En fechas recientes, Forbes publicó una singular portada: seis representantes del empresariado más conservador posan en una imagen de éxito y poder. Quizá el historiador guatemalteco Severo Martínez habría visto allí plasmada la idea central de su obra «La patria del criollo». O quizá, se trata de la encarnación de esa marca de país, tan mal concebida, donde Guatemala se presenta como «asombrosa e imparable» En todo caso, nos recuerda lo que Augusto Monterroso previó: cuando despertamos, el dinosaurio todavía estaba aquí.
La masiva emigración es quizá el dato económico más relevante que Guatemala puede mostrar, pues el éxito macro con el que presumen se debe a las imparables remesas. Quizá esa portada debió contar este relato: el de las caravanas donde hombres, mujeres y niños se abalanzan a pie, no obstante los riesgos, en busca de un sueño inalcanzable en el lugar que los vio nacer. Pero las narrativas oficiales raramente son honestas porque son manejadas desde y para el poder.
A partir de la transición a la democracia y de la firma de los Acuerdos de Paz, el país inició una dinámica generación de narrativas, no solamente para comprender el trauma sufrido durante la guerra, sino para intentar elaborar una identidad en el marco de una sociedad democrática, abierta a la globalidad (lo cual implica asumir estándares en materias «delicada», tales como el respeto a los derechos humanos y el desarrollo social incluyente), sobre la base del ejercicio pleno de la libertad de expresión que había sido radicalmente silenciada.
Lo que quizá pocos sopesaron fue que el esfuerzo de transformación de posguerra implicaba un arduo camino hacia la aceptación de verdades incómodas y un paulatino proceso de reconfiguración de lo que los guatemaltecos sabían e imaginaban de su propio país.
El primer escollo surgió a partir de elaborar el relato del conflicto mismo. El impacto sobre el imaginario colectivo que tuvo la publicación del Informe del Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica (REHMI), magnificado por la difusión mediática que ocasionó el asesinato del Monseñor Gerardi, marcaron el inicio de una batalla en esta nueva etapa histórica: para algunos, había que arrancar las hojas oscuras de la historia, olvidar, amnistiar. Para otros, la sanación colectiva exigía la reparación.
Los procesos de justicia transicional fueron de gran impacto como generadores del relato, sobre todo el juicio contra Efraín Ríos Montt, cuya cobertura mediática difundió a nivel global la palabra «genocidio». La revelación de importantes documentos, los testimonios de las víctimas y la comprensión de los hechos que propiciaron los expertos cavó una escisión en el imaginario colectivo acerca de los motivos de la guerra y sus métodos.
El siguiente golpe llegó de la mano de la CICIG, liderada por Iván Velásquez, en cooperación con un MP fortalecido y el surgimiento de un cierto número de jueces independientes. La capacidad de deconstruir el andamiaje de la corrupción y explicarlo a una ciudadanía ávida hizo que los ciudadanos pudieran desenmarañar un fenómeno que involucra a funcionarios públicos y a empresarios reconocidos. A partir de estos hallazgos, la población cambió su percepción: en una encuesta reciente, 42% de guatemaltecos reconoció que la corrupción es el principal problema del país.
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De este proceso revelador, al entendimiento de que los niveles de exclusión y desigualdad que han impedido el desarrollo de la mayoría se afincan en un «pacto de corruptos» utilizado históricamente por las élites económicas para manejar el país en su beneficio, utilizando a operadores políticos, no hubo más que un paso. Hoy, un creciente número de personas entiende que vive en un Estado cooptado, que no funciona para gobernar en función del bien común, sino para servir los intereses del «pacto».
Ha resultado penosamente evidente el afán de las élites y sus operadores por anular las acciones de Cicig. De hecho, en los últimos tiempos se ha presentado a los acusados como víctimas de una conspiración. Ahora, resurgen victoriosos, exculpados y hasta premiados. En contraposición, los fiscales y jueces involucrados son sujetos a procesos con fuerte sabor a criminalización.
Todas estas acciones llegan acompañadas de un premeditado esfuerzo de comunicación. No solamente por las vías oficiales y explícitas, sino mediante las redes sociales puestas en mano de net centers cuya función es el desprestigio. Se trata de un control de daños fraguado para colocar de nuevo debajo de la alfombra el abuso histórico del poder.
El bastión más perverso de las narrativas oficiales está en pretender esconder la creciente pobreza. Mostrar al país como un poderoso jaguar de la economía, apropiarse del éxito de las cifras macroeconómicas y pintarlo como resultado de un buen gobierno. La mayoría del pueblo padece los males que aquejan a los países mal gobernados, afectados por una inmoral concentración de la riqueza y por el extractivismo: desnutrición, falta de acceso a servicios básicos, hambre, degradación de la naturaleza. Las cifras de la pobreza llegan hasta un 90%, sobre todo en territorios habitados por los pueblos indígenas guatemaltecos y los ritmos de degradación ambiental son crecientes, profundizando la vulnerabilidad frente a cualquier tipo de amenaza.
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En lugar de que estos datos resulten preocupantes, dignos de una respuesta contundente en términos de políticas públicas, el problema que ocupa al gobierno y a sus aliados es cómo controlar la narrativa. Cada vez que se desvelan las verdades de la pobreza, hay una fuerte reacción de las élites que batallan por conservar la legitimidad de su modelo de dominio, solamente sostenida por una cultura colonialista bien implantada y que ha sido difícil erradicar. Pero, la ciudadanía está polarizada y esto es una noticia interesante. Significa que existe una creciente masa crítica con suficiente dignidad ciudadana para reclamar transformación.
El relato de qué es «Guatemala» y, en consecuencia, la configuración de la identidad de los guatemaltecos está en disputa. Los grupos de poder que nos gobiernan no se conformarán con apropiarse de los recursos del país. Si permitimos que su poder se consolide hasta destruir la libertad de expresión, las narrativas oficiales nos obligarán a consumir mentira tras mentira para imponer la imagen ilusoria del país que quieren poner a la venta. De allí que la disputa por la narrativa es, en última instancia, la disputa por el país que queremos. Dicho en otras palabras: una batalla por el futuro.