Ante el egoísmo de una globalización que institucionalizó el privilegio financiero, ante la miopía de la burocracia europea, distante y acomodada, venció el bando del a la mierda con todo. Se desató la gente en los condados más marginados, la que se asusta con el cambio, la que más se altera cuando ve que entre la homogeneidad de sus pieles rosadas también hay algunas morenas.
Se entiende, pues siempre es más fácil decir no que decir sí. Cuando se dice no, toca a otro reaccionar. En cambio, decir sí es tener que explicarse: sí a qué, sí para qué, sí cómo. Demasiado trabajo para algunos, para muchos.
Por eso es que no todos los éxitos son iguales ni todos los fracasos tampoco. Tener éxito en desencadenar una destrucción apenas exige dar paso a la entropía, abdicar del esfuerzo que exige contener la tendencia al desorden. Basta un día para revertir 55 años de trabajo. Mientras tanto, tener éxito en sostener una estructura apenas garantiza que habrá que seguir construyendo algo imperfecto y solo quizá mejorar cada día, sin respiro y para siempre.
Para los líderes, quedarse en la Unión Europea era seguir en la lucha perpetua contra el monstruo de la UE, la deteriorante gestión de acuerdos con otra veintena de socios, aguantar la inflexibilidad alemana y la altanería francesa, negociar las apariencias de una migración que no se detendrá nunca. ¡Qué pereza! Mientras tanto, congraciarse con el electorado más conservador daba una salida rápida a los problemas de gestión del partido. «Vean ahí cómo salen del problema, que yo no estaré para cuando todo esto truene», parece haber sido la opción del primer ministro Cameron, quien, dicho sea de paso, hacía rato tenía resuelto su propio problema económico, Mossack Fonseca incluido.
¿Por qué nos importa a usted y a mí? Al fin, desde que la Gran Bretaña solucionó por su cuenta lo de Belice (sí, allí no hay nada más qué discutir, no sea iluso), para estas tierras ese reino no ha sido sino un cuco remoto que algunos políticos y militares rememoran en sus peores momentos. Espere, dirá el analista. Sale el Reino Unido de Europa, cae la bolsa, cae el precio de las propiedades, se redirigen las inversiones, baja la cooperación, se distraen los gringos, gana Trump, aumentan las deportaciones y, voilà, lo afecta a usted también. Cierto, pero así hasta el Big Bang cuenta hoy.
Dejemos por un momento a los expertos con sus epiciclos, que eso va a tomar tiempo desentrañarlo, y aprendamos la lección más pedestre, una que usted y yo podemos aprovechar hoy, aquí, ya: siempre es más fácil romper que construir, es más fácil patear la hoguera que hacer fuego. Siempre es más fácil decir «quito mi bola» que tratar de encontrar mejores reglas para el juego.
En la persistente lucha por la sobrevivencia y el progreso, siempre es más fácil ser conservador que reformista. Al conservador le basta con apuntalar el pasado, seguir como ya se fue, apuntar al interior, señalar como ya se es. ¿Para qué quitarse el sueño imaginando instituciones nuevas? ¿Para qué insistir, un día y otro, en que podríamos mejorar lo que tenemos cuando basta con dejarnos llevar por la marea, resignarnos a que las cosas se derrumben por su propio peso?
Esto explica y compromete. Explica por qué a los de arriba les va mejor aun en medio del desastre: porque tienen recursos para sobrevivir. Compromete a los que dicen que quieren un mejor futuro, no importa el color de su persuasión política, porque rara vez bastará con destruir el viejo orden: siempre será necesario poner esfuerzo, mucho esfuerzo, en construir algo mejor.
Así que sí. A veces hace falta desmantelar lo que hay, pero ello no excusa que luego tendrá que construirse algo igual o superior, lo que costará mucho trabajo, mucha planificación. Otras veces, las más, hará falta tomar lo que ya existe y mejorarlo poquito a poco. Eso no le gusta al caudillo revolucionario, pues no es sexi. Tampoco le gusta al conservador perezoso, ya que toma mucho trabajo.
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