Ha sido una mezcla de personalidad, el papel que tienen en los partidos oficiales y especialmente el conjunto de intereses que los ha llevado al poder. Los ha habido desde fuertes, con presencia y alguna capacidad de tomar decisiones, hasta los que en realidad solo prestan su nombre y poco más para que el Gobierno tenga rostro. Estos últimos son los candidatos vitrina, antes importantes por el prestigio que podrían imprimir y después por ser grises, anodinos, expresiones simbólicas.
Cerezo Arévalo fue un mandatario más cercano al primer caso en su condición de primer presidente posdictaduras y por su ascendencia en la Democracia Cristiana. Serrano Elías era simbólico, pero, al no entender las señales del momento, quiso jugar con la suya con los resultados consabidos. Además, su partido era marginal. De León Carpio, además de ser presidente de transición, fue más del segundo tipo al ser producto de una negociación que le restó margen de maniobra. Arzú retomó la senda de las autoridades que bailaron haciéndole pensar que era dueño del circo y en buena medida tomó decisiones autoritarias, aunque a raíz de negociaciones en las que él tenía algo que aportar. Además, era quien cortaba el pastel en su partido, el cual tenía una importante bancada que ampliaba los dominios. Portillo fue una mezcolanza. El FRG no le pertenecía, pero en el camino creó su propio clan. Le ayudaba contar con una aplanadora en el Congreso y con una serie de operadores respaldados por el tatascán del momento, Ríos Montt. Berger fue el típico prestanombres. Lo que en realidad importaba era la alianza empresarial-militar que lo puso en la silla presidencial y dominó buena parte de las decisiones de esa gestión. La alianza partidaria creada fue suficiente para aceitar los pactos. La presencia de los actores emergentes, aunque venía consolidándose desde el 2003, no era lo suficientemente fuerte como para competir con los tradicionales.
En lo sucesivo, la mesa se agitó más de la cuenta. Colom fue más bien un espectador que en ocasiones bajó al sitio de las decisiones. Su segundo de a bordo pasó de noche, lo cual fue aprovechado por S. Torres y por toda una variedad de clanes y roscas que actuaron por la libre, especialmente en la segunda parte de ese gobierno. La idea central de colocar a OMP en el poder era retomar el control pleno: el presidente que tomara decisiones y alineara las piezas del rompecabezas. El tiro les salió por la culata a quienes apostaron por el general, que fue preparado cuidadosamente para esos menesteres. Tuvo la mesa preparada, pero el anfitrión se emborrachó, se perdió con las chicas, se robó la plata que apostaron los comensales, y solo quedó darle la espalda. ¿Qué perfil tendremos a partir de enero de 2016? Si asume Torres, querrá ser presidenta de verdad. Ya probó que eso de tomar decisiones, sean correctas o desafortunadas, le viene bien. No sabemos si aprendió a no otorgar concesiones a sus círculos de confianza ahora que su bancada no es suficientemente grande y que debe mantenerles la pita corta a los actores colados pero que ahora quieren servir los tragos. De llegar J. Morales, tendremos un mandatario que quizá pueda al menos presenciar los pactos y las negociaciones que se gestarán a su alrededor. Quienes lo han preparado desde hace algunos años han anticipado los pactos aprovechando la coyuntura de los últimos meses y lo querrán como simple articulador formal: que no haga ruido, cuestione o quiera imponer rutas de acción. Su grupo cercano quisiera verlo como el hacedor, el dueño del cotarro, sin comprender que no tiene las mínimas herramientas para ello. Además, las reglas del juego están diseñadas con anticipación y tras bastidores, donde les toca ser obedientes, y no deliberantes.
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