Era una casa extraña, de geografía extranjera. Recuerdo quizás un corredor que se abría a una pequeña sala, con muebles de madera, donde había un televisor como el que tenía mi abuela. Recuerdo mecedoras y jugar a ver quién se balancea más rápido con mis hermanos. Quizás recuerdo una sala amplia y luminosa con una mesa, también de madera, en la que por las mañanas nos ponían jugo de naranja y CornFlakes. Creo que el jugo de naranja no era natural.
Recuerdo a mi madre sentada en esa mesa dándonos el desayuno.
Recuerdo una habitación no muy grande, con dos camas gemelas, no muy grandes. En una de ellas dormía mi hermana Rocío con mi hermano Fernando, en la otra lo hacíamos mi hermana Carmen y yo. O quizás era yo la que dormía con Rocío y Carmen con Fernando.
No recuerdo dónde estaba el cuarto de mis padres.
Recuerdo que la señora de la casa era sibilina. Una mujer gruesa que parecía amable pero que en realidad no lo era tanto. Al menos no con mi madre y con nosotros, que llegamos ese verano; con mi padre, que vivió allí hospedado todo ese año, seguro que sí.
Recuerdo que mi padre le pidió a mi madre que trajese unas revistas del corazón y una crema para la cara de esas que anuncian por televisión porque la señora le había sugerido que le gustaban. Recuerdo que, cuando llegamos, mi padre le dio esos regalos, y ella fingió sorprenderse mucho y le preguntó que cuánto le debía solo para que él le contestase que nada.
Esa es la única vez que mi madre ha comprado una revista del corazón. Mi madre es, y entonces más todavía, una mujer delgada, guapa y elegante. Y siempre tuve la impresión de que aquella conjunción de cosas no agradaba a aquella señora. Ella se portó todo lo bien que debía portarse con nosotros para que fuéramos conscientes de que solo se portaba bien con nosotros porque debía hacerlo. Pero era evidente que, en aquella casa, solo era bien recibido de verdad el comandante vestido de azul que entonces era mi padre.
También recuerdo, ligeramente, una zona con una pila, una especie de patio trasero y en él una imagen. Una mujer negra, delgada, con un bebé negro, de pañal blanco, en los brazos. La chica negra lavaba y limpiaba en aquella casa. Un día, la mujer negra le dijo a mi madre que su bebé tenía fiebre y le preguntó si ella tenía alguna medicina que poder darle. Mi madre, después de investigar los síntomas de bebé, le dio una caja de aspirinas infantiles de esas verdes de Bayer, no sin antes explicarle cuidadosamente cuántas y cada cuánto debía darle. Recuerdo a mi madre preocupada contar que aquello había sido “una mala cosa”, porque el bebe se curó, pero luego se volvió a enfermar, en esa ocasión de diarrea, y su madre le volvió a dar las aspirinas.
A los pies de la mujer negra había una cacatúa blanca. Un bicho desagradable y peligroso al que habían cortado las alas y andaba pegando saltitos por el suelo. Gritando algo que no recuerdo. Recuerdo, eso sí, que aquel animal era una de las cosas que más nos distraía en aquella casa en la que las horas y el calor pesaban como losas.
Creo que una noche mis padres salieron porque mis hermanosy yo nos quedamos viendo una película en la televisión hasta tarde, tan tarde que incluso nos fuimos a la cama por propia iniciativa. El recuerdo de aquella horrible película todavía nos persigue, creo que por eso nos dejó verla aquella señora.
Era una película sobre el holocausto judío pero centrada en los niños. En niños tan pequeños como mi hermano Fernando en aquel entonces. En una de sus escenas, un niño de unos 5 años le pasaba un trozo de pan a su hermanita pequeña a través de una alambrada de espino. En otra se veía una enorme sala en que desnudaban a los niños antes de matarlos con gas. Eran niños muy pequeños. Los americanos estaban a punto de llegar. Los nazis se quedaron sin gas y entonces iban tomando uno a uno a los niños desnudos y los colgaban con una soga. Los americanos nunca acababan de llegar. En verdad no sé si llegaron, pero tengo grabada la imagen de una niña pequeña, de pelo rizado, desnuda, llorando en lo alto de una pila de cuerpos infantiles.
Una vez, años más tarde, hablamos en casa acerca de esa mujer. Mi padre dijo que era muy simpática, pero, en su fuero interno, no debía de estar tan convencido porque esa fue una de las pocas ocasiones en que, a pesar de las cinco opiniones contra una, medio nos dio la razón con un escueto “pues yo pensé que sí”.
No sé si esa mujer sigue viviendo en Chinandega. Lo que es cierto es que aquella Chinandega ya no existe. Entonces era 1990, y yo era una chavala de 11 años. Violeta Chamorro acababa de ganar las elecciones y, según mi madre porque ya dije que yo no recuerdo, la mitad de las casas de la ciudad estaban derruidas.
Hoy Chinandega es una ciudad bulliciosa, de calles y avenidas en cuadrícula perfecta, llena de pulperías y ventas callejeras. En el parque central hay una docena de cafetines donde las familias y las parejas comen hotdogs y hamburguesas gigantes, y jugos en jarras de cristal de un litro. El centro del parque está repleto de toboganes, balancines y otros juegos, y la chavalería lo inunda todo de ruido y de alegría. Es domingo, la gente pasea, come, conversa, nunca he visto tanta vida en las calles de una ciudad centroamericana a las diez de la noche. Y lo bueno es que, en esta ocasión, que ya no soy tan chavala, seré capaz de recordarlo.
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