Pero no todas tienen ni tuvieron hijos. Por poner ejemplos, la Menchi, mi madrina de bautizo, fue una tía abuela con quien yo compartía en las comidas familiares que no daban tanto de sí para saber de verdad quién era ella. La empecé a conocer en realidad en los años ochenta, mientras me tomaba la sopa y veía el telenoticiero del mediodía. La misma Menchita –en falda y tacones– estaba encaramada en el techo de una casa, gritando barbaridades con el sindicato del magisterio y huyendo de los antimotines junto a sus colegas, que lanzaban piedras o cócteles molotov, no recuerdo bien, ante el susto de mis abuelos, impávidos frente a la pantalla de la tele. Aunque se enamoró entrañablemente, como alguna vez me contó, no tuvo hijos y tampoco se casó porque “no quise poner un propietario a mis bienes, y mucho menos a mi vida y a mi voluntad, m’ija. Así cualquier amor pierde sentido.” me decía. En realidad, al igual que sus hermanas Lolita y Piedad, pareja de viajeras e incansables trotadoras del mundo, vivió “sola” –en el sentido social de la palabra– buena parte de su vida y así envejeció y murió; rodeada más bien de sus retoños postizos.
Angelita, mi abuela, es una sobreviviente. Huérfana desde los nueve años, trabajadora de toda la vida y dueña de una abarrotería que, a día de hoy, sigue dando fiado desde a los borrachos mala paga, hasta a los muertitos del pueblo, empuña la mano, habla con voz firme y llora a moco tendido sin ningún pudor cuando le nace. Regatea en los mercados y disfruta los aromas de las especias culinarias. Está más viva que nadie.
La Tere de la mirada hermosa, mi otra abuela, se fue hace unos años. Educada para los buenos modales, no tuvo reparos en desdoblarse cuando las circunstancias lo requirieron. Madre de las carcajadas, de los consejos para alzar el vuelo sin dudarlo y de los brindis oportunos, vivió los últimos años de su vida fracturando sus esquemas y adaptándose a los tiempos, a las farras y a las historias de sus nietas, que la sobrevivimos y que gozamos de un encuentro sincero con su complicidad.
Mayté me parió y eso le costó dejar su carrera de derecho a medias –entre otro montón de proyectos, seguramente– y casarse a una edad temprana para darme un hogar. Mi madre nunca ha sido de sermones ni discursos. Ella va por la vida hablando desde sus actos y desde sus propias huellas. Una maestra de una escuela rural, que cambió la linealidad de su vida citadina por dar clases en una montaña todos los días, por más de 30 años. Trabajar por un sueldo de maestra, acompañando toda clase de historias de niños y niñas campesinas, y defender esa opción a pesar de los amores, la familia, los dineros y las posiciones, tiene su costo. Por eso digo que ella no necesita sermonear a nadie.
Yo, francamente, no siento un instinto maternal indiscutible, como ese que muchas mujeres dicen identificar. Obviamente aprendí a jugar con muñecas en cuanto entré al colegio y también he sentido la curiosidad de ser madre. Me atrae la idea de compartir la vida cotidiana con la inocencia de un ser que vive en otro mundo, paralelo a este oscuro nubarrón de los adultos, pero no me atrae para nada la idea del embarazo y mucho menos del parto. Desde que entré a los treintas con pareja de largo rato, me acompañan las clásicas preguntas de “¿y vos, para cuándo, chula?”, ¿No tenés ganas de ‘chochear’?” pero a día de hoy, lo de los hijos aún no se me ha dado, y sigo creyendo que esas cuestiones, o te nacen de las tripas o no son reales. Cualquier intento de racionalizarlo en este mundo a la deriva, a mi modo de ver, concluye inevitablemente en la opción de no procrear.
Mi madre celebra toda clase de festividades calendarizadas, excepto sus cumpleaños. Yo tengo ya varios años de coincidir estando lejos precisamente en esas fechas. El último catorce de febrero que estuve en Guate hace varios años, la invité a cenar, pero el plan se frustró porque ese mismo día me accidenté pasándome un alto y terminé, con ella, pasándolo en el hospital.
Aunque como dice un buen amigo, el día de las madres lo debe haber inventado el Corte Inglés, y mis hermanas lo saben, supongo que hoy celebrarán a la Maytecita como sabemos que le gusta celebrar, siempre y cuando no sea su cumpleaños. Yo, inevitablemente, recordaré a mi querido matriarcado, a propósito del 10 de mayo en que de niña me obligaban a hacer manualidades como regalos. Las pensaré como cada vez que necesito inspirarme en la entereza de seres humanos brillantes. Recordaré a mi colección de madres, esas que hacen parte de cada una de las trizas que reconstruyo cada vez que me quiebro. Y mi corazón brindará por ellas.
“La libertad de la maternidad es la que hace a las mujeres auténticamente mujeres”, dijo hace mes y medio el ministro de justicia español, en una sesión plenaria del Senado. La Menchita se partiría de la risa escuchando a este sujeto. Igual que yo, gracias a ella.
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