La punta del iceberg emergió a la superficie hace apenas unos días: el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos, finalmente, tocó una fibra sensible en el monstruo implacable de la corrupción. Las sanciones a varias empresas del consorcio explotador del níquel y el señalamiento a dos de sus funcionarios por repartir sobornos se acercan, peligrosamente, al núcleo del poder político.
Antes de esta acción, el Estado se había puesto de alfombra para beneficio de la explotación minera y la entrega en azafate de los recursos del país. Por supuesto que aquel despliegue de amabilidad nunca fue gratuito. Recordamos hoy aquella conferencia de prensa ofrecida por Juan Francisco Sandoval la noche de su precipitado exilio. Reveló indicios de que el Presidente de la República había recibido, de manos de visitantes rusos, un soborno escondido en una alfombra.
El exilio de Juan Francisco Sandoval y la vergonzosa criminalización de Virgina Laparra son solamente dos de las muchas cicatrices que este año nos deja como signo de la destrucción del Estado de derecho a manos de la alianza criminal. La reelección misma de la Fiscal General estuvo manchada por un turbio proceso. Y, a partir de su renovado mandato, procedió a ejecutar un plan concertado. Desarmó la carrera fiscal en el Ministerio Público acallando posibles protestas internas mediante un jugoso bono anual. Ya puestas las piezas sobre el tablero, ha ejecutado puntualmente la tarea de convertir esa institución en la dócil herramienta de los poderes fácticos: los procesos iniciados a partir de las investigaciones de la Cicig se desvanecen debido a una pobre o nula acción de los fiscales a cargo. Muchos inculpados ya gozan, no solamente de su libertad, sino del sobreseimiento de sus casos y hasta premios como el recibido por Blanca Stalling a partir de su reinstalación.
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En muchos procesos, personajes oscuros como Baldizón y Sinibaldi pasan de acusados a acusadores y se convierten en baluartes para inculpar a quienes el régimen considera disidentes: de allí surgen las acusaciones dirigidas en contra del periodista Juan Luis Font. También el caso burdamente montado en contra de José Rubén Zamora que se gestó a partir del testimonio de otro personaje acusado no solamente de corrupción, sino de vínculos con el crimen organizado. Se desarman acuerdos de testigos protegidos dejando al garete casos insignia como el denominado «La Línea » o el muy significativo contra Oderbrecht.
En esta orquestación participan no solamente fiscales, sino los altos organismos del sistema judicial: la Corte Suprema de Justicia y la de Constitucionalidad. Sus actos han llevado al exilio a prácticamente la totalidad de jueces independientes que se suman al creciente número de fiscales incriminados por realizar investigaciones y llevar casos sensitivos contra los poderosos.
Estas líneas sirven apenas para esbozar el enorme escándalo de la manipulación de la justicia. Sin embargo, permiten comprender el establecimiento puro y duro de las nuevas reglas del juego: la aplicación de la ley ha dejado de ser un medio para alcanzar la paz social. Ahora es una filosa herramienta que acuchilla sin piedad a los disidentes mientras protege y cubre con el grueso manto de impunidad a todo miembro de la alianza criminal. ¿Puede ser este el principio fundamental de organización de un país que aspire al desarrollo y la prosperidad?
Dejaríamos un enorme vacío en la apreciación del legado que este año nos deja si solamente nos centramos en el ariete que destroza la justicia. Detrás viene la jauría hambrienta de diputados al Congreso de la República y los alcaldes afines al régimen. Sin ninguna consideración a las verdaderas necesidades de una población duramente castigada por la pandemia (que no fue atendida por el gobierno) y por los efectos del cambio climático, se lanzan sobre los recursos públicos con hambre ancestral. El abuso que han hecho de la aplanadora oficial, dedicada a saquear y promover leyes clientelares, no solamente es indignante, sino que tendrá graves consecuencias sobre la estabilidad financiera del país.
En fechas recientes, el diputado Javier Hernández acudió totalmente borracho a una de las sesiones del pleno. Seguramente celebraba la aprobación de un presupuesto estrafalario destinado, básicamente, a comprar voluntades en vista del proceso electoral. Las imágenes de aquel «dignatario del pueblo» que se reprodujeron en redes sociales son una buena metáfora: quienes dirigen el destino del país están ebrios con el ilimitado poder que han alcanzado y, con la misma incapacidad de raciocinio de la que dispone un borracho embrutecido, conducen a más de 17 millones de guatemaltecos al abismo.
Porque, mientras ellos celebran sus logros, la población más vulnerable se encuentra en una situación cada vez más dolorosa. Se cierne sobre el país el peligro de una hambruna causada por un conjunto de factores que los funcionarios públicos, engolosinados con su creciente bonanza, no tienen el tiempo de atender. Uno de cada dos niños sufre de desnutrición crónica, el país expulsa alrededor de 200 mil guatemaltecos por año debido a falta de oportunidades, la pobreza general está arriba del 50% y, en algunas regiones, llega al 80%. Este panorama, agravado por amenazas reales como el cambio climático para las cuales no se toma ninguna medida, ni de prevención, ni de rescate para aliviar a los afectados. Si una sociedad organizada alrededor de la idea del Estado no puede resolver la sostenibilidad alimentaria, la inseguridad o la pobreza, ¿existe un gobierno que merezca llamarse tal?
Si necesitáramos una metáfora más para comprender el legado de este año, podemos acudir al estado de la infraestructura. La ciudad capital, ostentosamente apodada «ciudad del futuro», demuestra el negligente abandono con las amenazantes cavernas que se abren por doquier. En Villa Nueva, Olga Emilia Choz y Hellen Mejía Choz, fallecieron por cometer el acto suicida de transitar por una calle urbana un sábado por la tarde. Las carreteras también son intransitables y el país entero parece desplomarse bajo el peso, cada vez más opresivo, del despojo y la inutilidad de la clase gobernante.
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Mientras acontece este pomposo desastre, tanto el gobierno como las élites económicas cómplices de la debacle, se empeñan en una sola cosa: cambiar las narrativas. Hacernos creer que vivimos en un país «asombroso e imparable», que la Cicig fue un monstruo y que los inculpados por sus investigaciones son víctimas de una conspiración, que el país genera una prosperidad envidiable, cuando el único dato que pueden mostrar con orgullo es en envío de remesas por los guatemaltecos expulsados del país por la miseria. Criminalizan a los periodistas y toman medidas diversas para ahogar los medios independientes para evitar la investigación de sus acciones y amordazar la libertad de expresión.
Un creciente número de guatemaltecos, sumidos en la impotencia, siente rabia por los acontecimientos. Si la población no se alza frente al abuso no es debido al desinterés o la apatía. De nuevo tenemos miedo. Un miedo viejo a la represión radical que nos enseñó el conflicto armado y que vemos reaparecer como herramienta de control que irrespeta la vida, la dignidad y los derechos humanos. La estrategia del terror da resultados en un país con memoria histórica.
Pero los desmanes del régimen no son sostenibles. Si la ciencia política tiene algún dejo de verdad, la destrucción absoluta de la institucionalidad tarde o temprano generará una entropía. El andamiaje caerá. El problema es cómo, cuándo y qué quedará después del desplome.
Frente a este panorama, la acción fundamental que nos queda es resistir. Y la más efectiva resistencia es la esperanza. Pero no como ideal romántico. Hablamos de una esperanza articulada. Hablamos de la tarea pendiente de crear el relato del futuro. Imaginar la realidad que ansiamos y, a partir de este acto creativo, empezar a tender los puentes, reconocer las alianzas posibles, iniciar las acciones necesarias para llevarlo a la realidad. Quizá el plazo que debamos esperar sea largo. Quizá en este momento tenebroso el camino parezca un acertijo. Sin embargo, el derecho a tener un país digno y viable es algo a lo que nunca podemos renunciar. La utopía siempre tiene el tiempo a su favor.