En la contradicción de la falta de superación de las causas que originaron el conflicto armado en el país, y en un momento crítico de política contrainsurgente cuando aún no se firmaba la paz de papel, se crea la institución del Procurador de los Derechos Humanos. Esa institución –que en el imaginario de mucha gente representa el emblema de la defensa de los derechos de los criminales– nace en medio de esa tremenda (insuperable, acaso) paradoja; como destinada a morir o, al menos, a no crecer saludablemente.
Y es que es esta la misma tensión que acompaña a los derechos humanos desde que nacen, cuando se vinculan con intereses de clase muy particulares y fungen como un arma reivindicativa de la burguesía contra el poder despótico. Esa paradoja se arrastra y se reproduce también en el Siglo XX, previo al derrumbe del comunismo, cuando se consideraron parte crucial de la agenda política complaciente de la Guerra Fría: dobles raseros que legitimarían un orden global desigual, colonial y eurocéntrico. Con la eliminación del apartheid y el colapso del comunismo parecía que los derechos humanos cobraban un aplastante triunfo como ideología capaz de acoger a cualquiera: entre sus brazos estarían cómodos desde los más desposeídos hasta los dueños del mundo.
Ciertos optimistas consideran que a pesar de todo, los derechos humanos podrían ser capaces de protagonizar un guión emancipatorio para nuestros días, si lograran recuperar la esencia de aquella promesa ilustrada de emancipación a través de la razón, y si además lograran ser lo suficientemente porosos para permearse de los puntos de vista de grupos que no han tenido posibilidad de participar en su definición. Desde esa mirada, las instituciones que los garantizan deberían existir en función de posibilitar dicho ideal emancipatorio.
La institución del PDH tiene en Guatemala el mandato constitucional de encargarse de la defensa de los derechos humanos y de emitir censura pública por actos o comportamientos en contra de los derechos constitucionales, entre otras funciones. En una realidad como la nuestra, su actividad de denuncia debería ser incansable. Es por ello que en este contexto de elección del Procurador de los Derechos Humanos, vale la pena preguntarnos por los saldos tras casi diez años de gestión de Sergio Morales, candidato que busca el nombramiento para un nuevo período. Todo funcionario está de cajón sometido al escrutinio público, pero con doble razón cuando busca perpetuarse en una posición de toma de decisiones de esa naturaleza. Sergio Morales debería responder muchas preguntas, entre las que debería incluirse las de su notorio silencio a lo largo de casi una década.
¿Dónde estaba la voz del “defensor del pueblo” cuando se amplió el insultante contrato petrolero de la Laguna del Tigre en el Petén? ¿Se pronunció acaso contra el incumplimiento de las medidas cautelares que instruían el cierre de la mina Marlin en San Marcos? ¿Cuándo se ha pronunciado en contra de situaciones de violación sistemática de derechos como el trabajo infantil en las plantaciones de caña de azúcar y café, o en contra de las condiciones de explotación laboral y el abuso sexual en las maquilas? ¿Dijo acaso “esta boca es mía” cuando la masacre de los 27 campesinos en el Petén? ¿Se ha pronunciado alguna vez por los asesinatos de operadores de justicia que se encontraban abiertamente en riesgo? ¿Dónde se encuentra la voz de este señor cuando se denuncia el genocidio o los crímenes durante la guerra? ¿Dónde estaba cuando los violentos desalojos en El Estor o en el Valle del Polochic?
Es el momento ideal para pedir rendición de cuentas. El momento para contarle las costillas. ¿Qué balance, en concreto, puede hacerse de esa gestión? No puede justificarse la continuidad de un funcionario público que después de casi diez años de ejercicio en un mismo cargo no ha sido seriamente sometido al escrutinio…
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