En medio, una larga fila de hombres bajo el sol avanzando lentamente hacia una olla grande ante la que colocaban, uno a uno, sus platos viejos (o sus propias manos, a falta de plato) para recibir una porción de arroz acuoso que hacía las veces de almuerzo. Obviamente no todos y cada uno de los reos en el penal hacían parte de esa fila: a esa misma hora, las celdas VIP por las que acababa yo de pasar espiando con curiosidad, tenían sus propios menús –aromas y sabores– diferenciados.
Ese cotidiano ritual en el patio, enmarcado en un rectángulo gris de muros altos, y acompañado por la explicación que como estudiantes de derecho se nos daba, de que en esa marginación la gente se “rehabilita” para “reinsertarse” a la sociedad, se grabó en mi memoria desde entonces. Más adelante conocería detalles más complejos y hasta horrorosos de la vida en las prisiones, pero es esa imagen indeleble la que durante mi primera visita a una cárcel me brindó, tanto explicaciones básicas, como interrogantes imprescindibles sobre la justicia formal: ¿será posible hablar de la “reinserción social” de quienes han nacido y vivido excluidos, quiero decir, de quienes nunca han estado insertos en “la” sociedad? en todo caso, ¿será posible la reinserción de un ser humano desde la marginación y el aislamiento?
La cárcel, como desembocadura del sistema de justicia, me pareció desde entonces un enredo que chinchineamos calladamente ante el vacío de mejores o más adecuadas respuestas para la “incorrección social”, para la “normalización” de los desviados. Y en ese enredo hay básicamente dos cuentos que, por imposibles de tragarse, dan al traste con el planteamiento conceptual más básico del sistema penitenciario: primero, que nuestras cárceles rehabilitan seres humanos, y segundo, que encierran delincuentes a partir de la impartición de una justicia ciega e imparcial. Ya Foucault dijo hace 36 años, criticando la situación de las prisiones desde más de un siglo atrás, que hay una “tecnología charlatana” detrás de la prisión, casi contemporánea a su mismo surgimiento, que consiste en la creación de constantes mecanismos de “reforma” para controlarla y proponer su mejora.
Esa charlatanería de los sistemas de corrección penal encierra así, no solo serias dificultades teóricas, sino también enormes contradicciones prácticas que se entrelazan: un sistema penitenciario que proviene del castigo y la represión (aunque se pretenda lo contrario), y que además se gesta de forma elitista (¿quiénes escriben las leyes?, ¿quiénes diseñan los métodos de corrección?). Y en contextos de profunda injusticia social, no solo no se ocupará de mirar críticamente hacia la legitimidad de la coerción y la violencia del Estado (¿a quiénes persigue y castiga el derecho?, ¿cuántos de ellos pasan por juicios justos, por debidos procesos?), sino se ocupará de propiciar la perpetuación de las desigualdades (¿dónde se encuentran los magnates de la evasión fiscal, los protagonistas del lavado de dinero, de la corrupción, los beneficiados del enriquecimiento a costa del trabajo infantil y la explotación campesina, los responsables de genocidio y delitos contra los deberes de humanidad, los responsables de falsificación u ocultamiento de inscripciones registrales de tierras expropiadas irregularmente? ¿Les ha caído a ellos el “peso de la ley”, acaso?).
La tragedia en la cárcel de Comayagua en Honduras es una amarga radiografía de la lógica, el significado y el funcionamiento de nuestros sistemas penitenciarios: la composición demográfica de la población carcelaria (reos en su mayoría inmersos en la pobreza y la falta de oportunidades); la nula consideración hacia su humanidad en la gestión de una situación extrema de vida o muerte (no fueron rescatados a tiempo porque se giró orden a los guardias de no dejar entrar ni salir a nadie para evitar una fuga); y la posterior celebración social de la muerte de esos seres humanos cuya piel y huesos se desprendieron por pedazos y se consumieron dolorosamente entre las llamas. 360 abominables muertes, carajo.
Lo que pasó en Comayagua y su recepción y tratamiento en los canales de opinión nos refleja duramente como sociedad: pone al descubierto nuestra condición de gente dócil en lo estructural, pero con carácter y decisión para demandar la muerte de otros en lo coyuntural; gente que condena enardecidamente antes de entender críticamente; gente que no solo celebra la misma sangre y muerte violenta que la atemoriza, sino que es incapaz de mirar hacia otras formas más silenciosas –pero no menos agresivas– de violencia económica y social, que están institucionalizadas y legitimadas por el derecho y que son en gran parte las causantes de los relatos guardados con celo en los rincones de las cárceles. Comayagua pone al descubierto, además, lo poco conscientes que somos de nuestra susceptibilidad de encajar, por cualquier azar u ocurrencia policial o del destino, en la mismísima posición de aquellos cuya muerte sangrienta celebramos hoy con júbilo.
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