Cartas entre nosotrxs: De violencias y acosos (bis)
Cartas entre nosotrxs: De violencias y acosos (bis)
¿Qué hacer frente a un sistema de justicia inoperante, ilegítimo y corrupto? ¿Qué nos mueve como feministas? ¿Es posible cuestionarnos sobre las categorías y conceptos y cómo los utilizamos para analizar y actuar? ¿Qué pasa cuando el #MeToo encierra o encasilla la vida si buscamos lo contrario? ¿Cómo el clamor por el castigo se nutre de la violencia como espectáculo que nos corroe y deja invisibilizadas a las mujeres y sus procesos de recuperación? Estas son algunas de las preguntas que me mueven a escribir.
Hace un año escribí un texto con un título similar.[1]Movidas por una discusión en el espacio limitado de las redes sociales, cuatro mujeres de recorridos distintos iniciábamos un intercambio de correos sobre nuestras miradas en torno al acoso, las formas de violencia de género, las distintas estrategias políticas y, en particular, las de denuncia pública.
Empezaba aquel artículo con algo que retomo: situándome. Nací a inicios de la década de 1970. Me siento joven, pero soy cuarentona. Mis rodillas traicioneras lo confirman. Escribo desde una práctica feminista que me ha tomado años construir, acompañada e interpelada por seres entrañables. Mis textos son también producto de mis circunstancias como ladina-mestiza[2] privilegiada en un país atravesado por el racismo y la desigualdad.
Por ello afirmo que, aunque los libros han sido un bastión significativo en el laberinto feminista, no son suficientes, pues son indispensables el encuentro, el «patear tierra», los abrazos, las rutas colectivas y las críticas constantes de personas diversas. Añado ahora que sigo aprendiendo y cuestionándome, que agradezco a quienes me precedieron, a todas las que pusieron y ponen el cuerpo para que pueda escribir o hacer investigación social, a las personas que me han acompañado y a las que me interpelan en este instante desde múltiples prácticas. Les agradezco (casi) todo.
Agradezco particularmente a una mujer que se sentaba a subrayar los libros de estudio de sociología en la mesa del comedor después de una larga y doble jornada de trabajo, a dos adolescentes, a estudiantes, a jóvenes que me han movido el piso en más de una ocasión y que me han hecho reconsiderar mis certezas. Soy académica, pero no sólo. Estoy atravesada por un sinfín de contradicciones. Mi recorrido por los feminismos no ha estado exento de cambios, de sobresaltos ni de dolores. Ha significado romper con muchas cosas que me marcaban como ser viviente y como persona.
Leo y, a veces, escribo. Últimamente escribo desde el terreno de lo sensible, no tanto desde la antropología, aunque siempre será una metiche insoportable en mis letras. Lo admito. Cuando amamantaba a mi hija pequeña leyendo a Judith Butler, lloré. Lloré muchas veces porque, para mí, teoría y vida, hasta lo más íntimo, no pueden desconectarse fácilmente.
Sigo aprendiendo a nombrar, a analizar nuestras realidades. Sigo aprendiendo a escuchar, a tejer puntos de vista y sí, sigo dispuesta a escribir. Por primera vez lo hago con temor, y, en particular, al ostracismo. Lo formulo sin rodeos. Pero escribo porque justamente callar tiene una carga simbólica demasiado fuerte. Diferente para cada una, por supuesto. Reconozco desde dónde lo enuncio y también que lo hago en sintonía con otras, con las que comparto puntos de vista, con las que difiero o a las que acompaño. Escribo como ejercicio democrático en una sociedad que no podría calificar como tal. Escribo porque no me es fácil escribir. Me cuesta este mundo entero. Por lo tanto, también escribo desde la herida, ésa que nos permite vernos sin maquillajes.
Punto de partida: una preocupación compartida
Hace un año apenas habíamos delineado y compartido ciertas inquietudes. No sólo me parecía (y parece) necesario hablarlas. También es urgente. En los últimos meses hemos sentido que no podemos expresar una reflexión que haga visibles nuestras distintas posturas y nuestros disensos. La conjugación en plural de esta última frase es intencional porque nos hemos buscado y encontrado en canales privados, conocidos y con confianza, para hablar de lo que no hacemos en público. Son canales que privilegiamos dado el contexto social en el que las secuelas de la guerra, querámoslo admitir o no, son palpables, y han dejado una huella profunda en las relaciones sociales, aun entre nosotras.
¿En dónde me situaba en el debate? ¿En dónde ahora? Las preguntas son retóricas, pero lo hago porque esa Karen Ponciano, después del año de pandemia, no es la misma. Tampoco es la misma de hace cinco, diez, veinte o treinta años. Lo que sí me sigue persiguiendo es la Pregunta, con p mayúscula. ¿Qué me mueve? Los feminismos que han desenmarañado las formas capitalistas que generan desigualdad y asimetrías de género.
Esto tiene que ver con cómo se ha diseminado ese archipiélago de poder del que habla Michel Foucault (cómo las lógicas carcelarias de control y dominación se han diseminado en lo social), pero también con cómo nos constituimos como sujetas. Esta será siempre una relación contradictoria, en tensión. Lo importante, para mí, es cómo en medio de esta tensión, reconstruimos relaciones de género donde la violencia no nos ciegue toda posibilidad de vida. Cuando hablamos de acoso, nos referimos también a un fenómeno social que forma parte de una estructura múltiple de violencias.
¿Qué hacer frente a un sistema de justicia inoperante, ilegítimo y corrupto? Todas las que hemos puesto un pie en el Ministerio Público sabemos que el proceso no es fácil, que las denuncias muchas veces quedan engavetadas, que a veces ni siquiera se sigue el protocolo de emergencia en violaciones sexuales y que la mayoría de casos quedan impunes. En Guatemala tengo miedo de que mi hija salga de casa y que no vuelva. Nadie me dijo cómo gritar cuando me he sentido violentada. Ninguna de nosotras espera que se nos diga qué hacer, sentir o pensar. Qué fortuna no tener el monopolio de la acción y de la estrategia colectiva porque en los encuentros y, sobre todo, en los desencuentros, es donde se crea la política. Ahí y probablemente en el amor, entendido como el espacio donde podemos formular qué mundos deseamos.
Manifiesto, entonces, un modesto desencuentro, animada por otras experiencias relacionadas con la guerra en Guatemala. Este paralelo no es gratuito. Lo hago porque las mujeres con las que trabajé en la costa sur, una región bastante abandonada por las ciencias sociales, me hicieron replantear las categorías tan cuadradas con las que pretendía entender las lógicas del terror.
Para discutir, empiezo por nombrar mi discrepancia en forma de pregunta: ¿al individualizar el fenómeno del acoso estamos logrando desmontar las formas sociales de reproducir asimetrías de género y violencias en las prácticas cotidianas, en las relaciones de pareja, en el trabajo, en la familia, en la escuela, en los espacios públicos o domésticos? Si nos centramos en el individuo escrachado, ¿no estaremos des-complejizando la relación social entre géneros, cómo esta ha evolucionado históricamente y cómo funciona como problema sistémico? Este es un ejercicio teórico, es verdad, pero enmarcado dentro de esa filiación feminista donde la producción de conocimiento es, ante todo, un esfuerzo y una práctica concienzuda de autoconocimiento.
Viejas y nuevas discusiones en los feminismos
Una de las cosas que me llama la atención es cómo se tiende a restringir mediáticamente el #MeToo a las estrategias de denuncia pública y, a partir de esta reducción, cómo estas estrategias nos desvinculan de una reflexión sistémica e histórica. Compartiendo reflexiones, textos y puntos de vista, me doy cuenta de que nos urge volver sobre una historización de los feminismos y sus geografías.
Al situar distintas voces históricas encontré un hilo para situar el dilema coyuntural en torno al #Metoo a partir de una ruptura en los movimientos feministas de la década de 1980 que se conoce como «las guerras del sexo». Es un tema que se discutió mucho desde que en la «segunda ola» se proclamó que «lo personal es político», poniendo en evidencia que las áreas de la vida consideradas «privadas» están atravesadas por relaciones de poder. De ahí la importancia que cobrara, por ejemplo, reivindicar que lo que sucedía en las aulas escolares, en el espacio llamado doméstico, en el trabajo y, sobre todo, en el propio cuerpo, tiene preeminencia en el campo político cuestionando la reproducción de asimetrías e impulsando demandas como la despenalización del aborto.
El lema de «lo personal es político» posicionó las luchas de los movimientos feministas en todos los frentes, incluyendo las relaciones interpersonales y sexo afectivas. La «guerra de los sexos» evidenció, sin embargo, una disonancia en torno a cómo nos entendíamos como sujetas de derechos, pero también como sujetas de deseo. Estefanía Martynowskyj señala la inflexión que se produjo en medio de la confrontación entre las feministas culturales y las feministas pro-sex, durante la Conferencia sobre Mujeres y Sexualidad realizada en la universidad de Barnard, Nueva York, en 1982. Allí se visibilizaron las profundas diferencias que tenían las feministas para conceptualizar la sexualidad y la subordinación de las mujeres. Para las feministas culturales, en una sociedad regida por la dominación masculina, la prostitución perpetúa la violencia contra las mujeres.
MacKinnon, una de sus principales exponentes, decía que «la sexualidad no es otra cosa que un constructo social de poder masculino: definido por los hombres, impuesto a las mujeres y constituyente del significado del género (…) la sexualidad equivale al dominio (masculino) y la sumisión (femenina)».
Por otro lado, otras exponentes decían que había que tener presente la característica relacional de la construcción de las subjetividades. En esa línea, el cuerpo nunca es fijo sino múltiple y producido en relación con otros cuerpos reales, recordados o imaginados. El cuerpo es un espacio móvil, escribía Fabiola Bailón.[3] En otras palabras, subrayaban el carácter relacional del género problematizando las dinámicas más grises y menos dicotómicas de «lo personal es político».
Esta confrontación también estaba entre las feministas proderechos de las trabajadoras sexuales y las anti-prostitución. Como señala Marta Lamas, esta disputa amarga perdura hasta ahora. Y está, de alguna manera, inscrita en el debate sobre el #MeToo.
Más allá de la categoría de víctima
La primera variable de la disputa que se reproduce ahora es con relación a la categoría de víctima, en específico de acoso sexual, pero no sólo, pues es un fenómeno multidimensional. ¿Es posible cuestionarnos sobre las categorías y conceptos y cómo los utilizamos? Me parece que no sólo es posible, la crítica es parte consustancial de la práctica feminista. He -hemos- cometido el error decenas de veces: encasillar la vida en categorías.
Si bien los movimientos feministas han nombrado y visibilizado las lógicas de acoso de distintas maneras, el #MeToo es una herramienta que cobró notoriedad y desplazó otras búsquedas porque ha permitido señalar un fenómeno con un eco mediático inédito. La visibilidad de los movimientos feministas a partir de las denuncias también se ha ampliado por las dinámicas de las redes sociales. Sin embargo, uno de los puntos críticos que quiero señalar es que seguimos reduciendo a las mujeres a un aspecto, a una experiencia, a una categoría. No se trata de negar ni de silenciar las atrocidades. ¿Quién podría hacerlo desde los feminismos? ¿Quién podría negar el horror? ¿Quién? Al contrario, es cuestión de exponerlas en un contexto más amplio de la historia de sus vidas, que también explique cómo la violencia sistémica es dinámica y continúa bajo formas distintas.
Además, me preocupa la «visibilidad» de las víctimas de acoso sexual. Al individualizar el fenómeno no sólo perdemos de vista el aspecto social, sino que exponemos rostros o experiencias de mujeres y una narrativa que las sigue «machucando». En clave subalterna y feminista, diría que habría que discutir el papel de la visibilidad/invisibilidad, pensarla como estratégica, desplegarla en un contexto donde sabemos que el sistema responde a una justicia legal que no es legítima. Como apuntaba hace un año, los tiempos y mecanismos de justicia, con j minúscula, no concuerdan con los tiempos y las demandas impostergables de la mayoría de la población excluida. Por lo tanto, las mujeres y lxs «otrxs» han actuado con formas distintas de visibilidad: no siempre se muestra todo. ¿Y qué es ese todo? ¿Mi condición de víctima?
En un medio donde la vigilancia y el control se han introducido en tantos espacios, hasta lo más íntimo, la invisibilidad ha sido (y es) útil. Históricamente nos hemos movido entre la visibilidad y la invisibilidad: rompiendo las narrativas hegemónicas o mostrando su función estructural en borrarnos, pero también situando el por qué y los cómos de la clandestinidad, por ejemplo.
Hay muchas maneras de retraerse como acción política: observando sin dejarse ver, escuchando, aparentar no saber leer (lo he visto con varias trabajadoras domésticas con las que he trabajando en los últimos meses), pretendiendo obedecer ciertas normas cuando lo que haces es entender un lenguaje de reglas para subvertirlas (observemos las prácticas y relaciones en las aulas escolares), evitar la lupa, falsificar papeles (por ejemplo, los migrantes que van por temporadas a México a los centros turísticos de Yucatán), etc.
La exposición de las «víctimas», incluso mediática, aplana su propia existencia, las expone, las vulnera y les arrebata lo polifacético de su subjetividad. El juicio moral también aprisiona la vida. ¿Qué pasa cuando el #MeToo encierra o encasilla la vida si buscamos lo contrario? Queremos poblar el mundo de seres vivos diversos, buscamos erradicar los contornos fijos de esas identidades normativas, los límites del ser, buscamos emprender líneas de fuga como aquellas prácticas que ponen en cuestión el ejercicio del poder. En esto me reconozco en Deleuze: abogo por una crítica al encasillamiento de la vida, desterritorializándonos, no en calidad de desterradas sino dispuestas a estar en movimiento continuo.
Como escribía hace muchos años en AVANCSO, el reto es cómo asumimos una diversidad que rompa con la imposición de regímenes de verdad instituidos por versiones únicas y hegemónicas, sin caer en visiones dicotómicas, fragmentadoras e individualizantes y, por ello, poco explicativas de la sociedad. Además, cuando estamos en un marco social de postguerra, el riesgo es centrar la práctica en el dolor, desdibujando la participación política en la lucha social feminista de décadas.
Si algo hemos aprendido con los procesos de recuperación de la memoria, como un lugar de tensión y disputa, es que las lógicas de victimización e individualización fragmentan la dimensión social de lo vivido. Tienen un alto riesgo de invisibilización de la actoría social y política. En muchos de los recuentos quedaron por ejemplo invisibilizadas, las alzadas, los motivos de su participación militante, sus recorridos, sus aciertos y sus desaciertos.
Los cuerpos como objetos y producción de regímenes de sexualidad
La segunda variable de la disputa es cómo la retórica del escrache se engarza con una visión de la objetivación de los cuerpos de las mujeres. Me refiero a que, en lugar de desmontar esa visión, el escrache termina reforzándola, al no enmarcar esas dinámicas en un contexto más amplio. ¿Cómo balanceamos esto con una sed de justicia inmediata típica de los tiempos que vivimos donde la recompensa se espera pronto, prontísimo? Hay una relación entre la individualización de la víctima, la gratificación instantánea de denunciar mediáticamente al agresor y el neoliberalismo que construye al sujeto como único responsable de sus actos: lo histórico-sistémico queda desdibujado.
Aquí la reflexión de las feministas decoloniales sobre la formación del capitalismo ha sido importante. La esclavitud, el colonialismo, el imperialismo y el capitalismo son regímenes que transforman a las personas y a la naturaleza en «objetos» a desechar. ¿Qué es la explotación sino el uso de las personas y de la naturaleza hasta que estén todas gastadas, agotadas? Suelos, bosques, faunas, ríos, y sí, cuerpos y, sobre todo, cuerpos feminizados.
Si hablamos de interseccionalidad, de tomar en cuenta varios aspectos, no nos detengamos en un par. Hablemos de capitalismo racializado, de sexismo, de explotación económica, de apropiación cultural, de individualización de los creeres, de agotamiento de nuestro espacio de vida. Veamos que las respuestas y las resistencias no son solo un grito unidireccional, sino que emergen en muchos lugares y de varias maneras.
¿Aniquilar o «cancelar» socialmente al otro conduce a la transformación de las relaciones de género? Ojalá que esta pregunta no se interprete como defensa al acosador, porque es claro que mi intención es otra. Cuando distintas feministas, amigxs, activistas, colegas, conocidas o desconocidas, han intentado esbozar una mirada crítica a la lógica de la cancelación, la reacción inmediata es que se está del lado del agresor. Por eso me interesaba hurgar en esa vieja disputa que viene desde la década de 1980, que es la de intentar salir de esquemas binarios y dicotómicos (víctimas/sujetas deseantes, acosadores/víctimas, hombres/mujeres, etc.). La realidad es más compleja y hay que enunciarla o, al menos, discutirla con más finura: las relaciones de género patriarcales están instituidas por la desigualdad, la asimetría y la jerarquía de poder, sin duda. Pero también, como dice Natalie Zemos Davies, «éste es un espacio móvil y tenso en el que las mujeres – ni entendidas sólo como víctimas ni tampoco como heroínas– trabajamos por mil medios distintos para ser sujetas de la historia».
Somos mujeres. Plurales. No todas son aliadas. ¿Cómo hablar de sororidad? Primero, hace falta explicar e ilustrar la diversidad de condiciones sociales, creencias, contextos socioculturales y trayectorias individuales de las mujeres, y mostrar que ni la condición femenina ni la condición masculina tienen una esencia que las defina. Lo de la «esencia» sí nos está haciendo daño. No sé para qué repetimos que el género es una construcción histórica si no podemos ver cómo lo que la sociedad nombra como «femenino» o «masculino» está estrechamente relacionado entre sí, y cuya lógica es posible desentrañar. Tanto la investigación en todas sus variantes como la acción política heterogénea son las que sostenidamente están evidenciando esa lógica histórica y moviéndonos más allá de los esencialismos.
Esa lógica es la reproducción de un régimen de sexualidad donde los cuerpos de las mujeres siguen considerándose como objeto. Objeto de consumo, objeto de deseo, objeto descartable, objeto sin derecho a sentir ni a vivir. El #MeToo no permite, sin embargo, tensionar y expandir los límites de la producción de regímenes de sexualidad (qué es y cómo la sociedad reconoce como norma para «ser» mujer, «ser» hombre, etc., en determinado contexto social y temporal). Puesto de otra manera, no permite mover las fronteras no sólo de las demandas que hasta ahora han conformado el repertorio de protesta de los feminismos, sino de las sexualidades que nuestra ciudadanía sexual considera legítimas.
Si nos quedamos con la versión mainstream del #MeToo, como la sola denuncia contra el abuso de los hombres, estamos evacuando, no del análisis, sino de la lucha política el vínculo con los procesos de construcción de género. Mi hipótesis es que al no tocar este tema seguimos anclándonos a la norma binaria y heterosexual y, por lo tanto, reproduciendo los esquemas segmentados. Quedarnos con una narrativa de la sola exposición/anulación (simbólica) del agresor nos sumerge en la lógica dicotómica. Nos mata la fuerza política y la creatividad porque no vemos los experimentos múltiples en distintos territorios y por distintxs actorxs. Nos mata eso mismo que nosotrxs estamos buscando: la vida sin violencia. Aunque, admitámoslo, aquí nos toca abrir una reflexión amplia sobre cómo entendemos las lógicas de reproducción de los regímenes de sexualidad y sobre cómo nos acercamos al deseo.
También es impostergable hablar de cómo, en Guatemala, la violencia produce sujetos y modos concretos de vida. ¿Cómo nos constituimos como sujetos? Reafirmo la necesidad de discutir también la categoría de género y no sólo como categoría clasificatoria “universal» de la que formamos parte desde que somos nombrados, sino como algo que cotidianamente se practica y retroalimenta.
Si lo que buscamos es hacer tambalear un régimen patriarcal, una de las estrategias de las que no podemos prescindir es la de desmenuzar cómo el género, como una categoría relacional, no sólo expresa relaciones de poder/dominación, sino que permite ver la construcción de las subjetividades de género como proceso social. Nuestra identidad genérica no es sólo la suma de un conjunto de atributos etiquetados en cajones preestablecidos. No todxs asumimos, experimentamos y vivimos el género de la misma manera.
Todo régimen dominante en términos de las relaciones de género nunca es total o exclusivo. Como dijo Joan Scott, la pretendida binariedad de las categorías «masculino» y «femenino» (como hablar de «hombre» y de «mujer») se sostienen por relaciones de poder y no en términos de «esencias» o «identidades» tomadas aisladamente. Si insistimos en la binariedad y en los esquemas dicotómicos, no estamos poniendo en jaque un régimen de producción sexual hegemónico, sino operando bajo sus premisas. Estamos esencializando las identidades sexuadas frente a la multiplicidad de configuraciones y vidas posibles.
De institucionalidad y líneas de fuga
Otra variable de la disputa histórica que emerge ahora es cómo entendemos la subversión del sistema patriarcal y desde dónde. Es crucial ver las formas de acción política en la historia de los movimientos feministas en Guatemala y en la región, porque hay múltiples estrategias, discursos y líneas cruzadas, sobre todo en relación con el Estado.
Uno de los grandes logros en Guatemala a partir de las negociaciones de paz fue posicionar los temas de derechos de las mujeres en la agenda institucional, con los reveses que ha tenido. Los espacios de disputa política se han dado en territorios diversos, en las calles, atravesando el espacio íntimo hasta llegar al público.
¿Qué es lo que visibilizamos? ¿Qué es lo que no visibilizamos? ¿Qué vemos? ¿Qué no vemos? En el clamor por el castigo hay un riesgo: dejar solas a las que se atreven a denunciar, enfocándonos en el agresor. ¿Cómo el clamor por el castigo se nutre de la violencia como espectáculo que nos corroe y deja invisibilizadas a las mujeres y sus procesos de recuperación? ¿Cómo hablar de sororidad más allá del reposteo en redes sociales de las denuncias? ¿Quién las acompaña? ¿Quién se acuerda de apoyarlas, de empatizar con ellas a través de otra razón que la sinrazón de la violencia?
El acento punitivo, en su vertiente discursiva de aplicación de la ley como mecanismo de control social, privilegia una mirada sobre las violencias de género privada de una crítica radical del sistema. En otras palabras, se refuncionalizan discursos de lógica represiva que aspiran a traducir las problemáticas sociales y políticas en términos de defensa, de seguridad, de encierro, expulsión y castigo. Lo vemos y lo nombro porque es una realidad que nos golpea a diario, con el discurso de tolerancia cero a la migración. En este nivel, vuelve a evidenciarse la matriz de la disputa entre jerarquización del derecho y la extenuación del deseo.
Traigo esto a colación porque también me interesa resaltar que esta lógica discursiva se produce a la par de un proceso de repolitización del campo religioso y de moralización de la política. No se podría decir que son lógicas nuevas. No lo perdamos de vista. Primero, porque esa perspectiva revalida la idea de que solo en la esfera de lo moral se puede «salvar» a estas democracias incompletas. Segundo porque, a la par de la sospecha perpetua en relación con el papel del Estado, es la que sustenta el auge de los movimientos neoconservadores en la región. Y tercero, porque este discurso se articula a un proyecto neoliberal contrainsurgente que ha provocado una erosión gradual del tejido democrático por el que la vida quedó reducida a la sobrevivencia.
Mi crítica está dirigida a construir y mantener líneas de fuga. Veamos detenidamente en dónde se inscriben nuestras estrategias de acción en torno a la llamada «cancelación» y en qué lógicas están inmersas. Privilegiemos la pluralidad. Es una crítica vista como autocrítica, como un llamado a des-conocernos, a reconocer que existen otras poéticas del habitar, a des-conocernos en cuanto a reproductorxs de discursos. Reivindico la necesidad de ponernos en duda porque des-conocernos es también imaginar arquitecturas del mundo donde quepamos humanos y no humanos. Porque, al final de cuentas, imaginar es, en palabras de Valeria Luiselli en su novela Los Ingrávidos, poder recordar el futuro.
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