En octubre vino un comunitario buscando desesperadamente apoyo para su bebé de cinco meses, que no lograba subir de peso. La imagen de aquella frágil figura era capaz de estremecer al personal médico más experimentado. Obtuvimos el apoyo institucional y de personas individuales conmovidas ante tan cruda situación.
El pequeño Édgar, a sus cinco meses, pesaba menos de seis libras. Su cabeza, notablemente desproporcionada, era el marco de una dulce y tímida sonrisa que parecía suplicar auxilio en silencio. Su vida tambaleaba entre esta y la próxima dimensión, pero sus padres se negaban a llevarlo al centro de salud porque creían que allí iban a internarlo y a alejarlo de sus cuidados amorosos. Varios voluntarios y yo acompañamos el caso. Cada mes recibíamos la llamada que anunciaba el largo viaje para venir a chequeo y recibir vitaminas y leche de fórmula. Vimos con amor cómo el niño llenaba la piel de sus pequeñas extremidades.
En febrero de este año llegaron a nuestra comunidad dos estadounidenses especialistas en medicina pediátrica, quienes, entre otras actividades, pidieron revisar al pequeño. Este llegó acompañado de sus padres, que cuidaban de él con devoción. Se veían orgullosos de mostrar cómo su hijito finalmente había logrado alcanzar una talla y un peso adecuados a su edad. Al finalizar la consulta, una de las médicas se acercó a la madre para explicarle, a través de dos traductoras (una de inglés a español y otra de español a poqomchi’), que bebé Édgar padecía una condición genética que afectaba su desarrollo. Claramente doña Carmen no comprendió lo que sucedía, pero pudo inferir que no eran para nada buenas noticias.
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Lamentablemente, a este pequeñín la vida le jugó una infernal pasada al traerlo a nacer en el seno de una familia que vive en condiciones de pobreza extrema. Porque sus padres, amorosos e inusualmente dedicados, carecían de conocimientos mínimos sobre salud y desarrollo, pues no tenían la suficiente escolaridad como para informarse bien y no tenían dinero para acceder a consultas con especialistas en la ciudad. Porque en Purulhá no hay laboratorios públicos o privados, mucho menos que puedan realizar exámenes relacionados con la genética. Sus padres, que lo amaban y lo protegieron infinitamente, ni con todo el amor del mundo lograron socorrer su vida. Qué maldita frustración habrían experimentado si conocieran la Declaración de los Derechos del Niño.
Yo no puedo imaginar cuánto habría cambiado su suerte si él hubiera nacido en una familia acomodada, que no fuera víctima de las desigualdades económicas y sociales, que tuviera acceso a un diagnóstico —desde el nacimiento o quizá desde su formación— de las anomalías y de los indicios de que el bebé podría estar padeciendo algún trastorno o condición especial.
Hoy bebé Édgar ya no está con nosotros. No tenemos un diagnóstico que revele qué sucedió. ¿Habría tenido más oportunidad? Jamás lo sabremos, como tampoco sabrán nunca sus padres si corren el riesgo de sufrir la misma fatalidad si deciden tener otro niño. «Ya estaba gordito, seño. Solo se lo llevó la fermedá. Quiero que me ayudés a desapuntarlo», me dijo don Roberto con esa voz firme característica de quien está curtido por tragar tanta amargura.
«Dios necesitaba un ángel», me consuelan en redes. Nada más alejado de la verdad. ¡Por favor, no metan a Dios en esto! El sistema en el que sobrevivimos es una especie de monopolio donde ningún niño indígena nacido en comunidades rurales en condiciones de pobreza extrema podrá comprar jamás propiedades o poner casas en ellas. Tampoco podrá estudiar para entender moderadamente qué sucedió con la vida de su hijo.
Las condiciones en las que murió el bebé Édgar están por debajo de las condiciones en las que viven algunas mascotas del primer mundo.
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