Cuando, en 1976, en la Italia del boom económico se estrenó la película Brutti, sporchi e cattivi —feos, sucios y malos— medio país se escandalizó por el cruel, cínico y desencantado retrato de la miseria humana que el maestro de la Commedia all’italiana, Ettore Scola, realizaba a través de la exasperada e irónica historia de exclusión social de una familia proveniente del sur de la península, compuesta por el viejo patriarca, su esposa y un mar de hijos y nietos, que vivían amontonados en las cuatro láminas de una champa en un asentamiento de la periferia de Roma, en una dimensión paralela al mundo burgués que se estaba imponiendo en aquellos años.
La película lograba invertir ciertas visiones sobre el mundo de los pobres, rompiendo sea con la visión del humanismo religioso-literario, según el cual los pobres entran directos, y con zapatos, al reino de los cielos, sea con la ideología izquierdista-populista por la cual los pobres, por definición, eran sanos, bellos y atractivos.
Sin identidad, los “feos, sucios y malos” de la película, marginados en las fronteras del “vivir civil”, representaban el espíritu de los tiempos: su monstruosidad estaba fuera de lugar, pero, las razones de esa naturaleza nacían de los propios apetitos de aquella “sociedad civil” naciente que los discriminaba tanto.
El intelectual Pier Paolo Pasolini definía la degeneración social propia de aquellos años como el “cambio antropológico del consumismo”: el subproletariado urbano proveniente, por profunda e inconsciente humildad, del legado de la ancestral cultura campesina, seguía siendo una clase miserable pero ya conformada a la mentalidad burguesa y consumista del mundo de la grande ciudad.
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Las cientos de familias que habitan los asentamientos Manuel Colóm Argueta, Shalóm y Los Pinos, ubicados a un costado del relleno sanitario de la zona 3 capitalina, el basurero municipal más grande del país, viven en constante lucha por sobrevivir: a las necesidades económicas, que los llevó a invadir un área malsana con la bendición de políticos, instituciones públicas y dueños especuladores de aquellos terrenos; a la violencia de la relaciones sociales y familiares, que obliga a las mujeres, madres solteras, a hacerse cargo de la vida de familias enteras; al peligro constante e inminente del trabajo de reciclaje en el relleno sanitario, gracias a una vergonzosa gestión municipal del gran negocio de la basura capitalina; al fatalismo típico de la sociedad guatemalteca, por el cual la gente pobre que no tiene ninguna posibilidad de rescate en la vida terrena o se mete en las manos de Dios, y de sus millones de iglesias pentecostales regadas por cualquier esquina, o directamente en las manos de la pandilla, en un laberinto ciego que acomuna ambos extremos por la incapacidad de enfrentar la vida diaria de una forma que no sea evadirla.
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Las diferencias entre los marginados de la Guatemala de 2017 y los de la Italia de 1976, son mínima: ambos grupos de subproletarios provienen del mundo campesino, ambos reproducen los modelos consumistas impuestos por la clase que los obliga a vivir en la exclusión social, ambos son discriminados porque es mucho mas fácil pensar que lo feo, lo malo y lo sucio pertenezca al estilo de vida de unas cientos de familias olvidadas, que asumirlo como cáncer de la mentalidad social que nos une a todos.