Estoy tomándome unas cervezas con algunos amigos en el Granada. El patio central del bar, ahora con los árboles cargados de frutas, se deja ver que la lluvia pronto caerá. Son casi las cuatro de la tarde.
El lugar se fue llenando de a pocos, como la mesa. Las meseras han ido y venido tantas veces como les ha sido posible, trayendo muchísimos platos, quién sabe cuántos, con comida y jarras de cerveza mezclada con jugo de tomate, limón y especias.
Son sonrientes las meseras, pero su uniforme y las paredes blancas, me hacen sentir como si estuviera en un hospital y ellas fueran esas enfermeras ancianas que van de camilla en camilla revisando si ya te moriste o si terminó de fluir el enema.
Es un poco como si estuviera en el convivio de los enfermos terminales en un hospital caribeño.
Por eso nos dejan beber mientras esperamos la muerte. Porque cuando la muerte está cerca todo es posible y la locura y los excesos se admiten.
El agua de la lluvia comienza a caer sobre el patio, cada vez más fuerte e intensa y nosotros seguimos en lo nuestro, aquello es el calentar de motores, por así decirlo, de un sábado que promete alargarse como los partidos de béisbol cuando hay empate.
Los tickets se van acumulando sobre la mesa. Cada uno es una jarra. Podría ponerles número y sortearlos, hacer una lotería. Podría dibujar los países de América en ellos y ahogarlos en un vaso sucio. A lo mejor el papel que lleva escrito el nombre de este país se termina de hundir y que esta vez no flote, que no termine en la superficie como el resto de un naufragio.
Hoy leí en un diario que ahorcaron a una niña de diez años en Fraijanes y que el chico al que le dispararon por un teléfono en plena Plaza Central está grave.
Una bandada de palomas debió salir volando tras el estruendo del disparo.
En el periódico, vi las fotos de dos madres sufriendo, iluminadas por una luz blanca: a la derecha, la madre de la niña lo hace frente a un féretro, a la izquierda, la madre del chico en un hospital.
El viernes supe que hay una casa en la zona cinco en cuyo interior, cualquier objeto se incendia sin razón aparente. Es mi zona. Todo parece prenderse de pronto en ella, sin ninguna justificación.
Me dan ganas de tomar todos los diarios de la ciudad y hacer con sus páginas llenas de madres que lloran y casas que se queman, barcos de papel que naveguen hacia las alcantarillas.
La abuela de la niña describe a su nieta: “Era solo cienes, tranquila, educada, así era mi nietecita”.
Los amigos del chico fueron los que lograron la detención del hombre que le disparó.
No puedo dejar de pensar en la cara de la niña ni de su abuela ni en el desamparo de los chicos persiguiendo al hombre que disparó.
Y la niña me mira ahora mismo mientras llueve y su abuela sostiene su boleta de calificaciones para que la muerte no se la lleve.
Flash. La foto. El rayo de luz, la misma luz que también queda en la foto, el fotógrafo puede que sea Gonzálo Rojas:
Me arranco las visiones y me arranco los ojos cada día que pasa.
No quiero ver ¡no puedo! ver morir a los hombres cada día.
Prefiero ser de piedra, estar oscuro,
a soportar el asco de ablandarme por dentro y sonreír
a diestra y a siniestra con tal de prosperar en mi negocio.
No lloro, no me lloro. Todo ha de ser así como ha de ser,
pero no puedo ver cajones y cajones
pasar, pasar, pasar, pasar cada minuto
llenos de algo, rellenos de algo, no puedo ver
todavía caliente la sangre en los cajones.
No salgo sonriente en la foto.
Vivo en un país donde todo se incendia de repente. ¿Quién es la mano detrás del fuego?
Eso da para extenderse en una novela de mil páginas. Eso da para escribir sin parar noche y día hasta que los dedos dejen de sentir la pulsación de la tecla. Eso da para escribir una novela. Escríbanla. Publíquenla. Prometo hacer huelga de hambre para que les den el premio nacional de literatura en el 2051.
Yo mientras, ahogaré papelitos con nombres en un vaso de cerveza.
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