Estoy bajo la sombra de un árbol, sentado en una banca esperando que el viento que circula apacigüe el calor. También estoy comiéndome un helado de esos lujuriosos. Frutas del bosque y coco, para rematar un almuerzo fenomenal.
Recién estuve en un restaurante donde comí un hermoso filete asado con mantequilla de cilantro sobre cebolla asada, puré y pan recién horneado. Esto es lo más cercano al paraíso. Como un campo de arroz lleno de niños jugando con el agua.
Hacen veintiocho grados. Qué alegría. Algunas muchachas pasan de lo más guapas con sus pantalones cortos y sus sonrisas amplias como crestas de olas. También pasan señoras, con vestidos ajustados y sus nalgas de silicón. Son una decena y dan un poco de miedo.
Para entretenerme, al lado de la banca encuentro algunos periódicos y una revista llamada “La farsa del Genocidio”. Les doy un vistazo sabiendo que es una invitación a que mi buen ánimo camine sobre un campo minado y regrese arrastrándose sin piernas. Pero me puede el morbo.
Poco bastó para aburrirme. Aquello era lo de siempre. Una metralleta de adjetivos y adverbios lanzada desde helicópteros camuflados. Joe Rambo escribiendo a toda máquina en el Word. Pero esta vez se llama Oscar Platero, como el de Juan Ramón Jiménez. Sí, el del Burro, tal como lo recordó Andrea en el tuiter.
Al leer el texto uno termina creyendo que lo escribió desde una oficina llena de olivettis, con una foto de Reagan colgada en la pared, siendo alumbrada por un solo bombillo que cuelga mirando cómo sostiene un afilado cuchillo entre los dientes, Platero, nuestro héroe.
Es un soldado que sigue luchando contra la guerrilla, salvo por un detalle: fue candidato a diputado por la ANN, un partido de izquierda, cuando su “acérrimo enemigo” Pablo Monsanto era el candidato presidencial. Es decir, son enemigos en papel; pero ambos son amigos del poder, el poder los llama y los une. Flash para la foto.
No me sorprende; ni siquiera me atrapa. Cada día es lo mismo. Es la batalla final por la memoria, contada a viva voz por el frente. Es solo que esa batalla sigue en pie, solo cambiaron las trincheras.
Por un lado, hay columnistas llamando parias, malnacidos, terroristas, desestabilizadores, traidores, vendidos, a la gente que disiente. Por el otro, constantemente se nos llama idiotas, pensando que lo somos y se aceptan dávidas generosas a tu partido político para cantar gingles fabulosos a cambio de diputaciones.
Es como entrar al jurásico a mirar a los dinosaurios rugir por última vez. Y en medio de ello: una estela de sangre. La de la gente que murió en Quiché y al decir Quiché también me refiero al país. Y también a la sangre de los dieciséis que hoy morirán en esta guerra que no termina.
En ese paseo por el parque, el primer dinosaurio enseña sus dientes defendiendo la libertad y atacando los desmanes del poder. Pero esa batalla se acaba cuando son abusos cometidos contra las poblaciones indígenas. También afirma que no hubo genocidio porque no mataron a todos. Solo a la mayoría. O que hablar de sangre está mal porque ya deberíamos todos decir, disculpá, fue un error, no quise matar a toda tu aldea, violar a las mujeres, arrancarle del vientre a los niños y empalar a algunos. Te disculpo, aunque sea delito dejémoslo ahí y venga el abrazo. Imposible.
Por otro lado, está el siguiente dinosaurio señalando con su garra diminuta las fallas morales de los demás. Es un dinosaurio que se autopostula para la beatificación. Es un dinosaurio sufrido y melancólico, que ordena que nadie sea feliz mientras alguien sufra. Que uno es un idiota por ir a Cayalá. O que uno es idiota por comer helados lujuriosos mientras lo rodean mujeres alegres paseándose entre el calor. Aunque los haya comprado con mi salario, que tampoco alcanza para tanto.
No lo sé. Esta batalla por la memoria me parece que en realidad es la batalla por el hoy. Porque admitir que se hayan cometido atrocidades en contra de la población usando el nombre de la patria me parece la puerta para admitir que las cometan hoy y siempre.
Y la oferta de resolverlo con agresión me parece más de lo mismo. Es como que me den un fusil cargado, dos granadas y una palmadita en el hombro, diciéndome vamos muchacho acabemos con la violencia disparando a matar.
Mientras eso sucede, uno no puede más que de vez en cuando refugiarse en las pequeñas burbujas que tiene esta ciudad. Y no es que acá olvide que afuera está la guerra. Ni tengo la intención de sentirme culpable por hacerlo. Lo necesito. Para saber de sangre tengo todos los días y también a mi trabajo.
Y quizá pensar en que por todos los sitios posibles a donde vea me encuentre un dinosaurio rugiendo a todo lo que puede, me alivia un poco. Se nota el miedo. Se nota la conciencia de su próxima desaparición. Y cada vez que los encuentro, mirando con detalle, puedo ver el fuego del meteorito reflejado en sus ojos.
Tengo la certeza de que es así. El paraíso, he dicho, son esos campos de arroz llenos de niños jugando con el agua, entre ellos está mi hijo y sus amigos. Ellos podrán ver el horror que provocó el poder de primera mano. Escuchan a sus padres hablar de ello. Lo oyen en la radio. En la tele. En la prensa, en todos lados. Y ese horror no es natural.
Cuando mi hijo y los hijos de mi hijo se asqueen de la forma en que el poder nos ha llevado a vivir en esta fábula medieval, estallará la bomba. Los dinosaurios se irán a los pozos de brea y con ella se hará el combustible que mueva el futuro. La batalla por la memoria dejará de serlo y será por el mañana.
Es natural que pase. El futuro es la posibilidad de ser mejor. Aunque por un lado hoy todos los intentos vayan porque las cosas no cambien, cambiarán, o pregúntenle a Roma. O de que somos un país fracasado y que la única solución es matándonos todos y construir sobre nuestras tumbas. Bah. La vida siempre se impone y es porque siempre se puede soñar. Como hoy, que sueño con el fin de los dinosaurios.
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