Volví del paraíso (o de un reflejo de paraíso). Ingresé temprano por una vereda con una valla de bambú. Es primavera y, afortunadamente, ese día estaba medio nublado, con tenues rayos de sol. Sola, sin gente alrededor, sentada en una banca de madera frente a un estanque y una pequeña cascada, con el bosque detrás, escuchaba Leaves of Autumn, de Jiang Xiao-Qing. Hermosa pieza. Es una belleza que tenía que escuchar precisamente en este oasis. Éxtasis total. Enfrente, los kois de colores nadaban sin percatarse de mi presencia fuera de lugar.
Offside. Así me sentía en el paraíso. La expresión es precisamente la que buscaba. Los seres humanos hemos hecho todo para estar fuera de lugar de nuestro entorno de vida. No sé cuántos kilómetros tenga de extensión el bosque, y el jardín que visitaba era apenas una pequeña porción del paraíso que se difuminaba luego hacia el río y la ciudad.
Vagué por el paraíso. Recorrí sus calles por las mañanas, las tardes y algunas noches. Pasaba por casas de gente desconocida. Me atrevía a ver los porches, los jardines, a imaginar las vidas detrás de esas ventanas. «Aquí viven dos ancianos», o «aquí vive una pareja con un bebé de meses», o «aquí comparten la casa varios estudiantes», y así hasta llegar al «aquí podría vivir». Parafraseando a Deleuze, diría que no deseaba esa casa, sino que deseaba el paisaje envuelto en esa casa, paisaje que no conocía, pero que presentía. La idea seductora del paraíso persa, de los proyectos formados en la casa. Seducción tramposa por irrealizable, aunque embriagadora.
Kane, Piglia, Nettel, Castellanos Moya, Padura, Schweblin, Viet Thanh Nguyen, Cusk, Hesse, Luiselli, Jufresa, Didion, Krakauer, Marías, Patti Smith, Haddon y hoy, apenas, Lerner. No los distinguía a todos en esas libreras que aún no conozco y seguramente no conoceré (¿acaso en sueños?), pero que casi adivino. Ciclos de lecturas compartidas, dialogadas. Algunas recomendaciones que amé. Otras que no tanto. Ha pasado más de un año desde mi primera nota o manual de sobrevivencia pandémica. Pasaron también meses de sequía de lectura, o más bien meses en los que leía a sorbos. Pero siempre regresaría al monólogo de Sarah Kane, seguramente porque se instalaron en nosotros múltiples monólogos durante la pandemia. Crave será siempre uno de mis monólogos favoritos porque sitúa la permanencia de lo extra-ordinario que, para alguien que no es Sarah ni mucho menos Kane, es imposible narrar: «Nothing is a cliché when you’re living it» (Ben Lerner).
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Tiempos extraordinarios. Y, después de más de un año, esos tiempos se han ido mezclando con la vida cotidiana. Aquí sobrevivimos. Es lo que hay que decir. ¿Qué más podría una decir? Morimos y sobrevivimos sin un manejo adecuado de la pandemia. Duele. Sobre ello tampoco digo mucho porque ya no puedo decir mucho.
Tanto que hemos analizado, tanto que hemos dicho, tanto que hemos escrito, tanto que hemos leído, tanto que nos falta por escuchar. ¿A quiénes seguimos privilegiando para contar la vida en Guatemala? ¿Cuáles son las versiones que registramos, preservamos y ocupan nuestros espacios académicos y, fuera de estos, el espacio del discurso público sobre la pandemia? ¿Cómo estamos encuadrando o formateando el análisis, dejando de lado las versiones subterráneas, no oficiales de los anales de la historia del presente?
Escuchar a varios jóvenes de distintos territorios durante las últimas semanas me ha sacudido la redondez y la pulcritud de los análisis políticos y sociales producidos en estos meses. Ninguna resignación en el día a día, más bien desesperación. Con sus palabras aterricé en una región que creía haber extraviado: la perplejidad o el asombro.
La pandemia es entender el vínculo, pero también el fuera de lugar. No es que no pertenezcamos. Es que, para empezar, pertenecer nos sitúa en el plano de la posesión del espacio. Ojalá, como sugería Harvey, pudiéramos cortocircuitar la idea de posesión del espacio y restablecer la idea de moverse a través de la tierra sin delimitarla, sin dividirla, sin derechos de perpetuidad sobre esa tierra. «Mi tierra, mi vida, mi familia», sin poseerla, sin cerrarla. Fuera de lugar: tratar el espacio y el tiempo de una forma radicalmente diferente, moviéndose por el espacio en formas disruptivas, desobedeciendo los derechos de propiedad.
Soltarlo todo, renunciar a aquello que pensábamos nuestro, pero que no lo es (tal vez nunca lo fue). Soñar con otras tierras, ya no nuestras ni de nadie: ahí dónde el vínculo no deja duda, donde no hay fuera de lugar. Ya no remo. Suelto los remos para que el barco navegue a la orilla que le plazca.
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