Esto se vuelve especialmente importante en un proceso de transición política como el que atraviesa Guatemala en la actualidad. Desde 2015 se ha puesto en tela de juicio el control casi indudable que tenían los grupos de poder empresarial —tradicionales y emergentes—, el crimen organizado y las redes de corrupción, así como sus representantes en los cargos del poder público.
La política no puede depender del uso continuo de la fuerza ni del poder para mantener el control sobre la toma de decisiones. Y es por eso que estos grupos usan discursos y narrativas para justificar sus acciones (al menos aquellas que no pueden mantener en privado). A esto se le conoce como propaganda.
La propaganda no es siempre equivalente a manipulación. Es simplemente un tipo de discurso que moviliza ideales políticos, económicos, filosóficos y sociales para propósitos políticos, que pueden ser buenos o malos.
Es propaganda, por ejemplo, decir que las elecciones le permiten a la ciudadanía hacer escuchar su opinión. Es propaganda porque contribuye a avanzar la realización del ideal democrático, pero lo hace simplificando una serie de factores cuyo examen no viene al caso aquí y partiendo de que las elecciones no son completamente transparentes y de que en la última prácticamente todos los partidos se vieron involucrados en anomalías e irregularidades.
Pero también es propaganda justificar la invasión de Estados Unidos a Irak apelando a los valores de la estabilidad y la paz. O restringir libertades fundamentales en países como Rusia, Turquía y Hungría sobre la base de la defensa de su cultura y de sus intereses ante la amenaza del mundo occidental y de su cultura decadente.
Propaganda en tiempos de lucha anticorrupción
Para acercarnos a nuestra realidad más inmediata, veamos el caso de Sandra Torres. En vez de defenderse con pruebas de descargo, la candidata de la UNE salió a defenderse argumentando que existe una amenaza a la democracia de la que ella sería una víctima. Al hacerlo no solo utiliza un lenguaje en apariencia democrático para justificar acciones corruptas, sino que también termina restándole importancia al valor de la democracia misma.
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Torres no ha explicado dónde documentó los fondos ilícitos de su campaña en 2015. Mucho menos explicó dónde está su excandidato de fórmula, que sigue prófugo, ni qué significa esa llamada que la liga al narcotráfico.
Muchos otros han intentado justificar sus excesos apuntando el dedo a quienes los han sacado a la luz. Felipe Alejos, por ejemplo, no nos dice que no quiere enfrentar la justicia ni perder su poder como vicepresidente del Congreso. Tampoco acepta haber operado para el sector privado al defraudar al fisco para facilitar la devolución del crédito fiscal. No, él ha sido uno de los principales creadores de la narrativa de la intervención extranjera de la Cicig, del complot de la izquierda para hacerse con el poder y, más recientemente, de desprestigio de medios de comunicación que presentan investigaciones de su partido por corrupción.
Hacia la elección
Como Alejos, ningún candidato va a salir en un debate a decirnos a la cara su verdadera intención de restablecer el dominio de los grupos de poder y de permitir nuevamente que actúen con impunidad. Pero se vienen meses cargados de desinformación, de verdades a medias y de mentiras abiertas contra el electorado.
Seamos más astutos entonces. Comparemos sus palabras con sus verdaderos planes (muchos ni siquiera se van a molestar en elaborarlos), comparemos sus discursos con sus acciones (muchos ya se han descalificado a sí mismos en el pasado) y tratemos de indagar a qué grupos responden —una tarea más difícil— y a quiénes convendría que resultasen electos. Que no nos vuelvan a robar la elección con un nuevo «ni corrupto ni ladrón».
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