Finales de febrero, 2018. Salía del consultorio del ginecólogo con una duda y una recomendación para una cita con un oncoginecólogo. Semanas después salía del quirófano con un parche que cubría la piel de mi seno izquierdo abierto. Transcurrieron algunos meses, casi un año, cuando por fin me decidí a escribirle a un grupo de amigas para que habláramos sobre cómo vivimos estas experiencias y cómo interpretamos no solo la intervención en el cuerpo, sino las propias heridas y cicatrices —visibles o no— en nuestras vidas. ¿Por qué compartirlas con un grupo selecto de mujeres? Primero, porque la herida es un proceso que todas hemos vivido. Segundo, porque quería generar una especie de red de reflexión, apoyo y cuestionamiento. ¿Cómo hablamos de las heridas y cicatrices en nuestros cuerpos?
No es sino hasta varios años más tarde cuando vuelvo a revisar lo que intercambiamos por aquellos meses. Siempre estaré agradecida por la disposición de ellas a responder, a estar, a retarme y a retarnos hacia nuevos horizontes más allá de la autocomplacencia. En realidad, también buscaba refugio, abrazos y herramientas para poder interpelar esas sutiles normas que han ido definiendo la experiencia de ser mujer dentro de un esquema binario que se inserta en lo más profundo de nuestra piel. ¿Por qué una herida en un brazo o en una pierna no nos sacude tanto como las heridas y cicatrices en los senos, en el vientre, o como la cicatriz de la episiotomía? ¿Cómo es que, por vericuetos inmateriales pero extremadamente eficaces, las cicatrices desafían las formas en las que nos construimos subjetivamente? ¿Cómo es que esa condición retórica de la formación individual limita otras formas de reconocimiento y de experiencia, incluyendo la propia experiencia del deseo? Si no fuera en el seno, sino en el hombro, ¿me dolería menos? Dolor. He ahí otras de las ramas del árbol que buscaba zarandear. Una es el deseo formateado. Otra es la rama del dolor. Tenemos tan hondamente incrustada la imagen normalizada de la feminidad (así, resaltada en itálicas) que nos cuesta atrevernos a impugnarla íntimamente.
Aquella cicatriz, mi cicatriz, pasa encima del corazón. Es una metáfora que tiene el potencial de abrir un espacio en el que podamos vernos y discutir sobre el tema: ver cómo nuestros cuerpos están construidos y los caminos que todas nosotras hemos andado. No cerramos, obviamente, la discusión. Mejor así. Sigue abierta porque se trata de nuestra piel cambiante, llena de cicatrices como un mapa de recorridos. «Mi piel es el después del antes. Piel andada, con años y años vividos. Un papel muy delgadito que se rasga fácilmente», escribía una de las convocadas. Cicatrices: «aceptarlas y quererlas me ha costado mi trabajo y mi tiempo. Sobre todo entender que ellas no me definen a mí, sino que son parte de un todo, de ese todo que soy yo», apuntaba otra amiga.
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Una de las ventajas de propiciar estos espacios de intercambio es entender que todas y cada una somos parte y resultado de circunstancias específicas, que nuestros itinerarios son distintos, que, si bien compartimos búsquedas, tenemos miradas diversas, a veces opuestas. Situarnos y reconocer desde dónde nos enunciábamos, nuestros privilegios —compartidos o no—, marcaron también un camino, tímido quizá, para deshacer ese cuerpo generizado que es un mapa de deseo, disgusto, placer, dolor, odio y amor. Un cuerpo que sigue siendo el primer espacio de inscripción de los imaginarios, valores y normas sociales.
En medio de este abismo aterrador en el que niñas, adolescentes y mujeres están siendo asesinadas en Guatemala, vale la pena volver a apuntar cómo esa violencia hacia los cuerpos feminizados establece, entre otras cosas, un estatus de lugar, casi como un establecimiento elemental de territorialidad [1]. En el espacio público, los cuerpos feminizados están signados por una prohibición de presencia existencial. La resignificación de los cuerpos, de las heridas y sus cicatrices, no es, por lo tanto, poca cosa.
Cicatrices. Hay que ponerles nombre, palpar el surco, explorar las nuevas geografías, preguntarse qué son, ir más allá del sentido poético de la reconstrucción y asumir el sentido de la búsqueda que nunca terminará. Costuras de piel, sin romantizarlas, pero reconociéndome en ellas, poco a poco. Pasé nueve meses tomándole fotos a la cicatriz después de la cirugía del seno izquierdo. Al principio eran fotos semanales, luego fueran espaciándose hasta tomar una foto al mes. Son fotos anodinas del seno, de la cicatriz, transformándose y transformándome. ¿Por qué me dolió ver la herida en el seno? Pasé nueve meses examinando cómo viví esta herida como una marca de un cuerpo atravesado por formas muy concretas en las que he experimentado el deseo, la maternidad, la sensualidad, etc. Poner el cuerpo en entredicho hasta finalmente acceder a la idea de no ser yo la que moldea mi cuerpo, sino la cicatriz la que me moldea a mí. Ya no solo la nombro: me fundo con ella. Nueve meses de gestación: Karen fue su nombre. Otra vez.
«Las cicatrices son sitios por donde el alma ha intentado marcharse y ha sido obligada a volver, ha sido encerrada, cosida dentro» (J. M: Coetzee).
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[1] Moreno, Hortensia (2007).
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