En buena parte de su historia, la antropología trató de encontrar la sociedad primitiva en el otro a partir de la comparación. Francisco Fernández Buey nos dice que, si bien durante algún tiempo los antropólogos aspiraron a una descripción objetiva o neutral de las culturas poco o escasamente conocidas, acabaron reconociendo que el punto de vista implícito en la descripción ya equivale a una valoración y que la pretensión de objetividad es una tarea dificilísima, si no imposible.
Esta paradoja se manifiesta con fuerza en aquellos conflictos interculturales que ponen a prueba cualquier aspiración de ecuanimidad para que todas las partes terminen contentas. Y es que el conflicto —y no su negación, como el liberalismo pretende— constituye a las personas y a las sociedades. El disenso suele ser más común que el consenso. Y por eso es que la búsqueda de gestión y —en el mejor de los casos— de salidas al conflicto es el nervio de los sistemas jurídicos. Así, en plural: los sistemas jurídicos.
Las críticas a la decisión de la comunidad de San Juan La Laguna de expulsar de su territorio a la comunidad judía Lev Tahor se han dirigido, en primer lugar, a descalificar la decisión y, como consecuencia, a deslegitimar a los tomadores de la decisión. Me gustaría invertir esa lógica para plantear el problema: primero reflexionar sobre la legitimidad de los tomadores de la decisión y después examinar la decisión.
Llama la atención que haya una buena parte de la opinión pública que desde la inversión ideológica del discurso racista —esto es, desde la acusación de indios racistas— proyecte su temor sobre una potencial arbitrariedad de parte de los indígenas y los deslegitime como sujetos del derecho a decidir sobre sus asuntos según su sistema jurídico propio. Asimismo, que, desde una posición maniquea que presenta a la sociedad dominante como la abanderada de la libertad religiosa, la tolerancia ilustrada y el Estado de derecho, plantee el problema como una unidad granítica y carente de dialécticas importantes ante la amenaza de un mal representado en una comunidad indígena que toma decisiones propias.
El recurso de la comparación cultural —cultura liberal-tolerante-igualitaria versus cultura antiliberal-discriminadora-injusta— en la crítica de este caso parte de un lugar de enunciación determinado —occidental—. Se funda en el monólogo cultural y toma el liberalismo como ejemplo de civilización, de modo que abraza prejuicios concluyentes respecto del otro y cierra a priori la posibilidad de diálogo o de confrontación de contrarios. Desde un simplismo tremendo obvia el hecho de que el liberalismo es un sistema de pensamiento incompleto e imperfecto y de que, como tal, debe someterse a crítica.
La decisión de la expulsión —pena máxima dentro de varios sistemas jurídicos indígenas en América Latina— se ha calificado de ilegal y fuera de la ley por venir de quienes viene, por no haber sido emitida por jueces y operadores de justicia. Y es que hasta resulta normal que, en una de las sociedades más racistas del continente, el problema se plantee obviando el derecho a un sistema jurídico propio, un derecho colectivo que concibe a las comunidades indígenas —no solo a sus miembros— como sujetos de derechos, y que ha dado pie a diversos desarrollos legislativos y jurisprudenciales en el continente. Para plantear el problema, apelo entonces a una concepción de pluralismo jurídico fuerte, que entiende el derecho como un universo inherentemente contradictorio que acoge distintos mundos de vida normativa que, aunque no formen parte de la legalidad occidental, son parte de la realidad legal porque constituyen los canales a través de los cuales discurre y se resuelve la vida en el mundo real. Esa posición nos conduce, no a apartarnos del lenguaje de los derechos humanos, sino a defender una militancia crítica y decolonial por ellos.
Plantear el problema desde el pluralismo jurídico fuerte nos ayuda a entender las limitaciones del monismo jurídico que apareja la identidad Estado-derecho y, con este, la idea del Estado-nación interpretado como un solo pueblo con una sola cultura, un solo sistema jurídico y político, un solo idioma y una sola religión. Nos ayuda a entender que, además de la libertad de religión, de la tolerancia y de la libertad de conciencia que se invocan como el camino a alcanzar por unos indígenas primitivos a los que hay que educar, las cartas de derechos suscritas por Guatemala incluyen —en el mismo rango de importancia— derechos como la libre determinación y el derecho al sistema jurídico propio de los pueblos indígenas. Nos ayuda a entender que la historia del Estado de derecho y de los derechos humanos individuales, así como de su pretendida universalidad, es una historia occidental, lo que pone en tela de juicio su validez intercultural para dar solución a estos conflictos. Y nos ayuda a entender que las salidas a estos problemas no se dictaminan desde el trono capitalino de la superioridad moral apelando a una tolerancia, a un Estado de derecho y a una igualdad ante la ley que ni siquiera se practican en la sociedad hegemónica.
A mí también me gustaría un mundo feliz. Y —por si las moscas— también estoy en contra de la discriminación y de la injusticia histórica padecidas tanto por indígenas como por judíos. No me gustan las expulsiones y prefiero los acuerdos. Pero hay historias que, como esta, nos plantean sin rodeos la incómoda pregunta sobre si es siempre posible el consenso o si debemos renunciar algunas veces al acuerdo intercultural.
Ante ello me pregunto con qué legitimidad, desde los parámetros de quién, con qué nivel de información y, sobre todo, con cuánta implicación nos convertimos en jueces de la decisión de San Juan La Laguna, una comunidad que la mayoría de nosotros visita muy ocasionalmente con fines turísticos. ¿No nos gusta la expulsión como pena máxima en una comunidad tz’utujil? ¿Por qué callamos entonces cuando las expulsadas son comunidades indígenas —y de sus propios territorios— a punta de fuego y balas? ¿Nos importa acaso lo que piense la comunidad de San Juan La Laguna sobre la civilizada pena de muerte como pena máxima del sistema jurídico oficial? Me pregunto de dónde viene esa ligereza arrogante para hablar de racismo hacia los extranjeros en una de las comunidades indígenas del país donde más extranjeros residen, cuando se desconoce a fondo tanto su sistema de normas, autoridades e instituciones como si estas se fundan sobre la base de una supuesta superioridad indígena sobre los extranjeros.
Me parece que esta historia, este caso difícil, nos desnuda socialmente más por fuera que por dentro de San Juan La Laguna. Nos pone a descifrar nuestro propio jeroglífico por todo aquello que omite, más que por lo que abiertamente dice.
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