va a poder terminar de educar a los hijos que le faltan:
—Gracias a Dios hemos podido darles sus estudios, que con eso se pueden defender. A mí no me dieron estudios, yo no sé leer, y les digo a ellos ustedes tienen que estar en la gloria que saben todo eso… Qué hubiera dado yo por saber más cosas, tal vez no habría trabajado tanto…
Dice doña Ana, robusta, risueña, campechana: la imagen del migrante que sí lo consiguió: sacrificó su vida por los suyos pero, a fuerza de esfuerzos, les ha dado unas vidas mejores. Cuando nos despedimos le pregunto qué es ese tatuaje que tiene, medio borroso, en la muñeca derecha.
—No, nada, ayer fui al Preventivo a ver a mi hijo que tengo allá.
El Preventivo es una cárcel; de a poco, reticente, doña Ana me cuenta que dos de sus seis hijos están presos. La de 23 ya lleva cuatro años; el de 26 ya lleva siete. Ahora habla más bajo: que a la patojita le pidieron que fuera a llevar una bolsa y la paró la policía y adentro había una bomba; que el patojo justo estaba en Jalapa con unos amigos un día en que se armó una balacera y mataron como a veinte.
—Diosito ya me los va a sacar, hay que orar, pedirle al Señor que me los traiga.
Dice, pero su historia se le deshace entre los dedos, su voz se va perdiendo: habla, ahora, como quien quiere que las palabras callen.
La historia original siempre es la misma: el día lejano —pueden ser 25, 30 años— en que llegaron con su nailon y sus tres o cuatro bártulos a ocupar un trocito de terreno, barro y esperanza, para hacerlo su casa: para hacerse con una. La historia de justo antes puede variar un poco: algunos llegaron de sus montañas después de un terremoto, otros del campo después de un huracán, otros corridos por el hambre o las matanzas del ejército. La historia de la llegada es siempre igual: dificultades, mucho esfuerzo. Y la historia de después tampoco varía tanto: suele haber un matrimonio complicado o roto, varios hijos, algún momento de violencia, vidas difíciles, un dios con o sin curas, su punta de optimismo, algún final que la desmiente.
Pero siempre recuerdan aquel primer momento, cuando estaban llegando y vivían en los náilones, cuando podían hacerlo —te dicen, con nostalgia— porque no había tantos bandidos y se podía ser así, sin paredes ni puertas, sin cuidados. Entonces, por supuesto, no había caños de agua; los ocupantes caminaban cientos de metros con sus baldes. Después, poco a poco, consiguieron que la municipalidad pusiera algunas tuberías, y ahora la mayoría de las casas tienen una canilla o grifo o chorro —que, a menudo, se secan.
—Es muy difícil asegurar el agua en los asentamientos, porque uno presta un servicio para determinada cantidad de gente, se compromete a darle agua a esa cantidad de gente y de pronto hay unos que llegaron a invadir y como invadieron se sienten dueños del lugar y quieren agua y luz. Entonces llaman a la prensa, a las noticias diciendo que ellos tienen derechos, no sé qué. Pero están invadiendo, nosotros no nos comprometimos a brindar ese servicio; ellos tienen derecho al agua pero nosotros no podemos brindarles el servicio.
Dice Francisco Ruiz, el encargado de distribución de la Regencia Norte de Empagua, la empresa municipal de aguas. Hace meses hubo un derrumbe y se rompió una tubería de Empagua, la empresa municipal de aguas; hace semanas se rompió el motor de un pozo y la reparación fue complicada y tardó más de un mes. Entre uno y otro, casi no había agua en todo el barrio. De dónde la manifestación, esas protestas.
—¿Y entonces?
—Bueno, en general lo que hacen es conectarse ilícitamente porque necesitan agua, ¿verdad? Pero si están en un lugar que estaba previsto para tanta agua y de pronto necesitan tres o cuatro veces más, ¿cómo quieren que hagamos?
Para nosotros lectores, clase media de los países ricos, clase bastante alta de los pobres, el agua es una de esas cosas que damos por supuestas: abres el grifo o la canilla o pluma o chorro y sale, mana. No hay que pensar en ella; alcanza con girar ese tornillo. No pensamos, siquiera, en el cambio que eso implica: en los miles de años en que el agua fue laboriosamente conseguida y acarreada para ponerla, escasa, tan apreciada, en mesas y cocinas y pilones; en los miles de millones que la acarrean todavía. El agua, entre nosotros, ha logrado que no la pensemos.
Doña Gloria sabe cuidar el agua
Que el agua es una bendición, me dice doña Gloria, y que las bendiciones uno nunca sabe, que a veces hay, que a veces no. Y que el agua es así, que hoy hay, que mañana quién sabe, me dice, pero que no es solo el agua, que todo es así siempre, dice, con suspiro.
Doña Gloria vive unos cuantos escalones más arriba que doña Ana, y me cuenta que todas esas escaleras las hizo su marido, que era albañil, y que las hicieron gracias al padre Pedro, que Diosito lo cuide y lo proteja, y que tendría que haber visto el barrio entonces, que entonces sí que era difícil, puro barro, tierra, que para subir hasta aquí arriba se caían, y más si venían trayendo agua; que ahora no siempre hay pero es más fácil: que el agua llega un día sí y un día no y que entonces el día que hay guardan para los días que no, que ahí tienen sus botes y sus cosas.
—Estos otros días gracias a Dios llovió, entonces ponemos una manguera en el canal del techo y bajamos el agua de la lluvia para bañarnos, para lavar los platos. Hay que organizarse, ¿sabe?, organizarse. Nos lavamos las manos, guardamos el agua; lavamos los trastes en dos botes, para no gastarla, y esa agua de lavar las manos y los trastes la usamos en el baño, cada dos o tres patojos que hacen su pipí tiramos un poquito, una mitad del botecito, y así estamos, nos cuidamos, tenemos que pensarlo mucho.
La riqueza es descuido; la pobreza, digamos, lo contrario.
—Antes íbamos hasta la bomba, allá en la Juana de Arco, a traernos un bote de agua, tal vez tenía que hacer tres viajes al día.
La Juana de Arco está lejos: quince, veinte minutos caminando. Yo —la voz queda, como de circunstancias— le pregunto cuándo fue que murió su marido el constructor de escaleras y ella me mira raro; después casi se ríe:
—No, qué se va a morir ése, no se murió, se fue. Hace como 17 años se fue para los Estados Unidos y estuvo por allá, se consiguió otra señora; después volvió, pero conmigo ya no vuelve. Yo aquí siempre estoy, donde él me dejó.
En la casa viven también dos hijas, varios nietos. La hija mayor es enfermera pero sale, ahora, con dos bolsas de basura llenas de latas arrugadas: por cada libra de latas le pagan 3 quetzales, menos de medio dólar, y en una bolsa caben siete u ocho libras: son casi cuatro dólares, pero la enfermera me dice que no me crea, que ni sé el tiempo que se tarda en juntarlas.
—Pero si no hacemos estas cosas qué nos queda.
Me pregunta, y tampoco sé qué contestarle.
El agua es cosa de mujeres: son las mujeres de la casa las que usan el agua, las que limpian, las que cocinan, las que lavan los platos y las ollas, las que lavan la ropa y bañan a los chicos, las esclavas del agua. El agua —la falta de agua, los caprichos del agua— va ritmando sus tiempos: cuando hay que ir a buscarla, cuando hay que esperarla, cuando empieza la desesperación. El agua —en general y salvo honrosas excepciones— es territorio de mujeres, obligación de las mujeres, dolor de las mujeres.
(Para esos hombres que se creen muy hombres el agua es la vergüenza: lo que no es aguardiente, lo que no es cerveza, lo que no es cosa de hombres.)
Doña Vero sí sabe de dónde viene el agua
—Yo soy evangélica pero no tengo nada en contra de ustedes, porque Dios es amor, y Él nos ama a todos, como un padre que ama a todos sus hijos. Todos fuimos hechos por el Hacedor de la Vida.
Me dice antes que nada doña Vero, porque me vio llegar con dos misioneras dominicas, y repite, a los gritos:
—¡El Hacedor de la Vida, el único Hacedor, nuestro Señor!
Doña Vero es chiquita y curvada, muchos años, tantas arrugas pero la voz muy viva: dice que gracias a Dios por aquí estos días sí que cae el agua, un rato cada día, que en ese rato lavan y llenan y que está todo bien y que si no cae, entonces a veces viene la cisterna que les vende un tonel a 12 quetzales, pero muchos no compran porque no tienen su dinero, vea, me dice, y que de todos modos, cuando ni cae el agua ni hay dinero ella tiene su fórmula:
—Sí, yo pongo mi manita así en la manguera, así, mis cuatro deditos en la punta de la manguera y empiezo a orar, empiezo a orar y le digo Señor ilumina al señor de la bomba para que nos dé el agua porque la necesitamos, y entonces yo veo que el agua al momento empieza a hacer su bulla, y yo le digo gracias Señor, derramo mis lágrimas de gratitud por mi agradecimiento a Dios, y si no cuando estamos rogando y llorando y rogando Él envía la lluvia, como ayer…
Doña Vero puede hablar horas de su relación con su dios con esas palabras arcaicas, envaradas que les oye al pastor o a su radio: allí hay un idioma, y donde hay un idioma hay un esquema, y donde hay un esquema el mundo es un detalle secundario.
—El Señor nos lo manda y nosotros recogemos, nosotros recogemos. Al que hay que pedirle es a Él. Si vamos a hacer una manifestación no es bueno, hay golpeados, hay heridos, causamos mal a nuestro prójimo. En cambio mi Señor es puro bien, Él es el camino.
Insiste doña Vero, clara y convencida. Yo, humilde, compungido, le pregunto qué pasa que el Señor a veces no le manda su agua, que por qué:
—Es por la mucha rebeldía de la humanidad. En nuestra humanidad hay más gente rebelde que buena. Se rebelan contra Dios, no cumplen con sus mandamientos, roban, matan, pecan. Toman, fuman, mujerean, no siguen las órdenes de Dios que les dice no gasten su dinero en lo que no sea pan. Imagínese que yo me gaste mi dinero en un vestido de 200, unos zapatos de 300 quetzales, eso al Señor no le podría gustar y me lo haría pagar, ¿no le parece? Por eso Él a veces no nos manda la comida, el agua, así nosotros aprendemos.
Las teologías tienen respuesta para todo.
Pero después me dirán que el padre Pedro Notta, italiano, partidario de la Teología de la Liberación, el que todos recuerdan por su trabajo y por sus construcciones, se tuvo que ir del barrio, hace unos años, de un día para el otro porque lo amenazó de muerte una pandilla. Les pasó a varios más. Los líderes comunitarios que intentaban organizar a los vecinos reclamaban, entre otras cosas, más seguridad —y, así, los pandilleros los declararon enemigos. Llegaron a asesinar a algunos; otros decidieron escaparse; los más afortunados pudieron quedarse, alejados de cualquier actividad.
En cualquier caso, los que intentaban organizarse se desorganizaron. Así, en un barrio como este, es difícil conseguir casi nada. Ni agua, dicen.
Vivian precisa tanto el agua.
Su rancho son las paredes de madera y lata, piso de tierra muy lunar, tres camas grandes una al lado de la otra donde duermen una abuela, una madre, dos hijas y tres nietos, la ropa amontonada, la ropa colgando de las sogas, dos bombillas colgando también, el piletón afuera con sus tarros de plástico, los montones de restos: envases viejos, zapatos viejos, dos neumáticos viejos, un microondas de antes de la guerra.
—No, pobrecita, Vivian está allá al fondo, porque ella está postrada.
Vivian, me dice su hermana mayor, está postrada: Vivian está en una de las camas y junto a ella hay una tele chica y un chico de cinco, su hijo Kenny; su hijo mira dibujitos. Ella —su camiseta blanca, sus pantalones cortos, sus pantorrillas brutalmente flacas— mira al techo. Le pregunto qué tiene, si está enferma, y me dice una bala.
—Una bala, me tiraron una bala.
—¿Dónde te dio?
—Aquí me dio, en el pecho. Y me salió aquí por la espalda.
—¿Por qué, qué pasó?
—Me confundieron con otra, una que también se había pintado el pelo de canche.
Canche es rubio y Vivian me explica que estaba en un descampado ahí abajo, con su hijo, charlando con amigos, y que de pronto llegó uno y le metió la bala:
—A tres metros nada más estaba, aquí al ladito.
—¿Te diste cuenta del balazo?
—Sí, vi al que venía, levantó la pistola.
—¿Y no lo conocías?
—No, nunca lo había visto.
Fue hace un año, me dice Vivian, y que el miedo le dura todavía y que a la verdadera le metieron tres balas, un mes después, pero tampoco la mataron.
—Entonces ella se fue del barrio, nunca más se supo.
—¿Y ustedes no pensaron en irse?
—Y sí, pensamos, pero no tenemos el dinero. ¿Adónde quiere que vayamos?
Aquella tarde la llevaron a un hospital y la operaron; Vivian nunca volvió a mover las piernas. Ahora se pasa la vida en esta cama; a veces la sacan a la puerta para que tome el aire pero no es fácil, todos tienen sus cosas, dice, y se acomoda la bolsita de la orina y me explica que es cara, y que tiene que mantenerla limpia.
—Y sobre todo los médicos me dicen que tengo que tomar agua, mucha agua, la suficiente agua para que no se tape ni me den infecciones. A veces no tenemos tanta agua…
Me dice Vivian y me cuenta que, antes, cuando caminaba, buscó mucho un trabajo, porque a menudo cuando decía dónde vivía no la tomaban.
—Ah, sí, señorita, claro, ya vamos a llamarla.
Le decían y, por supuesto, nunca. Pero que estuvo a punto de conseguir un puesto de colocadora en un supermercado: que había llenado su solicitud y a los dos días de entrar al hospital la llamaron para decirle que la habían aceptado.
—Me aburro. No sabe cuánto me aburro en esta cama.
—¿Qué te divierte?
—Nada, no sé. Ni yo sé.
Me dice Vivian y que le dan dolores, hormigueos, malestares, y la tristeza sobre todo, el calor bajo el techo de lata, la horrible idea de que nunca, la tentación de que se acabe.
—Ellos me dijeron que no voy a volver a caminar. Nunca, dicen, nunca. Bueno, dicen que quizá con esos aparatos puede ser, no tan seguro, pero igual esos aparatos son muy caros, yo no puedo comprarlos.
—¿Cuánto cuestan?
—Unos 8.000, dijeron.
Ocho mil quetzales son mil dólares.
Hubo, me dicen, épocas peores: hasta hace cinco o seis años las muertes eran más frecuentes, más tremendas. Aquí en El Limón un gobierno mandó, como prueba piloto, unos destacamentos militares que lo pacificaron —relativamente—: las extorsiones siguen funcionando, las muertes también, pero algo menos.
La extorsión es la actividad principal de las bandas del barrio: amenazar a las personas para sacarles plata. La mafia original solía llamarlo protección: pagar para que ellos te protejan de ellos mismos. Aquí hacen eso: el que tiene un pequeño negocio tiene que pagar por sus ganancias, el que mejora su casa tiene que pagar por su progreso, cualquiera que parezca tener algo de plata, paga —o se escapa o lo matan. La extorsión es un capítulo importante de la historia de las peleas de pobres contra pobres: pobres que les roban a los pobres, ricos que se indignan a lo lejos.
—Y supongo que de vez en cuando necesitan matar a alguien para mostrar que cuando te amenazan están hablando en serio.
Le digo a Mike, un animador social que nació aquí y aquí trabaja.
—Bueno, no necesitan. Aquí todos sabemos que hablan muy en serio. No te preocupes, les tenemos confianza.
Hace unos días mataron, por ejemplo, a un herrero que, dijeron en el barrio, había hablado, había entregado armas. Pero te explican que ahora domina la Mara 18; que antes había varias pero la 18 ganó y se quedó con todo y que desde entonces, por supuesto, la vida es un poco más tranquila: hay menos balaceras, menos muertos. Son las ventajas del poder establecido.
Doña Odi no puede trabajar sin agua
—De aquí para arriba, en esta parte, no nos cae casi nada. A veces nos pasamos meses sin agua; ahorita ya tenemos cinco o seis días que no cae ni gota.
—¿Y por qué?
—Bueno, dicen que está escasa el agua. El otro día hicieron esa manifestación, que a mí eso no me gusta, porque los dañados son esos que vienen de trabajar y no pueden llegar, y les tiran las bombas, todos se ahogan, mi hijo se me ahogaba…
Su hijo ya tiene como 30 años; ella, más de 60, el cuerpo desbordante. Doña Odi tiene un puesto de comida en la calle principal, a unos 100 metros de la avenida; sin agua no puede preparar la comida que vende, lavar sus utensilios y cubiertos.
—Imagínese, los días que no tenemos es muy difícil trabajar. Y no sabemos qué hacer, imagínese. La verdad es que no lo sabemos.
Sin embargo doña Odi tampoco está de acuerdo con la manifestación del otro día; dice que hicieron avería, que tiraban piedras, que así no se puede.
—¿Quiénes eran?
—No sé, de aquí eran, porque no había agua en todo el barrio, en todo no había nada.
—¿Y después sí hubo?
—Después a los dos días, tres días ya cayó un chorrito. Poco, pero algo.
—¿O sea que la manifestación sirvió para que hubiera agua?
—Bueno, ellos nos dicen que no hay agua pero entonces cuando viene la manifestación resulta que sí hay agua, entonces sí que había.
—¿Y por qué lo hacen? Si la tienen, ¿por qué no la quieren dar?
—No sé. Eso es lo que nosotros no sabemos.
Doña Odi me cuenta que al principio no la pagaban, la robaban, pero que ella no invadió, que le compró el pedacito a uno que había ocupado y se había peleado con la esposa y quería irse, y que ella lo hizo sola, un día que su esposo no estaba se gastó el dinero que tenían en comprar este trozo porque así de repente le avisaron y allí se fue con sus siete hijos de entonces y que cuando él llegó estaba tan enojado —“su carácter de él es mero difícil, sabe”— y le dijo que se iba y ella le dijo andate, yo no nací acompañada, yo nací sola y aquí me quedo con mis hijos, que uno lo que lucha es por los hijos, y al final él se quedó, pero era pura tierra, corrían los aguajales por abajo de las camas, ahí sí que teníamos todo el agua que queríamos. Para tomar y lavar, nada; para embarrarnos, toda.
Su casa es sólida y casi subterránea, con solo un ventanuco muy alto que más que luz trae sombras. Doña Odi tuvo diez hijos; tres se le murieron chicos, siete viven. Ahora tiene nietos y discute con una de sus hijas sobre la cantidad: negocian, al final, en 19 nietos y cuatro bisnietos —pero no se ven muy convencidas.
—Ahorita tenemos como cinco días que no llega agua, la tubería está seca.
—¿Y entonces ahora de dónde la saca?
—Todavía me queda. Yo cuando viene el agua lleno todo, mis toneles, mis botes, docenas de botellitas tengo ahí llenas de agua, que a pesar de que son botellitas agarran bastante agua, así que me dilata como quince días… Y al terminar el agua tenemos que comprar agua y jalarla hasta aquí, vaya a saber. Y cuando hay, hay que velarla.
—¿Hay que velar el agua?
—Claro, velarla, mire, cada noche. Que hay que estarse levantando a la noche cada ratito de la cama, no sea que venga el agua y se vaya sin que uno pueda lograrla…
Don Francisco, el funcionario de la compañía de aguas, dice que es muy difícil:
—Es un proceso muy difícil. Hay varias colonias de esta zona que se surten de un agua captada en la presa del Atlántico, y nos han dicho que en esa presa una fábrica está tirando tintes, y un criadero grande tira gallinaza, que es el popó de las gallinas, o la lluvia que a veces la revuelve demasiado, y entonces es un lío para tratarla con sus químicos y después hay tuberías que son muy viejas y pueden soltar óxido, entonces todo tarda más, se le hace más difícil…
Don Francisco debe estar al principio de sus treintas: es uno de esos hombres jóvenes que se agregan una barbita para no ser tan jóvenes. Es amable, locuaz y trata de explicar cada detalle, pero al fin dice que el problema principal es que en Guatemala no hay una ley de aguas y que por eso cada quien puede abrir un pozo y sacar el agua que quiere donde quiere.
—Una ley tendría que regularlo, porque quizá nosotros tenemos un pozo aquí con el que proveemos a tal o cual barrio y viene cualquiera y te hace alrededor tres pozos y se lleva el agua para su casa o para su colonia o para venderla con camiones, y a nosotros nos queda mucho menos. Y esa ley tendría que regular mejor qué agua se puede tomar y cuál no, porque últimamente las aguas tienen mucho metal pesado, cosas raras.
Pero, sobre todo, esa ley tendría que conseguir que el agua no estuviera a merced de cualquiera que quisiera sacarla: definirla como un bien común, un bien necesario que el Estado debe distribuir con alguna justicia —o algo así.
Caterín le teme tanto al agua
Caterin tiene 25 años, un marido, seis hijos, su ranchito al borde del barranco. El ranchito es pura lata mal clavada, suelo de tierra despareja, dos camas anchas con frazadas y una cocina tan pequeña y la zozobra de vivir en el borde, con la tierra que se escapa bajo sus pies en cuanto llueve. Caterin necesita el agua para lavar a sus críos, cocinar, lavar la ropa —como todos— y a menudo la va a buscar a un chorro a 400 o 500 metros, pero más necesita que no llueva tanto: con cada chaparrón el rancho se le inunda y el agua va llevándose la tierra; cualquier día, su casa se irá por el barranco. Caterín lleva años intentando que la Muni construya un muro para parar la tierra —y no lo logra. Por eso, esta mañana, los chicos están trayendo de aquí enfrente cubos con tierra que reemplaza a la que el agua se llevó. La tiran en el suelo, la apisonan con los pies embarrados.
—Qué bueno que te ayuden. ¿Te gusta tener tantos chicos?
Caterín resopla, intenta una sonrisa, mira al techo.
—Pues… Fue que Dios me los dio. Vinieron, Dios me los mandó.
Dice, y se ríe incómoda porque a su lado está Gerardina, la misionera dominica. Que, después, me dirá que es cierto pero que las mujeres deberían tener en cuenta sus contextos, parar, cuidarse, planificar un poco:
—Si no, esta mujer con 30 años va a tener doce hijos, si sigue así, y estos niños no comen suficiente, ya están desnutridos.
—¿Y ustedes como católicas no tienen problemas con la idea de planificar?
—Ah, no, para nada. Te dicen no, los hijos que Dios quiera y esas teologías, pero hay que ver las condiciones en que vive la gente…
Dice la hermana Gerardina y, después, que El Limón es duro:
—Nosotras en verdad habíamos soñado hacer otras cosas pero aquí ahora no se puede; o estás aquí viva, haciendo poquito, o puedes hacer algo más grande a costa de la vida de la gente y la tuya, por la extorsión. Nosotras soñábamos con hacer emprendimientos para que las mujeres se autosostuvieran, cooperativas, todo eso, pero aquí cualquiera que está vendiendo cualquier cosita ya le aparece la extorsión, aunque vendas unas florecitas, con las bandas no se puede…
En los rincones hay muchachos aburridos. Muchachos que te miran, te registran e informan: se llaman “banderitas” y son la red de base, los que avisan a sus jefes lo que pasa en las calles del barrio, los que permiten que nada escape a su control.
—Los jefes ya saben que ustedes hoy están aquí, pero como andan con nosotras no van a tener problemas. Ya deben haber dado la orden de que nadie se meta con ustedes.
Me dice la hermana Gerardina. La hermana tiene unos rizos cortos negros que brillan y se enredan, la mirada pícara: la hermana lleva muchos años dedicada a los pobres entre pobres; viviendo, por supuesto, como pobre, viviendo todo el tiempo con los pobres.
Hace unos días, los habitantes del Limón se hartaron y salieron a la calle. Por eso o por azar, el agua volvió al barrio. Y el silencio, también, por supuesto: nadie sabe quién fue —nadie dice quién fue o quiénes fueron. Todos saben que la policía anduvo preguntando y todos prefieren —por complicidad, por culpa, por si acaso— callarse la boca. Nadie nos dirá, en esas calles, quiénes cortaron la avenida: le temen a la policía pero también a esas pandillas que desarmaron cualquier intento porque unos pocos reclamaron más tranquilidad pero, también, porque quieren ser los únicos que tengan, aquí, una organización. Una que no sirve para que haya agua.
El Limón es un pequeño ejemplo: en todo el país, el agua implica desigualdades brutas. Los que la tienen en la punta de los dedos, los que deben conseguirla con el esfuerzo de sus brazos, los que no la consiguen. Pero hay —y es casi peor— desigualdades delicadas en el deseo de agua: los que la quieren sin cesar para —digamos— bañarse cada día, los que apenas se les ocurre hacerlo cada tanto y la quieren, si acaso, para beber y cocinar pero no mucho.
Y, por supuesto, más allá, los que la usan como “insumo”: los dueños de las tierras, los dueños de las fábricas —que consumen infinitamente más que cualquier persona, que la arruinan infinitamente más, que tienen infinitamente más poder para hacerse con ella.
(O, incluso, para convencernos de que lo bueno es que ellos la concentren porque ellos la hacen producir. Entonces, el agua ya no es agua sino la materia prima indispensable que se encuentra en el trigo y la palma y el plátano y la soja —bajo forma de riego—, en la carne de cerdo o de gallina —bajo forma de líquido humectante—, en el petróleo o el oro —bajo forma de herramienta. La pelea por el agua no es entre personas; es entre empresas y personas, con la obviedad de que una empresa consume despiadadamente más que cualquiera. No hay muchos otros casos de un elemento tan indispensable para la vida humana que sea, al mismo tiempo, indispensable para la mayor parte de las producciones; que los hombres tengan que disputar al capital.)
Los hogares guatemaltecos usan cada año apenas un dos por ciento de los 20.000 millones de metros cúbicos de agua que fluyen por el país. El agro y la industria se quedan con el 92 por ciento.
Va de nuevo: el uso personal del agua, para que las personas coman y beban y se limpien, es el dos por ciento del empleo total: una minucia.
Y, sin embargo, la pelea.
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