Pensar diferente, fuera de lo autoritariamente aceptado, siempre ha requerido largas jornadas de sensibilización y de demostraciones sociales para evidenciar que en una democracia caben todos los que sin dañar al otro quieran vivir desde sus actos, ideas e identidades en un país más desarrollado. La herencia de lo que Edelberto Torres-Rivas llama una «hecatombe», en la que mataron gente hasta que se cansaron, es la destrucción de las instituciones y de las condiciones sociales que permiten una mejor vida. Allí comenzaron todos, desde Byron Lima hasta Pérez Molina.
Durante los años 1970 y 80, el sector privado impresentable perdió el miedo a financiar sin escrúpulos, los políticos a pactar impunidad siendo operadores formales de los negocios que estimulaban el saqueo y el Ejército a proteger intereses espurios que violentaban la soberanía que debía defender. Todos, con honrosas excepciones, se ampararon en la muerte como su mejor aliada para poder garantizar la impunidad de desfalcar el Estado. Matar por poder fue su bandera, y los daños se siguieron profundizando durante la normalización democrática, renovaron sus mecanismos de lucro ilícito y siguieron afianzando su poder desde la legitimidad formal que les otorgaban las elecciones generales cada cuatro años. Incluso llegaron a hacer de los partidos políticos empresas clandestinas que ofrecían desde contratos con el Estado hasta una institución pública a cambio de financiamiento y de lealtades políticas para delinquir. El servilismo se convirtió en un trabajo remunerado (cada vez era más aceptado socialmente y estaba más cerca de ser considerado un trabajo digno). Sobornar a funcionarios públicos o a candidatos políticos se volvió una práctica común para poder operar desde la legalidad (partiendo de una ilegalidad). Y la apatía de la sociedad se consideraba algo normal y casi una forma de resistencia ante lo que no iba a cambiar (los únicos que no habían dejado de protestar y de proteger sus territorios eran los movimientos indígenas y campesinos).
El resultado de debilitar las instituciones se puede observar en el centro penitenciario Pavón, en el caso Cooptación del Estado y en los espacios públicos, con su deteriorada red de servicios y sus violentas relaciones sociales. En términos generales, el Estado guatemalteco está colapsado y es incapaz de avanzar decididamente hacia el desarrollo aun en el marco de una crisis política que les modificó el juego a los corruptos. Sin embargo, y quizá sea un espejismo que a mediano plazo se diluya, ha habido cambios, aumentó la esperanza y se abrieron espacios que antes eran exclusivos de los destructores de las instituciones públicas.
La presencia de la crítica ciudadana es más intensa desde abril de 2015 (especialmente en redes sociales, espacio virtual que no puede dejar de verse como una extensión de la sociedad). El modelo híbrido del gobierno del presidente outsider Jimmy Morales (condicionado por actores internacionales) ha permitido que profesionales correctos y capaces estén llegando a liderar las instituciones, que se estén aprobando reformas aunque sean término medio (pero que antes habrían quedado engavetadas) y que se esté poniendo sobre la mesa de debate la necesidad de transformar las formas de hacer política y de oxigenar democráticamente a los antiguos y nuevos actores, acompañados de agendas políticas definidas en su visión de Estado y flexibles a los nuevos retos. Estas agendas políticas tendrán que ser objeto de constante crítica, fiscalización e interpelación. Es precisamente en estos tiempos cuando se debe aumentar el ritmo de los cambios y hacerlos más robustos. Graduales pero fuertes. Habrá dos caminos: la restauración o la reforma sustancial. El camino de la reforma sustancial tendrá que tomarse decididamente, participando política e institucionalmente. De lo contrario, después del 2017, los días comenzarán a parecerse al 2014. La similitud entre el fracaso institucional del Estado del conflicto armado y el de la normalización democrática volverá a ser innegable.
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