Aunque eso de no estar presentes resulta bastante debatible.
El artículo 21 de la Constitución alemana (conocida como Ley Fundamental) estipula lo siguiente: «Los partidos colaboran en la formación de la voluntad política del pueblo. Será libre su fundación […] Serán anticonstitucionales los partidos que en virtud de sus objetivos o del comportamiento de sus afiliados se propongan menoscabar o eliminar el orden básico demoliberal o poner en peligro la existencia de la República Federal Alemana. El Tribunal Constitucional Federal se pronunciará sobre la cuestión de anticonstitucionalidad». Este artículo no es más que la prolongación del veto oficial sobre el partido nacionalsocialista en 1945. Pero la política alemana se ha enfrentado a otros animales similares. En 1952 fue abolido el Partido Socialista del Reich. Este se autodenominó el heredero del Tercer Reich y entre sus filas tenía declarados simpatizantes del nacionalsocialismo: más o menos 10 000 que fríamente negaban el Holocausto. En 1964 se fundó el NPD (Partido Nacional Demócrata de Alemania o Nationaldemokratische Partei Deutschlands). Este hizo poco por ocultar sus simpatías hitlerianas, pero se mantuvo siempre al borde de las rígidas leyes antinazis alemanas. Es decir, canalizó su discurso hacia el descontento de la clase obrera y se opuso a la promoción de la inicial migración turca y, no digamos, a los compromisos de reparación que Alemania firmó con el Estado de Israel. Nunca tuvo representación formal en el Parlamento, aunque sí a nivel de Parlamento regional (Sajonia). Incluso llegó a tenerla en el Parlamento europeo. El partido nunca fue ilegalizado —si bien hubo intentos— bajo la excusa de que no era una fuerza política capaz de cumplir sus objetivos.
Con perdón de quienes limitan todo a los determinismos histórico-culturales, lo interesante del caso alemán es que su clase política, en paralelo con procesos de reforma estructural, logró consensos fundamentales en materia de diseño político (incluso cuando el proceso de desnazificación no había concluido). Una cosa no detenía la otra. Hubo un consenso básico y muy pragmático de todos los actores de sustituir el debate ideológico por una lógica de reconstrucción estatal como añadido de la estabilidad política. Esta parte es fundamental, pues no hay que olvidar que la estabilidad política alemana pudo haber no sucedido: Adenauer fue elegido presidente de la república federal por diferencia de un solo voto (el suyo propio) y tuvo que cogobernar con diez partidos.
Quizá hay otro aspecto medular de este pragmatismo: reconocer que la democracia no está en la calle, sino que se vota y se elige. Si bien la democracia de la posguerra tenía un antecedente fatídico (Hitler fue elegido democráticamente), se decidió reconstruir el Estado de partidos con una arquitectura institucional que limitara, precisamente, fenómenos como el ascenso del nazismo.
Ese mismo pragmatismo llevó a la prohibición constitucional del artículo 21 (se prohibieron de facto los partidos que atentaran expresamente contra la dignidad humana), lo cual se sumó al diseño de barreras electorales —con la regla del 5 %— para limitar el acceso al poder de partidos pequeños que por lo general conllevan ideologías extremas (y por eso son inútiles al momento de gobernar). El diseño había funcionado bien porque, a 30 años del nuevo parlamentarismo alemán, el Gobierno jugaba con una sólida coalición de tres partidos dominantes con escasas diferencias ideológicas. Sí, funcionó bien hasta que el proyecto Alternativa para Alemania nos dio esta sorpresa. ¿Cómo logra un partido tan nuevo (fundado en 2013) meter 90 diputados en el Bundestag jugando con barreras electorales tan altas? Les ganó a los Verdes (bueno, eso es fácil) y superó a la izquierda —conocida como Die Linke—, la cual había participado desde 2007 y había llegado a ser la tercera fuerza política.
El diseño —la arquitectura electoral— hace la diferencia. Por eso, en lugar de perder el tiempo en debates ideológicos y patearse la mesa entre amigos por la hegemonía, la clave de todo proceso político es comprender cómo funcionan los instrumentos electorales y los mismos partidos.
Tres breves aspectos:
Primero, el diseño de las listas electorales. En Alemania, el proceso electoral conlleva fundamentalmente marcar dos columnas. En la primera, el votante elige a un candidato en particular (un político de su circunscripción) y en la segunda expresa su preferencia por un partido (que no necesariamente tiene que ser el candidato que seleccionó primero). Resulta que los alemanes tienen tan interiorizado el sentido de la gobernabilidad parlamentaria que algunos expresan su preferencia mediante el voto por opciones distintas en las dos columnas. En el sur alemán, por ejemplo, es común que el electorado de centroderecha vote en la primera columna por un candidato de la CDU/CSU (coalición de partidos conservadores) y en la segunda por los liberales. Pregunta: ¿cuántos votantes descontentos con Merkel (centroderecha) habrán marcado a Alternativa para Alemania en la segunda lista?
Segundo, pragmatismo en los mensajes al electorado. A diferencia de las izquierdas que hacen imposible la convivencia interna de diferentes tonalidades ideológicas dentro del partido (lo cual obliga a las purgas) o que por fuerza quieren presentar un discurso ortodoxo a un público no ortodoxo, Alternativa para Alemania fue muy inteligente y supo conciliar sus diferentes tribus internas. Hay una corriente liberal económica con la cual se identifican buena parte de los votantes de la CDU, pero hay además una corriente eurocrítica (no así antieuropea) que logró captar brutales números de votos en el 2015 a raíz del arribo de migrantes sirios. Además, hay una corriente de extrema derecha que bordea la admiración por el nazismo. Allí se inserta la reciente declaración del líder de Alternativa para Alemania, Alexander Gauland: «Si los franceses con razón están orgullosos de sus emperadores y los británicos de Nelson y Churchill, entonces tenemos nosotros el derecho de estar orgullosos del rendimiento de los soldados alemanes en las dos guerras mundiales». Uno pensaría que Alternativa para Alemania es un partido formado por obreros, pero es en realidad un partido fundado por economistas y periodistas con un menú de propuestas apetecibles para conservadores fiscales de universidades privadas, liberales eurocríticos, pensionados antiinmigración y obreros de fábrica islamófobos.
Tercero, jugar al máximo con las reglas existentes. El sistema alemán tiene una de las barreras más altas de entrada (superada solo por el parlamentarismo israelí, con regla de 6 x 100 para evitar el ingreso de diputados árabes), pero tiene, al mismo tiempo, posibilidades de financiamiento que permiten —legalizan— el aporte directo de afiliados y simpatizantes. De hecho, las elecciones alemanas son bastante desiguales en su nivel de financiamiento privado, pues la CDU/CSU supera por kilómetros a los demás partidos en razón de las donaciones privadas que recibe. Sin embargo, Alternativa para Alemania se nutrió del aporte hormiga y mostró que el compromiso ideológico puede vencer condiciones económicas de financiamiento: el simpatizante y el afiliado se montan el partido sobre los hombros. Es el mismo caso de Podemos, agrupación política que compitió en desigualdad de condiciones frente al brutal financiamiento del PP.
Participar cuenta. Pasar de la calle a la curul cuenta. Y se puede lograr incluso en condiciones de desigualdad.
Si no, que lo diga la ultraderecha alemana.
Ojalá las izquierdas fueran tan pragmáticas para participar, así como para saber qué pedir en una reforma electoral.
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