Su madre murió por complicaciones relacionadas con el parto, y ella recordaría esto con dolor durante toda su vida. Cuando era niña, como resultado del racismo y de la discriminación, varios miembros de su familia le dijeron que no hablara k’iche’ y fue castigada por hablar su idioma. Aun así, en sus 90 años todavía recordaba y decía con orgullo algunas palabras como ixim (maíz) y lej (tortillas).
A los 19 años emigró sola a la capital de Guatemala, donde laboró como una trabajadora doméstica. Después trabajó como vendedora ambulante, vendiendo atol, tamales y otros alimentos en el parque Concordia. Desde su casa, ubicada en la zona 5, caminaba con sus ollas ida y vuelta (comenzando en la madrugada) más de cuatro kilómetros diarios. Clara trabajaría como vendedora hasta la década de los 80.
En 1959, Clara y otros cientos de indígenas, campesinos y trabajadores sin tierra ocuparon una finca nacional ubicada a la par del Estadio Olímpico. Llegó allí con sus cuatro hijos pequeños y sin nada más que su ropa. Clara recuerda que ella y sus hijos, como muchos otros, tuvieron que construir sus primeros hogares con cartón y madera y que se congelarían y mojarían a causa de la lluvia y el frío. Las fuerzas armadas fueron enviadas a desplazarlos y a destruir todo lo que tenían. Sin embargo, a través de la lucha, la organización y las manifestaciones, los sin tierra fueron capaces de reafirmar su derecho a la vida, a la tierra y a la dignidad. El presidente Ydígoras Fuentes aceptó que los recién llegados se quedaran, pero Clara no recibió su título de tierra sino hasta en 1999. Fue allí, en La Limonada, donde Clara y otros fundaron la colonia 15 de Agosto. Muchos de los colonos originales fallecieron con el tiempo o se fueron. Clara fue uno de los últimos colonos originales que todavía vivían en La Limonada, probablemente la última.
Clara tuvo siete hijos, de los cuales tres morirían en su primer año de vida. Ricardo fue el primero. Falleció de leucemia el 29 de diciembre de 1969. Clara nunca se olvidó de Ricardo y lloró por él toda su vida como si hubiera muerto ayer. Sus otros tres hijos emigraron a Estados Unidos en la década de 1970. Cuando se le preguntó alguna vez por qué emigró a Estados Unidos, respondió que lo hacía por sus nietos. Ya cumplidos los sesenta, Clara emigraría como una persona indocumentada, de Guatemala a Los Ángeles, un total de tres veces, a pie. Dijo que era la primera vez que tenía que quitarse su ropa de Xela y que se sintió «desnuda» vistiendo ropa ladina. Una vez que obtuvo la residencia en Estados Unidos, viajaría a Guatemala todos los años.
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Clara Coyoy Ixcot fue mi abuelita. Pasó al otro mundo y respiró por última vez en su casa, por causas naturales, el 4 de junio de 2020, a la edad de 98 años. La comunidad de la colonia 15 de Agosto la veló, y ella dejó su hogar por última vez el 6 de junio para ser enterrada junto a su hijo, mi tío Ricardo. Pero, pese a que mi abuelita dejó el mundo físico, ella no murió. Vive en sus hijos, nietos y bisnietos.
Mi abuelita nunca fue a la escuela y tampoco aprendió a leer y escribir, pero es una de las mejores intelectuales, filósofas, historiadoras y académicas a las que tendrías el privilegio de conocer. Ella trabajó duro, fue una luchadora y se sacrificó para que su familia pudiera vivir una vida mejor que la que ella había vivido. Mi abuelita es mi héroe, mi guía, mi ejemplo y mi motivación para tratar de vivir una buena vida. Su lucha vive en el alma, el corazón y el espíritu de mi hija Ixq’anil. Después de recibir la noticia de que mi abuelita se había ido de este mundo, miré a mi hija sonreír. La sonrisa de Ixq’anil, su felicidad, es uno de los mayores actos de resistencia y legados de mi abuelita, principalmente porque este sistema fue construido para ir en su contra y aun así ella prosperó, vivió, amó y disfrutó la vida. Clara es Ixq’anil, e Ixq’anil es Clara.
El próximo año se cumple el bicentenario de Guatemala. Las vidas de mujeres indígenas como Clara Coyoy Ixcot son las que necesitan ser reconocidas, honradas y recordadas. Su vida estuvo llena de resistencia, supervivencia, lucha y perseverancia. Mis palabras no pueden capturar ni una migaja de su grandeza. Estoy agradecido por su sabiduría y por todas las historias que me contó. Estoy agradecido por que ella me las haya confiado. Estoy agradecido con la madre tierra y con los ancestros por su vida, por la vida que ella vivió y por guiarla a la otra vida.
¡Maltiox chawe, nan!
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