Se refería al intento de comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades y sus tragedias, a la hora de trabajar con ellos. De hecho, él mismo dedicó su trayectoria a este intento que coloca a cualquiera a contrapelo de su propio ego profesional, convencido de que las historias cobran vida por los personajes y no por el periodista. Hablaba de esa cualidad que en psicología se denomina “empatía”, para comprender el carácter del propio interlocutor, e intentar compartir de forma natural y sincera el destino y los problemas de los demás. Encuentro detrás de ese llamado de Kapucinsky, una apelación a la humanización como una especie de barómetro ético del “buen periodismo”, como él le llamaba.
A partir de esta reflexión, cuando pienso en los fotoperiodismos como una actividad que a través de diversas propuestas estéticas intenta sintetizar la tremenda complejidad de historias humanas, pero que a la vez se encuentra interpelada constantemente por parámetros éticos y condicionada por círculos y relaciones de poder, me surge una pregunta central: ¿qué puede hacer el fotoperiodismo ante la desigualdad y la violencia? Y a partir de esta interrogante me pregunto si puede ayudarnos a comprenderlas de una manera crítica y radical (es decir, yendo a la raíz de sus causas), y por tanto a combatirlas; si puede contribuir a educarnos en una cultura que las contrarreste, y si puede servir incluso para brindar o al menos para canalizar a las víctimas alguna forma de justicia. Me pregunto si la perturbación y la conmoción producidas desde el fotoperiodismo son eficientes como denuncia; me pregunto si les interesa serlo. Y en caso contrario, me pregunto cuáles son los efectos que está produciendo y quién se beneficia de ello.
Ante estas interrogantes, lanzo al debate dos problemas que atraviesan el fotoperiodismo y su relación con el poder y la ética:
En primer lugar, el carácter lucrativo de la información: la información ha perdido el objetivo de búsqueda de la verdad y el carácter de instrumento para la lucha política. La información hoy por hoy es mercancía, y su valor es el de su precio. El mundo de los negocios nos confirma que lo que cuenta, como lo había anticipado Guy Debord desde finales de los años sesenta, es el espectáculo. Y ese espectáculo, que siguiendo a Debord es concebido no como conjunto de imágenes, sino como relación social entre personas, mediatizada precisamente por imágenes, es la principal producción de la sociedad actual. Qué orden de cosas deriva de la producción del espectáculo, qué relaciones de poder derivan de su difusión y de sus ganancias, y cuál es el rol del fotoperiodismo en todo ello, son preguntas que considero imprescindibles.
En segundo lugar, la manipulación de y por los medios: la manipulación de los medios, en tanto son los instrumentos para crear la opinión pública, y la manipulación por los medios, en tanto tienen la capacidad para determinar esa opinión pública.
A este último respecto me parece valioso el reciente trabajo de Judith Butler (“Marcos de guerra. Las vidas lloradas”), donde reflexiona sobre la maquinaria política que, antes de iniciar una guerra, nos convence de que los cadáveres que esta produzca no merecían continuar entre los vivos. Ahí pone de manifiesto que hay esquemas conceptuales que controlan lo que debemos reconocer como humano, y que el poder de las imágenes tiene un rol crucial en esta construcción política sobre el valor de la vida. Así, los seres humanos hemos creado una clasificación donde hay normas tácitas o explícitas que dictaminan qué vidas cuentan como humanas y vivientes y qué otras no; qué vidas son “llorables” y merecedoras de duelo y qué otras no. Detrás de estas clasificaciones trasladadas en imágenes subyace a su vez la determinación de quiénes son sujetos de derechos y quiénes no.
A partir de estas nociones, me interesa cuestionar el rol del fotoperiodismo. Los “duelos nacionales” son determinados en gran medida por la prensa. En esa escala de dolor por lo que importa, hay una clasificación de las muertes que duelen, las muertes que se normalizan, e incluso las muertes que se celebran. La fotografía tiene un inmenso poder para transmutar en realidad casi tangible aquello que no vivimos de cerca, al punto de hacernos llorar por la muerte de Lady Di, mientras pasamos la página ante el asesinato de un piloto de un bus urbano, pero celebramos, a su vez, la muerte de Bin Laden. La manipulación de ese tremendo poder de la fotografía, para encerrar de un solo golpe la inconmensurabilidad de cientos de palabras, debería ser nuestro barómetro de “deshumanización”: esa indagación entrelíneas de los discursos hegemónicos detrás de las imágenes.
Me gustaría cerrar con el contraste de dos visiones en torno al tremendo poder de las imágenes y la información en el fotoperiodismo: mientras que para Kapuscinsky, el verdadero periodismo es intencional, esto es, aquel que se fija un objetivo y que intenta provocar algún tipo de cambio, de transformación de la realidad, Debord nos dirá que para la imagen y la información como espectáculo el fin no existe, sino que el desarrollo lo es todo. El espectáculo no quiere llegar a nada más que a sí mismo. El espectáculo es, en este sentido, mercancía. Cabe preguntarnos entonces ¿a qué criterios se atiene el o los fotoperiodismos en Guatemala? ¿De quién es la mano que dibuja la frontera entre uno y otro tipo de trabajo?¿Quién se beneficia del “periodismo de verdad” y quién se beneficia del espectáculo? Y por último, ¿es realmente posible caminar con un pie de cada lado?
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