Por un lado estaba la facción del Ejército que representaba el general retirado José Efraín Ríos Montt, acompañado por un grupo de coroneles (hermanos Salán Sánchez y Rojas, entre otros) que se habían retirado del Ejército (en realidad fueron obligados a salir por su involucramiento en la corrupción en las aduanas en el caso Moreno) en 1996. Y por el otro lado, el Cacif, al cual acusaba el Gobierno de tener grandes monopolios y que además se sintió personalmente agredido en lo que se conoció como el Jueves Negro, una serie de manifestaciones y bloqueos violentos en distintas partes de la ciudad, uno de ellos en Torre Empresarial, zona 10 (el mismo lugar donde Víctor Rivera tenía sus oficinas privadas), sede de muchas de las grandes compañías del país.
En medio de esas luchas de poderes, las Naciones Unidas realizaban, por el año 2003, distintos análisis del país. La evaluación dio como resultado la existencia de los ciacs en Guatemala. La ONU en realidad ya había hablado de estos cuerpos ilegales desde las etapas de las negociaciones de paz en los años 1990 y había propuesto que debía venir al país una institución para investigar dichos aparatos clandestinos. En ese momento el Cacif se opuso rotundamente, y finalmente vino a Guatemala la Minugua.
¿Qué cambió entre los 90 y la década de los 2000? Respuesta: la ruptura entre estos dos sectores tradicionalmente aliados. Por ello el gobierno de Berger tomó dos medidas muy importantes para el futuro del país: 1) desarticuló el Ejército en proporciones muy superiores a la reducción planteada en los acuerdos de paz (se desmovilizó cerca del 65 % de los efectivos del Ejército, cuando dichos acuerdos establecían una reducción del 33 %) y 2) firmó el convenio con la ONU y permitió el ingreso de la Cicig al país.
Así es. Fue el Cacif el que trajo a la Cicig a Guatemala y desmanteló el Ejército. No fueron ni la izquierda radical del país que sueña con convertirnos en otra Venezuela ni los movimientos sociales de derechos humanos ni las oenegés pagadas por los países nórdicos ni Soros ni la agenda LGBTI. Fue el Cacif.
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La realidad es que el sector empresarial organizado trajo a la Cicig a Guatemala para que combatiera los grupos paralelos que tradicionalmente habían controlado las aduanas del país (que extorsionaban a los empresarios) a través del grupo Salvavidas, para quitarles al Ejército y a sus miembros cualquier posibilidad de incidir en la política del país y de que usaran los cuerpos de inteligencia en su contra, como sucedió en el Jueves Negro, y, sobre todo, para procesar al expresidente Alfonso Portillo por actos de corrupción. No es casualidad que el primer caso que recibió la Fiscalía Especial contra la Impunidad (FECI) cuando se inauguró fue el de Portillo. Me consta porque estuve entre los primeros tres fiscales que fundamos dicha fiscalía especial y me tocó personalmente contar los folios de los más de 60 Leitz que conformaban el expediente.
Pero, como popularmente se dice, les salió el tiro por la culata y al final terminaron siendo ellos los procesados. Castresana era un héroe para el sector privado hasta que decidió perseguir penalmente a Carlos Vielmann por los casos de ejecuciones extrajudiciales y establecer, además, que, contrario al video publicado, ni Álvaro Colom ni Sandra Torres eran los autores intelectuales de la muerte de Rodrigo Rosenberg.
Juan Francisco Sandoval Alfaro, actual jefe de la FECI, fue en su momento el auxiliar fiscal que condujo el caso Portillo. Allí lo aplaudían mientras procesaba penalmente a quien era su enemigo declarado. Igual, cuando metió presos a Roxana Baldetti y a Otto Pérez Molina, salieron todos a la plaza, pararon sus industrias por primera vez en cientos de años y apoyaron abiertamente a la Cicig y al MP. Pero después, cuando comenzó a procesar a miembros del sector privado, aparecieron las campañas de desprestigio en su contra. Ahora le inventan, un día sí y otro también, cualquier tipo de calumnias. Es el socialista número uno del país, el que conduce la toma de las instituciones democráticas del Estado para favorecer a la izquierda radical, que insiste en que seamos Cuba o Nicaragua.
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Cuando la Cicig comenzó a destapar los distintos casos de financiamiento electoral ilícito y bautizó ese delito como «el pecado original de la democracia», dio a conocer, de forma judicial y mediante una investigación rigurosa, lo que era un secreto a voces: que los empresarios más grandes del país financiaban de forma anónima campañas presidenciales de varios partidos y que los políticos, casi todos, recibían este dinero sin registrarlo en sus cuentas (dejaré para otra columna si fue delito o no esa conducta).
Estas prácticas arraigadas en nuestro sistema electoral son el inicio de los procesos de corrupción, pues es común que, una vez en sus puestos, las distintas autoridades electas busquen beneficiar a esos financistas anónimos, quienes, más que un aporte económico ideológico, ven en su contribución una inversión que después les permitirá obtener contratos o legislar en temas que les sean favorables en alguna materia de interés, pero de la cual no quieren que el ciudadano común se entere. Es justo decir también que el Cacif no es el único financista anónimo del país. El crimen organizado, el narcotráfico y los funcionarios corruptos también lo hacen sistemáticamente.
Las instituciones del Estado no están para ser usadas en contra de mis rivales. Están para cumplir y hacer cumplir las leyes. Y en la medida en que sean más independientes y efectivas llegaremos a un verdadero Estado de derecho en el que todos estemos sometidos al imperio de la ley por igual y generemos así una verdadera certeza jurídica.
Por ello, la próxima vez que le digan que la Cicig es un instrumento de la izquierda y que los guerrilleros deshicieron el Ejército para apoderarse del Estado, no se deje engañar. Recuerde que fue el Cacif.
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