No vivía en Guatemala en esa época. Así, unos conocidos y yo organizamos una protesta de no más de 15 personas en la ciudad de Londres. A través de redes sociales, otros contactos hicieron lo mismo en otras partes del mundo, de modo que se terminó organizando a la diáspora guatemalteca para acompañar a la plaza multitudinaria que exigía la renuncia del gobierno de entonces.
La ira, nos dicen, no es propia de un debate político razonable y mesurado. Pero la ira fue precisamente lo que conectó a miles de guatemaltecos y guatemaltecas para expresar su insatisfacción con el estado de la política —la que todavía mueve muchos focos de digna resistencia en todo el país—.
La ira nos permitió reconocernos en público, entre quienes estábamos profundamente insatisfechos con el gobierno de entonces, y, al canalizarla en la protesta ciudadana y en espacios de diálogo y articulación de toda índole, se forzó a los grupos de poder a retirar sus apoyos a Pérez Molina. Que hoy nos esté ganando nuevamente el cinismo y no estemos enojándonos lo suficiente contra los abusos del gobierno actual es un error y un peligro.
Al contrario del enojo, el cinismo es una de las herramientas más efectivas para aplacar la crítica.
La semana pasada no pasamos de un breve momento de indignación cuando un video en redes sociales nos mostró los gritos desesperados de Óscar Ordóñez, a quien un grupo de patrulleros con pasamontañas golpeó por haber robado una manzana.
Su caso es la regla: la mitad de los 2.7 millones de niños entre cero y cinco años de este país padecen desnutrición crónica como él. Y con razón muchos se preguntan para qué protestar, para qué indignarse, si no hay nada que podamos hacer. Pero ese no es argumento para no protestar ni indignarse.
Es más: es justo ese cinismo el que nos impide ver y conectar como parte del mismo fenómeno que el Gobierno asignó un presupuesto exorbitante al Ejército —¡como si pudiéramos alimentar niños con balas!—. Tampoco nos deja ver que la administración no tiene otra prioridad que garantizar impunidad para la corrupción. Y que no tiene problema en usar la intimidación para limitar las formas de protesta y de rechazo de quienes leemos sus malas intenciones.
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El cinismo no nos deja conectar los puntos para ver que los empresarios que llaman populismo a investigar los actos ilícitos en los que varios de ellos aceptaron ser cómplices son los mismos que llaman constantemente a la calma, a apagar el fuego del enojo ciudadano.
Estos mismos grupos dicen que todo se va a resolver en una mesa de diálogo o en un gran pacto de país, cuando son ellos mismos los que deciden quiénes participan en el diálogo y qué temas no son suficientemente viables o cómodos de discutir.
Son quienes exigen que, si hacemos una crítica, traigamos una propuesta bajo el brazo, como si no fuera suficiente señalar una injusticia clara y transparente como el grito de hambre de Óscar.
Como el asesinato de las niñas en un hogar del Estado.
Como el asesinato extrajudicial de presidiarios a manos de las autoridades de gobierno.
Como el éxodo de migrantes, de quienes tomamos miles de millones de dólares al año en remesas, pero a quienes nunca se les dio seguridad y oportunidades para no obligarlos a huir del país.
Como la exclusión estructural de los pueblos indígenas.
Como la criminalización y el asesinato de quienes defienden los derechos humanos.
El opresor se ha valido siempre de un arma básica: mantenernos ocupados con sus preocupaciones. Pero la lista de arriba (apenas algunos elementos de un sistema injusto) debería hacernos ver quién gana y quién pierde con la preservación de ese sistema corrupto y desigual. El enojo es una justa respuesta y el primer paso para desmantelar ese sistema y caminar hacia uno de verdadera libertad y verdadera justicia.
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