Está entre los países del mundo con mayor nivel de desnutrición infantil, pese a ser un productor neto de alimentos, y alrededor de dos tercios de su población económicamente activa trabaja en condiciones de precariedad. El Estado brilla por su ausencia en la provisión de servicios básicos. Es raquítico, pues vive de magros impuestos, con la segunda carga impositiva más baja del continente.
Desde hace un par de años la corrupción pasó a ligarse casi automáticamente con el incumplimiento de deberes de los funcionarios públicos y con la pobreza reinante. La corrupción funciona desde largo tiempo atrás en toda la sociedad, desde sus raíces coloniales, como forma de vida, como cultura. Puede encontrársela en los más diversos ámbitos, no solo en los agentes del Estado: desde la venta de tareas escolares o la redacción de tesis universitarias hasta el cobro doble de viáticos por parte de un modesto empleado, desde el moco que debe pagarse a un intermediario en muchas transacciones comerciales hasta la exacción o los chantajes (cobros compulsivos) en cualquiera de sus formas (de un médico a un paciente exigiendo más honorarios de los que fija el seguro, la reventa de boletos para cualquier espectáculo a un precio mayor que el oficial, la compra obligatoria de artículos innecesarios en los colegios privados, la venta de puestos en cualquier fila, el aumento del precio de un producto según la cara del cliente, el cotidiano incumplimiento de las normas de tránsito, los cobros ocultos y disfrazados de muchas empresas como las telefónicas o las tarjetas de créditos, etcétera).
¿No son también formas de corrupción el sempiterno engaño masculino hacia las mujeres (una de cada tres mujeres con hijos es madre soltera, producto del abandono del padre biológico), el cuello al que se apela para conseguir cualquier favor, el robo hormiga de muchos empleados en sus empresas? ¿Y qué decir del acarreo de seguidores en las campañas proselitistas o el día de las elecciones y, por otro lado, de la aceptación de todos los regalos que ofrecen los candidatos en campaña sin importar el color político? ¿No es corrupto también el declarado celibato violado luego por lo bajo? Los jóvenes de zonas rojas le temen más a la policía que a los mareros. ¿Por qué será? La lista de corruptelas es larga, muy larga, y quizá nadie que habita el país puede quedar eximido: compra de discos piratas, mordidas varias, infracciones de tránsito como hecho normal (de conductores y peatones —¿cuántos de los que leen esto no han manejado con una copa de más encima?—). La proverbial llegada tarde (simpáticamente llamada hora chapina), ¿no es también una forma de corrupción?
La corrupción es uno más entre tantos males que aquejan a Guatemala. La exclusión y el estado de empobrecimiento crónico de grandes masas populares no se deben solo al enriquecimiento ilícito de mafias corruptas enquistadas en el poder político, como ahora pareciera denunciarse con fuerza creciente. Si hay pobreza estructural y exclusión histórica, a lo que se suma el machismo patriarcal casi delirante o un racismo atroz que condena a alguien a ser humillado por su pertenencia étnica («seré pobre, pero no indio», puede decir un no indígena), ello no es solo por los funcionarios venales que hacen del Estado un botín de guerra. La corrupción puede ayudar, pero no es la causa fundamental. Es, en todo caso, herencia de un desastre histórico-estructural que lleva ya siglos de maduración.
Si de causas se trata, la situación va por otro lado. Una investigación realizada por la empresa Wealth-X, asociada al banco suizo UBS (estudio citado y analizado por la página electrónica Nómada), muestra que «hay 260 ultrarricos guatemaltecos que poseen un capital de 30 000 millones de dólares, lo que representa el 56 % del PIB. [Es decir que el] 0.001 % de los 15 millones de guatemaltecos tienen más capital que el resto de la sociedad. […] Los 30 000 millones [de dólares] son 231 000 millones [de quetzales]. Esto equivale a lo que el Estado de Guatemala recauda cada cuatro años».
Guatemala no es un país pobre. Es la primera economía centroamericana y la decimoprimera latinoamericana. En todo caso, es tremendamente inequitativo, que no es igual que pobre. Un mínimo porcentaje (unas cuantas familias) concentran en forma abrumadora la riqueza nacional, en tanto el 59 % de la población total vive por debajo del límite de la pobreza (dos dólares diarios, según la ONU). Dos tercios de los trabajadores, en promedio nacional, no cobran siquiera salario mínimo, de por sí muy escaso. Y ese sueldo mínimo apenas cubre un tercio de la cesta básica. Allí radica el verdadero problema que hace del país uno de los más inequitativos del mundo (y por tanto explosivo: un barril de pólvora listo para estallar en cualquier momento). La corrupción es la guinda del pastel.
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