Lo más concreto que hay ahora es una inconcreta apuesta por un procedimiento, el diálogo, aún sin contenido claro, ni interlocutores claros, ni mecanismo obvio. Hay quien, en medio de esta maraña, se ha atrevido a pedir una conversación que se limite a los moderados. En ese llamado, aun en el caso de que se acepte su buena fe, late el peligro de la ambigüedad, y resultará sin duda pernicioso si se utiliza para marcar y excluir a grupos representativos o ideas relevantes, radicales, que deben ser debatidas a fondo.
En estos días, la politóloga Rosa Tock ha recordado que una de las principales causas del conflicto armado, según la Comisión de Esclarecimiento Histórico, fue el cierre de espacios políticos y de expresiones políticas disidentes que supuestamente amenazaban al Estado. “La exclusión era el principio de partida de la matriz sociopolítica”, agregaba Tock. “Hoy lo que impera, como remanente de ese estado oligarca-contrainsurgente, es una ideología neoliberal con distintos matices. Y es esta la que en la coyuntura actual estaría tratando de limitar espacios políticos, asignando extremos ideológicos y excluyéndolos de cualquier diálogo. En esas condiciones, tampoco se puede refundar el Estado”. Debemos esforzarnos por ampliar el espacio de lo debatible, no por restringirlo.
Así, es preciso identificar ese entendimiento manipulador de la idea de moderación, que pretende colgarle la misma letra escarlata tanto a la derecha fascista y a las mafias como a las organizaciones populares que, sin ser perfectas ni siempre multitudinarias, combaten la inanición y la injusticia. No son lo mismo, y equipararlas solo puede sostenerse mediante un perverso juego de palabras e intenciones.
No podemos entender la moderación como rendición ni como exclusión de ningún proyecto democrático ni como adopción de políticas inanes. Si se va al diálogo, no debe ser como desfogue, no debe servir, como tantas veces sirven, como un mecanismo de desactivación, sino todo lo contrario: debe ser una herramienta de transformación.
Porque el diálogo es el centro y punto de apoyo de una política democrática que no apuesta por el cambio violento pero tampoco renuncia al cambio, al diálogo hay que ir como quien va al futuro: con precaución y con esperanza, templados como el acero, y radicales contra las injusticias y la neutralidad ética.
Aunque vivamos momentos decisivos de reorganización, y aunque sean profundamente políticos, la cuestión más urgente no es de colores o nombres, ni de posición en el mapa de creencias: es la de la integridad, la honradez y el horizonte ético, y eso debe definir los interlocutores del diálogo.
Así, el Ejecutivo y el Congreso deben quedar fuera. El Ejecutivo, por devaluado, intrascendente y sin legitimidad. El Congreso, por ser indigno de toda confianza, mientras no se destituya a los 107, o renuncien.
Entretanto, rechazar el diálogo es una táctica suicida. Hay que saber manejarlo: hay que modelarlo, hay que invertirlo, hay que subvertirlo, hay que adelantarse y definir para él una cancha distinta de la tradicional: extirparlo de esa lógica que dicta que las élites económicas tradicionales deciden quién participa y cómo y para qué.
Se necesita reunir no solo a los que ya están más o menos de acuerdo de antemano, sino, sobre todo, a los que tienen proyectos diferentes e incluso incompatibles. La moderación no es, por sí misma, ni un objetivo ni un principio validador. Sería más fértil hablar de traducción entre culturas, escucha activa y reconocimiento del que está enfrente como sujeto de derechos e interlocutor en igualdad de condiciones en ese escenario del diálogo. Este debate no debe excluir a las posiciones e ideas radicales, sino servir para entenderlas y mediarlas o debatirlas racionalmente, haciendo que entren en liza razones éticas y empíricas. Es decir, el diálogo debe orientarse por fundamentos filosóficos y evidencia fáctica.
Diremos, parafraseando al sociólogo Edmundo Urrutia, que una de las tareas del tiempo presente es aislar a la fracción fascista de la sociedad tanto como a la mafiosa, y asimismo acabar con el régimen oligárquico que ha impregnado a todo el país con su elitismo, su personalismo, su corrupción (“el Estado soy yo”), su racismo y en definitiva su índole excluyente. Y nada de eso es posible sin establecer un frente amplio que articule lo urbano y lo rural, sus programas, sus aspiraciones.
Las reformas, es cierto, pueden darse de manera gradual. Pero deben ser de raíz y seguir un programa. La Ley Electoral y de Partidos Políticos es importante. Pero la Constitución es esencial (una Constitución “sin padres”, como diría el constitucionalista Rubén Martínez Dalmau, a saber: decidida por el pueblo y no por los cien señorones blancos, viejos y encorbatados que representan la Colonia, el Patriarcado, el Neoliberalismo y la Gerontocracia). Una Asamblea Constituyente debe estar en el horizonte mediato de cualquier diálogo. Los cimientos actuales no aguantan más restauraciones.