A cien metros de Estados Unidos, retornar
A cien metros de Estados Unidos, retornar
Un primer grupo de la caravana migrante inició la noche del lunes 26 de noviembre, su proceso para retornar a Centroamérica. 81 personas se anotaron. Para ellos ya solo queda esperar el vuelo de vuelta a casa, o a su país de origen, pues muchos ya no tienen casa. Mientras, más y más migrantes siguen llegando a Tijuana, empeñados en cruzar.
El viernes 23 de noviembre apareció una pequeña caceta de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) frente al albergue situado en la Unidad Deportiva Benito Juárez, en Tijuana, Baja California. La OIM estaba ofreciendo un retorno seguro y, sobre todo, voluntario, a los centroamericanos que integran la caravana migrante. Pronto, desde la mañana, varias personas se acercaron a preguntar cómo era el asunto, qué tan pronto estarían de vuelta.
No es de sorprender. En cada etapa de la caminata, algunos se han dado la vuelta.
La OIM, fundada en 1951, es la división de la Organización de las Naciones Unidas que brinda acompañamiento a problemáticas de migración. Actualmente tiene presencia en 165 países, incluyendo toda Centroamérica.
Según Juan de Dios Chovarín, representante de la OIM, el proceso inicia tras llenar una hoja de registro con sus datos personales y firmar un documento de voluntariedad. Luego la OIM gestiona con el consulado del país para darle un pasaporte temporal a quienes no tengan uno.
Hasta no obtener la aprobación de los consulados, la OIM, con fondos proporcionados por ONU, no pueden comprar los boletos de avión. Una vez recibida se gestiona el transporte. Es decir, la fecha de retorno depende más de una pronta respuesta de los consulados que de la gestión de la OIM. Ivana Guerra, coordinadora de OIM, añadió que esperan juntar un grupo grande para así retornarlos juntos, en un solo avión.
Mientras se espera la acreditación de los consulados, añadió Guerra, los migrantes que buscan su retorno serán trasladados a un albergue, siempre en Tijuana. “La idea es sacarlos de este ambiente, que estén más cómodos y vean que esto es en serio”, dice.
Para el sábado 24, caída la noche, la OIM había recibido apenas 10 solicitudes. Sin embargo, el encontronazo del domingo pareció motivar a más gente a regresar. Es casi como si la acidez de los gases convenciera a los migrantes de que el paso hacia Estados Unidos es, después de todo, imposible. Al menos ahora. “Se dieron cuenta que no es tan fácil cruzar y que el asilo político es complicado”, señala César Palencia, director municipal de la Atención del Migrante en Tijuana.
—No, yo me regreso porque ya no aguanto —dijo alguien por ahí, en la fila— Pero yo vuelvo a intentar. En tres meses me van a volver a ver por acá.
—¿Vos también te vas pa’ atrás? —pregunta otro.
—¡Ja! ¡No! Yo me voy pa’ allá, pa’l otro lado —responde un tipo regordete, con un vaso de ramen en mano, que señala hacia donde está el muro.
Para Jonathan Canal, 28 años, de Choluteca, Honduras, todo depende de qué tan rápido sea el procedimiento. “Llevo acá ocho días”, dice. “Si en unos dos o tres días ya puedo estar de vuelta, pues me voy. Pero si son unas dos semanas, a lo mejor para ese tiempo ya cambiaron las cosas, entonces me quedo”. En Choluteca, Jonathan trabajaba como pintor de casas. Ganaba 300 lempiras (unos 95 quetzales) al día. Sin embargo, pagaba 6,600 de renta. Para sobrevivir, además, realizaba trabajos de mecánica.
Por esa escasez Jonathan decidió salir. Dejó atrás a su esposa y a una niña de dos años. Dice que durante el viaje le daba tristeza estar lejos de su familia, pero siempre trataba de sonreír y seguir adelante pues sabía que su esfuerzo era para darles una mejor vida. Durante el viaje su esposa le pedía que regresara, pero él decía que no. Pero ahora, todo parece más urgente. Antes de salir, Jonathan dejó pagado dos meses de renta, octubre y noviembre. “Imaginé que para diciembre yo ya estaría trabajando, mandándoles dinero”, confiesa. “Así que mejor me voy y regreso a mi trabajo. A mi esposa ya la están amenazando que la van a correr de la casa”.
Jonathan admite que el resultado obtenido por la marcha del domingo 26 también lo desanima, cuando fueron repelidos por gases lacrimógenos. “Así no vamos a pasar”, reclama. Después de entrevistarlo Jonathan pasó a recibir información en la caceta de la OIM, regresó minutos después. “Me dijeron que el proceso toma unos tres días, pero todavía la voy a pensar”, dice.
También están los que ya tuvieron suficiente. “Ya, ya estoy cansada y se me ha enfermado mi nena”, reclama Rosa González, 36 años, meciendo a su hija de tres. Rosa es parte de la caravana de El Salvador que inició su trayecto el 31 de octubre y cruzó por el puesto fronterizo de Pedro de Alvarado. Rosa es tajante, seria. “Ya ni yo sé qué voy a hacer”, contesta hastiada, sobre las oportunidades de vuelta a San Salvador donde realizaba trabajo doméstico. “Solo quiero descansar”, remata.
“Todo es esperar en la caravana”
A las dos de la tarde, Chovarín anunció que “pronto” llegarían los buses para trasladar a los retornados a otros albergues, donde esperarían la acreditación de sus respectivos consulados.
“Allá vamos a llegar, muchachos, vamos a descansar,” continuó Guerra. “Nos vamos a bañar, a cambiar, nos vamos a poner todos guapos”, añadió con una mueca.
El domingo 25, después de que un grupo de migrantes fuera reprimido por la Border Patrol, desde territorio estadounidense, con gases lacrimógenos y balas de goma, la moral de algunos miembros de la caravana parece haber bajado. Se enteraron de la rudeza de la frontera.
Dilsia Patricia de 36 años, y su marido Carlos Alberto Flores de 32, llevan ya dos semanas en Tijuana, esperando. La pareja salió de Copán, Honduras, junto a la primera caravana. Dice Dilsia que, a veces, tras pagar la renta, no tenían para comer y había días que solo tenían para un tiempo de comida. Carlos trabajaba en el campo, “juntar la milpa, chapear potreros, ordeñar las vacas; lo que sea”, describe. Carlos ganaba 300 lempiras (95 quetzales) a la semana y pagaban mil de renta al mes. Tienen dos hijos, y uno más en el camino. Dilsia tiene dos meses de embarazo. Carlos admite que tenía la ilusión de llegar a Estados Unidos para trabajar, ayudar a que sus hijos terminen la escuela y, posiblemente, construir una casita. “Mi hijo me acompaña a veces a trabajar, es bueno con el azadón. En Dios primero él va a ser mejor que yo en todo”, sonríe Carlos.
Pero después de 15 días empezaron a impacientarse. Se unieron el domingo a la marcha. “A lo mejor pasábamos”, dice Dilsia; sus ojos son ovalados y llenos de lágrimas y su rostro, desinflado por el tedio, la tristeza.
El domingo en la frontera, Dilsia y Carlos corrieron emocionados. Iban de la mano. Siguieron al río de gente. Pasaron por el canal. Vieron Estados Unidos, ahí no más. Pero luego llegaron los policías. Tragaron gas. Huyeron. Tosieron. Lloraron. “Mi mujer casi se me desmaya”, dice Carlos, abrazándola, mientras Dilsia descansa las manos en su estómago apenas cambiado por el embarazo. Y así, llevados por el humo regresaron al albergue. Esa misma noche decidieron volver a casa.
“Pensábamos que ya a estas fechas íbamos a estar allá, que íbamos a pasar las navidades en Estados Unidos”, dice Dilsia. “Y ya los habíamos visto”, sigue, en mención de los trabajadores de la OIM. “Pero ni siquiera lo habíamos pensado, no habíamos pasado ningún problema”.
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Carlos admite que durante el ataque de Border Patrol, temieron por sus vidas. “Traían ellos pistolas; a qué horas nos disparan”, dice. “Mejor irnos a pasar hambre allá a que nos maten aquí”.
También está María del Carmen Mejía, 28 años, madre soltera de dos niñas, de siete y tres años. Las tres vinieron desde Copán, “por la necesidad, por el hambre”, dice molesta. María del Carmen realizaba trabajo doméstico y tenía suerte si recibía 1,500 lempiras (475 quetzales) al mes. “Cuando escuché de la caravana y que iban a buscar trabajo a Estados Unidos, me enloquecí”, admite, “con mis hijas salimos a la carrera. ‘Vámonos, mami, para ir a hacer nuestra casa’, me dijo la más grande”.
A pesar del cansancio, María del Carmen señala que en el viaje iba emocionada. En Mexicali, ya podía sentirse del otro lado. Pero ahora se dio cuenta de lo difícil que es cruzar. “Ya no hay emoción”, cuenta, mientras su hija mayor empuja a la otra en el carruaje, jugando. “Ya queremos ir a descansar. Ya pasamos muchas cosas”.
Pronto dieron las 4:30 y los buses no llegaban. Bajó el frío. Las personas sacaban sus frazadas. Rosa abrazaba a su hija, la cubría con un suéter. A las 5:30, seguían ahí, en la calle, esperando. Fue hasta las 6:00 que Ivana Guerra se pronunció. “Muchachos, necesito de su paciencia”, dijo. “El trabajo logístico y administrativo lleva tiempo. Les pedimos paciencia. Estamos trabajando lo más rápido posible. Ya pronto nos vamos, pero necesitamos de su colaboración. ¿Okey, muchachos? ¿Chicas? Falta esperar un poco más”.
—Todo en la caravana es esperar —dijo alguien atrás, impaciente.
Mientras, unos 30 hombres, de la caravana salvadoreña, recién llegaban al albergue Benito Juárez. Iban rápido, emocionados, preguntaban si hay lugar, que cómo se hace, que a dónde hay que ir.
—Ahí —le contestó uno de los pronto retornados, señalando la entrada—.Te dan un brazalete y entras.
Según Chovarín, tenían ya el transporte listo, pero como debían transportar menores, 13 menores, necesitaban una autorización escrita por la Procuraduría General, lo que estaba atrasando todo.
Una separación innecesaria y el duelo
A las 6:30, los representantes de la OIM dijeron que no tenían un albergue, sino dos disponibles. Eso, sin embargo, significaba enviar a los hombres a uno y a las mujeres a otro. Es decir, separar parejas. Rápido varios se quejaron.
—Pero ¿es seguro? —preguntó uno.
—Es muy seguro, muchachos —contestó Ivana, con megáfono en mano.
—Pero mire, es que mi mujer no quiere que nos separemos —dijo otro.
—Ay, las mujeres. Tan sentimentales. Dile que no se preocupe —contestó Ivana con una media sonrisa vacía de empatía.
Varios hombres buscaron razonar con las autoridades de la OIM. Que iban juntos. Que son familia. Que no se quería separar. Los funcionarios de la OIM respondían que todo era un procedimiento habitual y que pronto se volverían a ver, en el vuelo de vuelta a casa.
A un lado Dilsia Patricia veía todo con temor. Empezaba a llorar.
—Desde que nos casamos, con mi marido no nos hemos separado ni un solo día —señaló, limpiándose las mejillas—. Ni siquiera en el viaje. Si nos daban ride y solo aceptaban mujeres, lo dejábamos pasar. Nos subíamos hasta que alguien nos llevara a los dos. Esto no es justo.
Carlos, más sereno, seguía insistiendo. Preguntaba. Pero mientras los maridos alegaban, mientras Dilsia se secaba las lágrimas, llegó la autorización de la Procuraduría General. Los de la OIM, apurados, empezaron a llamar nombres, a alinear a los hombres de un lado, a las mujeres del otro, y a ignorar las preguntas. La orden fue, hombres de un lado, mujeres del otro. Separación familiar, irónicamente, en tierras mexicanas. Carlos y Dilsia decidieron no salir el lunes. Esperar al martes, para ver si cambiaban las reglas. Si podían mantenerse juntos.
A las siete de la noche empezaron a abordar los buses proporcionados por la Secretaría de Gobernación, del Instituto Nacional de Migración. Los primeros en abordar fueron los hombres. Y tan pronto avanzó el primer grupo empezó un intenso intercambio.
—¡Ahí le llevan saludos a Juan Orlando! —gritan los que se quedan.
—¡Quédense aquí comiendo pues, coches! —responden los retornados.
—¡Culeros, culeros!
—¡Nos vemos allá en unos días!
—¡Vayan a morirse de hambre!
—¡A ver cuánto aguantan ustedes, perros!
Hasta una hora después, cuando la temperatura bajó a los 14 grados centígrados, empezaron a llamar a las mujeres y niños. A un lado una pareja se despedía, llorando.
“Solo ella se va; yo me quedo”, dijo Walter Cruz, soldador, 26 años, de Nacaome Valle, al sur de Honduras, viendo a su esposa, María Granados, de 22.
Ya habíamos visto a Walter y María, cerca de la caceta de la OIM. Parecían solo estar pasando el rato. Durante la tarde permanecieron sentados en la banqueta. Comían. Le aplaudieron a una señora que, a media tarde, empezó a cantar rancheras, con una bocina a cuestas. Mientras se ponía el sol Walter, de gorra roja, empezó a cantar burlón la canción de JOH, es pa’ fuera que vas. “Ya me voy de mi país”, decía Walter. “Aquí no puedo vivir”, respondía María, y se reían, jocosos.
Pero caída la noche se abrazaron. Lloraban.
Walter tenía un pequeño taller en Nacaome Valle. Sin embargo, tenía que pagar la extorsión de las pandillas. Hasta 1,200 lempiras (380 quetzales) a la semana, asegura. Pero a veces no le alcanzaba. Apenas tenían para comer. Un día lo intentaron matar. “A machetazos”, añade. En la sien derecha tiene una pequeña cicatriz, de unos tres centímetros. Y en sus manos, otras líneas blancuzcas de cuando se defendió del asedio. “Por eso decidimos salir”, dice. “Le dejamos mis hijas a una prima de mi esposa. Pero les está pegando. Un día hablamos con ellos y nos dijeron eso. Por eso…”
Su esposa haciendo fila lo llama para darle un último beso. Walter corre, se quita la gorra en reverencia y toma el cuerpo de su esposa. Sus labios no se separan por casi un minuto. Regresa sin aliento.
“Pues sí. Por eso ella va de vuelta, a cuidarlos”, dice, ahogando la tembladera de sus labios. “Yo me quedo. Quiero ver cómo me tiro para allá. No le dije nada a ella. Se va a preocupar”.
A las nueve todos habían salido, de vuelta a Honduras, ante los aullidos de los que se quedan y la mirada dudosa de Jonathan Canal, de Choluteca. “Todavía no sé si irme”, dice, apenado.
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