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Neimar Wilfredo, 7, espera el desayuno en su casa, en la aldea Tanshá, Jocotán, Chiquimula, donde la desnutrición se ha agravado enormemente en el último año a consecuencia de la pandemia y de los huracanes. Oscar Villeda

Una niñez devastada: así deterioraron la pandemia y las tormentas la desnutrición y el aprendizaje

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Una niñez devastada: así deterioraron la pandemia y las tormentas la desnutrición y el aprendizaje

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El 2020 fue un año devastador para la niñez en Jocotán. Dejaron de ir a la escuela, casi no se les desparasitó, el Ministerio de Salud recortó el presupuesto de nueve programas contra la desnutrición que creció un 81.31% en menores de 5 años, las restricciones de movilidad implementadas para intentar detener el contagio del COVID19 produjeron más pobreza y desempleo en las familias. Según especialistas este daño es irreversible y a largo plazo: La devastación durará décadas.

Son las ocho de la mañana y niños y niñas corren por las calles de tierra en Tansha, Jocotán, detrás de algunos perros escuálidos. Einar Vladimir, de seis años, juegan con su juguete favorito. El juguete es una cosa extraña, está hecho de piedra y madera. La piedra, que tiene aspecto de pesa, va en el suelo. Con un palo, en forma de cruz y bifurcado hacia un extremo, como en Y, atrapa la pesa y la empuja lejos, colina arriba, colina abajo, cerca de nosotros y de vuelta a su casa. Es el turno de su sobrino Neimar Wilfredo, de siete años y quien vive al lado de Einar. Gana el que lleva la pesa más lejos, el que…

«El que no la bota», dice Einar, sonriendo; un gallo canta y otro le responde cerca.

Son las ocho de la mañana y Einar corre detrás de Neimar. Son las ocho de la mañana y Einar y Neimar deberían estar en la escuela.

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«Pero hoy no van», dice Rutilia García Pérez, «van hasta mañana; van dos veces por semana».

Rutilia, de 43 años, es madre, abuela, esposa, comerciante, campesina y coordinadora comunitaria. Tiene seis hijos y seis nietos. Einar, su hijo más joven, nació en el 2015, un año después que Neimar, hijo de uno de los hijos mayores de Rutilia; por eso Einar es tío de Neimar, a pesar de ser un año menor.

«Van ahora por grupos», sigue Rutilia. «El año pasado sí no fueron; solo les dieron unos folletos».

Antes en Tansha iban a la escuela de 7:30 a 12. Durante el año pasado, nos cuenta Rutilia, lo más que sus hijos y nietos estudiaban al día era una media hora, lo suficiente para terminar las tareas. La deficiente continuidad escolar es apenas una de las consecuencias de la pandemia en Tansha y su vecina Tontoles. Fuimos allá a principios de mayo, cuando empieza el hambre estacional en la región, cuando la gente se queda sin comida. O eso era durante un año «normal». Así era antes del 2020, antes de que la gente de Jocotán —además de enfrentarse a sequías, pobreza, abandono institucional, desnutrición y aislamiento— se enfrentara a una pandemia y dos huracanes que los dejaron sin comida desde enero. Todo el mundo salió afectado. El efecto en la niñez, sin embargo, puede que haya sido, sea, y vaya a ser, catastrófico. Más desnutrición aguda en menores de cinco años, más transmisión intergeneracional, mayor atraso educativo, más menores con parásitos. Catastrófico, mortal incluso.

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Con las escuelas cerradas  

La casa en que vive Einar está hecha de ladrillos de barro y hierbas secas. El techo son láminas de metal. Tienen un chorro al lado de la pila y una letrina. En la cocina Rutilia tiene un molino para el maíz y un poyo para cocinar. El comal está en un cuarto anexo, hecho de madera. Ahí además comen. Tiene doña Rutilia perros, gatos, pollos, gallinas y un cerdo.

«Siempre me ha gustado tener mis animales», dice ella.

De las gallinas obtiene huevos. Del cerdo quiere hacer crianza, venderlos. Comen lo mismo que come la familia: tortillas recién ellas.

«Y ¿esos para qué los va a usar?», le pregunto, señalando una docena de blocs de concreto.

«Son de un mi patojo, el mayor», dice. «Él se va a trabajar y compra su poquito de bloc porque quiere construir un baño».

La familia de Rutilia se compone de 13 personas. Ella, el esposo, seis hijos, seis nietos.

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No todos viven acá, en su casa. Sus dos hijos mayores, de 27 y 18 años, ya tienen casa propia. Uno vive al lado y el otro enfrente de ella, por eso vemos a tantos niños con Rutilia, pues ella los cuida y alimenta. El año pasado también supervisó el aprendizaje de hijos y nietos. Recordemos: el viernes 13 de marzo del 2020 el presidente de Guatemala confirmó el primer caso positivo de COVID19 en el país. Entonces estableció medidas para intentar contener el contagio del virus. Toque de queda, restricciones de movilidad, suspensión del transporte público, cierre de fronteras y, claro, el cierre de todos los centros educativos.

«Siempre hemos estado algo apretaditos», cuenta Guadalupe del Rosario Ortiz, directora de la Escuela Oficial Rural Mixta de Tontoles, aldea vecina de Tansha, «desde antes de la pandemia».

En la escuela de Guadalupe hay tres maestros para seis grados, para 75 alumnos. Cada maestro imparte las siguientes asignaturas: Matemáticas, Comunicación y Lenguaje, Ciencias Naturales, Tecnología, Ciencias Sociales, Expresión Artística y Educación Física. Guadalupe, por ejemplo, da clases a segundo, quinto y sexto grado, y, por supuesto, en simultáneo, en el mismo salón. En marzo del año pasado Guadalupe también recibió instrucciones de suspender clases, de dar clases a distancia. La gente de Tontoles y Tansha tiene acceso a energía eléctrica, sí. Algunas familias tienen radio, celulares y televisión, mas no computadoras y mucho menos acceso a internet. Según el Censo del 2018, 68% de la población de Guatemala carece de internet y 78% no tiene computadoras. Para asistir al sector público, el Ministerio de Educación dio al profesorado guías impresas con ejercicios para sus estudiantes, los «folletos» que mencionó Rutilia. Los estudiantes tenían que hacer las tareas por su cuenta, en casa.

«Yo no puedo leer ni escribir», dice Rutilia. «Entonces le pedí a mis patojos más grandes que ayudaran a los más pequeños».

«Pero no es lo mismo», añade Verónica Jerónimo Pérez, de 44 años.

Verónica vive en Tontoles con su esposo, sus dos hijos y cuatro hijas; sus hijos ya se graduaron de sexto primaria; sus hijas aún van a la escuela. Verónica, como Rutilia, no sabe leer ni escribir. Según el Censo del 2018, un 46.34% de la población de Jocotán no sabe leer ni escribir; Jocotán es el municipio con más alto analfabetismo de todo Chiquimula.

«Mi esposo es el que las ayudó el año pasado», dice Verónica; su rostro apenas se mueve a través de la mascarilla azul marino que lleva puesta. «Pero por ratitos, porque tenía que trabajar».

Según Guadalupe los más afectados por este cambio fueron los alumnos de Sexto y primero primaria.

«Los de sexto porque no salieron preparados para la educación secundaria», dice la maestra y directora, «los de primero porque no aprendieron a leer ni escribir».

Los niños de Tansha y Tontoles no tienen acceso a preprimaria. Empiezan a los siete años. Por iniciativa propia Guadalupe acepta en sus clases a estudiantes de cinco y seis, como oyentes, para empezar a estimularlos. Einar, de seis, pudo empezar a aprender a leer y a escribir el año pasado. Dice Guadalupe que todos los alumnos que cursaron primero primaria el año pasado con ella aprobaron sus asignaturas y ahora pasaron a segundo.

«Les mandaba sus hojas de trabajo y las entregaban», dice, «pero hay que aceptar la realidad: seguramente lo hicieron sus hermanos pues sus respuestas eran perfectas».

El no poder ir al salón de clases dificultó este seguimiento. El profesorado no interactuó con sus estudiantes; aún hoy lo hacen poco. Además, no realizaron exámenes o evaluaciones. Todo el puntaje, en estas aldeas, se basó en si hacían las tareas o no. Otro aspecto importante de la rutina de estos niños que cambió a raíz del cierre de escuelas fue la entrega y administración de antiparasitarios. Según el enfermero José Vidal Ramírez, quien trabaja en el Centro de Convergencia de Tanshá desde julio del 2016, antes de la pandemia él iba a las escuelas dos veces al año, cada seis meses, para administrar los antiparasitarios. La última vez que lo hizo en octubre del 2019.

«En el 2019 no hubo un solo niño con parásitos», dice José Vidal, de 24 años, «ahora tengo unos cinco o seis cada mes; y esos son los que logro detectar porque vienen acá».

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Estas infecciones pueden transmitirse al consumir agua o comida contaminada. Los parásitos intestinales pueden provocar diarrea, dolor de estómago, vómitos, hinchazón, pérdida de peso y, de no ser tratado, la muerte. Dice José que el Ministerio de Salud sí le da el antiparasitario, el Albendazol de 400 mg, pero en menor cantidad. Lo suministra cuando los padres llevan a sus hijos al Centro de Convergencia. Ir de casa en casa sería imposible. Son demasiado niños. Demasiados hogares. Según datos de Asorech, en Tansha viven 250 familias con un promedio de 5.5 miembros, en Tontoles son un aproximado de 90 familias, con el mismo de miembros. De hecho, el presupuesto del servicio de desparasitación y atención por enfermedad diarreica aguda fue disminuido en 2.6 millones de quetzales este año —el Ministerio de Salud redujo este año el presupuesto de nueve de sus 15 programas contra la desnutrición—.  

«Además, a veces me ha tocado que comprar el Albendazol a mí», dice José Vidal.

Es más, la mascarilla que lleva él, una KN95, la compró él. El Gobierno de Guatemala no entregó suministros para proteger a los trabajadores de salud en Jocotán.

«Nosotros somos testigos de que en este periodo no llegó una sola mascarilla por parte del gobierno o el Ministerio de Salud», dice Fernando Barillas, de Antigua al Rescate. «Fuimos las organizaciones las que llevamos insumos a estas comunidades». Organizaciones como Antigua al Rescate, que dota a cinco aldeas en Jocotán y una en Camotán. Organizaciones como Asorech, que tiene presencia en Zacapa y Chiquimula.

Y como resultado más desnutrición

Le toma dos horas a Rutilia preparar el desayuno. Empieza moliendo el maíz, mientras su hija Lesbia (15) enciende el poyo para hacer el café, y el comal para preparar las tortillas. Eso comen: café, tortillas con sal y un huevo, uno solo, para Einar, el más pequeño de la casa. Mientras Einar desayuna —la familia no come en grupo— y mientras Rutilia hace más tortillas, ella cuenta que el 2020 fue muy duro. Para empezar, el 16 de marzo el presidente Giammattei prohibió el transporte público urbano y extraurbano, cerró todas las fronteras y, dos semanas después, el 4 de abril, vetó el tránsito entre departamentos —esta medida permaneció vigente hasta el 13 de julio—. La restricción de movilidad se extendió en algunos casos, y por disposición municipal, entre municipios y hasta entre aldeas. Tal fue el caso de Tansha y Tontoles.

«No era permitido que personas ajenas a las comunidades entraran», dice Alejandra Menéndez, técnica de Asorech. «Nosotros no pudimos intervenir por hasta tres meses».

Asorech y otras organizaciones coordinaron con municipalidades para entregar la ayuda. Antigua al Rescate, por ejemplo, entregó bolsas de alimentos, medicinas y mascarillas, con el apoyo de la Secretaría de Seguridad Alimentaria y Nutricional (Sesan).

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«De abril a septiembre no pudimos ir a estos lugares», dice Fernando Barillas, de Antigua al Rescate.

Pero esto no solo significa que la gente no podía entrar; la gente no podía salir. Rutilia y otras personas en Tansha nos contaron que no podían siquiera ir al mercado de Jocotán (Centro), a comprar comida y, claro, restringió la movilidad de aquellos que trabajaban fuera de estas aldeas.

Cuando llegamos a Tansha, no estaba el esposo de Rutilia, estaba trabajando. Él corta café. O trabaja en fincas de banano. Nos cuenta ella que él gana 35 quetzales al día, trabaja seis días a la semana, descansa los domingos; gana, entonces, 210 a la semana; unos 840 quetzales al mes. Él gana el dinero. Ella lo administra e invierte. Pero, según cuenta la madre de seis, quien recién empezó a vender ricitos y jugos en su casa, su esposo no salió en todo el año pasado.

«No los dejaban», cuenta Rutilia. «Por allá estaba la policía; tapaban esas veredas. Él sí trató, con otros hombres, pero los regresaron. Les decían que podían traer la enfermedad a la aldea».

Para Claudio Gutiérrez López, actual presidente del Consejo comunitario de desarrollo (Cocode) de Tanshá, la pandemia es una cosa, pero el hambre es otra. 

«La gente empezó a ver qué hacer», dice, «cómo comprar comida, cómo trabajar».

Cuenta don Claudio que los hombres que trabajan en fincas de café en Honduras, al saber que no podían cruzar por los puestos fronterizos, optaron por irse «escondiditos» por veredas hasta llegar al otro lado, a Ocotepeque.

«Llegó un tiempo que todos buscaban irse por los montes, por las montañas», cuenta, «sabían de lo que decía el gobierno, pero la gente tenía mucha necesidad».

Algunos, dice don Claudio, hasta fueron asaltados.

El esposo de Rutilia, sin embargo, decidió quedarse en casa y atender sus siembras. El matrimonio tiene siete tareas (una tarea son 436 mts2) donde siembran quilete, hierbamora, mango, maíz y frijol.

Esas siete tareas no están en Tansha, están como a hora y media a pie, dice Rutilia.

El año pasado sembró maíz en la última semana de mayo y frijol la quincena de julio, esperando las lluvias de fin de año.

La gente en Jocotán siembra dos veces al año. Cultivan maíz a principios de mayo y lo recogen entre septiembre y enero. El frijol a finales de agosto o principios de septiembre y lo recogen en noviembre y diciembre. La temporada de lluvia empieza en mayo y termina en noviembre. Si es así, si sí llueve, la gente tiene comida de octubre a marzo. En abril, cuando la gente ya no tiene comida, inicia el período de hambre, que termina con la siguiente cosecha, en septiembre. En esa época la gente debe comprar más maíz o frijol, o lo que necesiten. Sequías y lluvias irregulares pueden hacer que esta situación sea más o menos severa.

Según datos del Instituto Nacional de Sismología, Vulcanología, Meteorología e Hidrología (Insivumeh), en el 2019 la estación meteorológica en Camotán (la más cercana a Jocotán) registró 65 días de lluvia; fue el año más seco de toda la década. El año pasado iba a ser un buen año, dice la gente.

«Llovió bonito; fue un buen año y eso es algo raro», dice, «pero pasó muy dura la lluvia después».

El 5 de noviembre el huracán Eta llegó a territorio guatemalteco. Afectó, principalmente, a Izabal, Zacapa y Chiquimula. Provocó, en el país, deslaves, inundaciones, pérdidas de alrededor de 6,000 millones de quetzales y 150 muertes. Afectó, además, las cosechas en Tansha y Tontoles y con los cultivos de más de 59,000 familias en todo el país. Y luego, el 16 de noviembre, llegó el Huracán Iota. Eta e Iota acabaron con un 80% de las cosechas de Tansha y Tontoles, según calculan los líderes comunitarios.

“El frijol se secó», dice Rutilia. «Si saqué unos seis quintales de maíz, pero se nos acabó rápido.»

Para sobrevivir, para comprar más maíz, Rutilia vendió algunos de sus animales. Esto no es un efecto de la pandemia, pero agravó la situación en el Corredor Seco mientras la pandemia sometía a la gente de este sector. Los efectos, además, fueron inmediatos. Rutilia y su familia tuvieron que comprar maíz y frijol, en una época que consumen lo que ellos siembran. Esto fue mortal para otros.

Tal fue el caso de Yesmin Pérez, de La Palmilla, Jocotán, que murió el 11 de enero de este año a causa una neumonía y la desnutrición. Tenía dos años. Antigua al Rescate la trató el año pasado.

«Recibimos a Yesmin con seis libras y la logramos a subir a 16 libras», dice Fernando Barillas. «Pero en uno de esos temporales ocasionados por Iota, a la niña le dio neumonía y muere. Fue porque la desnutrición provocó que sus defensas no soportaran esta enfermedad respiratoria».

Este es el efecto más catastrófico que provocó el 2020 en el Corredor Seco: el aumento de la desnutrición infantil.

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En el 2020, según datos del Sistema de Información Nacional de Seguridad Alimentaria y Nutricional (Siinsan), hubo 27,913 casos de desnutrición aguda en menores de 5 años. 12,518 casos más que en el 2019: un aumento del 81.31%. El 2020 fue, además, el año con más casos desde el 2009. En el 2019, por cada 10,000 habitantes, Chiquimula registró 567 casos. En el 2020, 716. Un aumento de 127%.

Todo vuelve a la desnutrición. Falta de empleo + Meses sin percibir un salario + Restricción de movilidad que no permite ir a mercados o ir a trabajar + Cosechas dañadas o improductivas = Más desnutrición.

El Siinsan registró además 118 muertes en el 2019 y 50 en el 2020. Esta baja, según Iván Aguilar de Oxfam Guatemala, se debe a que las muertes se atribuyen a otras causas, como ocurrió con el caso de Yesmin. Según los registros, murió el 11 de enero de este año de una neumonía. No menciona que pesaba 16 libras, cuando una niña de su edad debe pesar 26.5 libras. No menciona, tampoco, que su madre la tuvo cuando tenía 16 años. No menciona su nacimiento prematuro, su mala alimentación, la precariedad de su vivienda. No menciona, claro, los problemas estructurales que favorecieron su muerte. No menciona los problemas estructurales que hacen que eventualidades como la pandemia sean mortales.

«La desnutrición aguda, recordemos, tiene un efecto irreversible en el desarrollo cerebral», dice Kimberly Corado, nutricionista con más de diez años de experiencia en el Corredor Seco. «Y la mayoría de las conexiones neuronales se forman en los primeros dos años de vida».

Es decir, los efectos de ese aumento de 80% en desnutrición lo vamos a ver a corto, mediano y largo plazo, en el país.

La nutricionista nos refirió al Estudio Longitudinal del Oriente del Instituto de Nutrición de Centro América y Panamá (INCAP), publicado en septiembre del 2019. El INCAP monitoreó durante 50 años a 2,392 niños menores de 7 años, nacidos entre 1962 y 1977. Determinó que las y los niños que tuvieron desnutrición durante su infancia tienen una menor estatura, menor coeficiente intelectual, perciben un salario menor y son más susceptibles a padecer enfermedades crónicas (obesidad, diabetes, hipertensión), que aquellos que tuvieron acceso a una alimentación balanceada. El neurocientífico estadounidense Charles Nelson, de la Universidad de Harvard y entrevistado para este reportaje, señala que la desnutrición tiene un efecto devastador en el desarrollo de funciones ejecutivas, es decir, memoria, atención, planificación, organización, inhibición, toma de decisiones.  

«Podemos usar muchas metáforas aqu»”, dice Nelson, «si la base del cerebro no es construida correctamente, todo lo demás será construido sobre una base débil. Por eso hablamos de efectos permanentes, irreversibles. Hay evidencia incluso de transmisión intergeneracional pues las células germinales (óvulos y espermatozoides) también son afectadas».

Futuro y obstáculos

Antes de desayunar, Einar se come un mango de pita y una bolsa de ricitos de la tienda de su mamá. Pasadas las diez Rutilia le sirve a su hijo el desayuno: café caliente, un huevo estrellado y dos tortillas recién hechas, o las que quiera, pues las tiene a un lado en la mesa. Einar solo toma dos. Neimar espera su turno, caminando sobre unas tablas, jugando con un pequeño camión de plástico.

«Acá siempre tenemos comida», dice Rutilia, sirviéndole a Einar, «y hacemos los tres tiempos».  

Einar come sin cubiertos. Con un trozo de tortilla recoge el huevo y se lo lleva a la boca. A un lado su mamá parte otra tortilla en pedazos, los sopla y los da a sus gatos inquietos.

«Gracias a Dios ninguno de mis hijos o nietos ha tenido esos problemas de desnutrición», dice ella.

José David, el enfermero del Centro de Convergencia en Tansha, no está de acuerdo. Nos mostró, por ejemplo, la ficha de monitoreo de uno de sus nietos, mide un 7 % menos de lo debido para su edad. No es mucho, pero según Corado y Nelson, es posible que nunca se recupere.

«Yo monitoreo a los niños de la aldea», dice José David, «los pesos casi siempre están normales, pero más del 80% de la población no alcanza la altura promedio».

Einar, quien come con entusiasmo, a quien vimos correr incansable detrás de su sobrino, es probable que permanezca en la misma situación de hambre y desnutrición que frenó el potencial de sus hermanos mayores y sus padres. Kimberly Corado añade que no podemos, simplemente, culpar a las madres.

«Vemos a las mamás como las culpables de los niños desnutridos», dice, «pero acá es importante un enfoque de género: son mamás que están cansadas, agotadas, tienen que atender a muchos niños, no tienen métodos anticonceptivos para espaciar los embarazamos, o el machismo no los deja; el mismo machismo que, a muchas, no las deja trabajar; etc.».

Charles Nelson, de la Universidad de Harvard, que ha tratado niños en situaciones de riesgo en Rumania, Bangladesh, Puerto Rico y Brasil, opina que podría no ser así. Ya establecimos que el daño provocado por la desnutrición es irreversible, sin embargo, el experto señala que aún hay formas para darles un seguimiento apropiado. Él sugiere apoyo financiero para las familias y tutorías personalizadas para los niños y niñas. Pero no solo habla de pobreza y hambre. Añade, además, dos importantes elementos a la discusión: trauma y estrés. El trauma provocado por Eta e Iota. El estrés que genera, repetidamente, la pobreza, sequías y la falta de alimentos.

«Ambos deben ser abordados», dice Nelson. «Los niños son muy resilientes, pero sin el soporte adecuado y oportuno, va a ser cada vez más difícil tratarlos». Nelson señala, también, la importancia de la educación pre primaria. «Es particularmente importante para niños y niñas que viven en hogares de pocos recursos o donde reciben poca estimulación. Hay varios estudios que demuestran que aquellos niños que crecen en familias pobres y en hogares donde hay mucho estrés, son quienes se benefician más de los programas preescolares (pre primaria)».

Claro, es difícil imaginar esto.

«La escuela es solo una etapa para ellos», dice Guadalupe del Rosario. «Luego, según ellos, tienen solo tres opciones. Trabajar. Ir a los Estados Unidos. Formar una familia, sí, a esa edad».

Rutilia nos contó que sus abuelos la entregaron a su esposo cuando ella tenía 12 años. Así dice ella, «me entregaron». Un año después, a los 13, cuando aún era una niña, tuvo su primer hijo; la ley en Guatemala contempla como violación las relaciones sexuales con menores de 14 años.

Es difícil imaginar que se implemente lo que sugiere Charles Nelson, principalmente por el abandono institucional e histórico que mantiene estancadas y hambrientas a estas comunidades. Kimberly Corado, por ejemplo, cuenta que cada año el Vice Ministerio de Seguridad Alimentaria y Nutricional (VISAN) entrega raciones de alimentos a las familias de los niños que tuvieron desnutrición. En el 2020, asegura la nutricionista, recibieron las raciones para los niños que tuvieron desnutrición en el 2018. En marzo de este año el presidente Alejandro Giammattei propuso que los cuentahabientes donen centavos para la Gran Cruzada Nacional por la Nutrición que busca disminuir la desnutrición y mejorar la nutrición de las familias guatemaltecas, mientras el Ministerio de la Defensa planeaba gastar 325.6 millones de quetzales en repuestos y compra de aviones; o el Ministerio de Cultura proyectaba construir cuatro parques con una inversión que podría superar los 140 millones de quetzales.

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La desnutrición infantil en Guatemala, en Jocotán, no es resultado de la pandemia. Pero esta sí agravó la realidad frágil de las familias que viven allá. En junio del 2020, apenas tres meses de iniciada la pandemia en Guatemala, la ONG Acción Contra el Hambre señaló que 1.2 millones de personas necesitaban ayuda alimentaria de urgencia, medio millón más que al inicio de año, y anticipó un aumento en casos de desnutrición aguda infantil. Un año después sabemos que así fue, que, al menos en Jocotán, aumentó el hambre, la desnutrición, la pobreza, las enfermedades, disminuyó la alfabetización, la prosperidad.

Después de comer Einar vuele a jugar, afuera. Se arrodilla frente a una caja de madera llena de pollitos que pían inquietos. Mueve algunos a otra caja, ya son muchos juntos; los agarra con agilidad, sin miedo; su apretón es firme pero no tanto como para lastimarlos. Mientras, Rutilia sigue torteando. Nos cuenta que cuando su esposo está en casa ella se levanta a las tres de la mañana para prepararle el desayuno. A las ocho empieza a preparar el de los niños. A las dos el almuerzo. Para el atardecer, la cena. Así son las jornadas de Rutilia, quien dice que empezó a trabajar a los siete años.

«Si no podía con la leña me agarraban a chicotazos», dice, «pero yo no quiero que mis hijos sufran así; ellos tienen que crecer de otra forma».

Rutilia, de manos ágiles y sonrisa cálida, afrontó el 2020 como pudo. Afrontó el encierro, la escasez, el hambre como pudo. Organizó a sus hijos y nietos para que se enseñaran entre sí. Hasta tres veces por semana, dice, iba a ver su cosecha, a ver las plantas y espantar los animales que podían dañarlas o comérselas. Coordinaba, a veces, reuniones con Asorech. Todos los días preparaba la comida, ella y su hija.

«Así la pasamos», dice.

Y es que seguido les toca improvisar. A diario, acaso. La pandemia, para la gente de Tansha, de Tontoles, fue, apenas un agravante más a una letanía de infortunios y carencias que les ha afectado por años, décadas, generaciones.

Mientras Neimar come, Einar recoge su juguete raro. Mañana irán a la escuela. Hoy, mientras las lluvias llevan ya semanas nutriendo las cosechas, Rutilia se aferra al anhelo de otro invierno copioso, para alimentar a su familia, a sus hijos, a sus nietos.

«No quiero que ninguno de mis hijos viva lo que yo crecí», insiste, «por eso me esfuerzo».

La niñez en Jocotán, sin embargo, permanece hambrienta, sin oportunidades, atrapada en sus aldeas. Para mediado del 2021, el 19 de junio, el Gobierno reportaba 15,832 casos de desnutrición infantil en 2021, 437 más que durante todo el 2019.

 

Este reportaje fue realizado con el apoyo de la beca Early Childhood Reporting Fellowship: Inequality, Migration and COVID-19 otorgada por el Dart Center for Journalism and Trauma de la Universidad de Columbia, en Nueva York, Estados Unidos.

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