me cuesta bastante hablar de futbol, tengo poco qué decir de detalles técnicos o de jugadores, aunque tengo bien entrenada la cara de "sí, claro, cómo ponen a este tipo ahí", y sin embargo disfruto verlo, digamos, disfruto acompañarlo, porque es una cuestión plural, ver fut en solitario es un poco como comer en solitario, que eso sí lo disfruto bastante, por lo tanto también habrá quién disfrute gritarle solito a la tele, y sin embargo, otra vez, ahí estamos. El futbol es una experiencia, sin duda, bien, muchas experiencias, de esas muchas ir al estadio tiene su particular sabor.
Soy devoto del Xelajú MC, devoto es mejor palabra que aficionado, gozamos de esa fama los superchivos y ha sido bien ganada, engasados nos dicen, y es lo que somos, sin duda. Y engasados fuimos a la ver el partido de la semifinal al glorioso Mario Camposeco, mi amigo Marvin, uno de los más grandes poetas que ha dado Xela es también un verdadero apostol del Xelajú y fuimos al estadio a ver la semifinal. Fuimos y vimos perder a nuestro equipo. Lo vimos caer de la peor manera: sin corazón en la cancha. Muy al contrario del rival, un sencillo y aguerrido equipo, Guastatoya.
El corazón estaba en las gradas, ahí sí, incondicional. Pero mucho más había en ese graderío, había una comunidad: mujeres, hombres, adultos, niños, obreros, profesionales, exmilitares, poetas, compartíamos el espacio y el amor -ni siquiera me atrevería a decir por el equipo- por estar ahí, sería bastante ingenuo pensar que estábamos entre iguales, nada más lejos, las desigualdades no se reducen con gestos simbólicos, pero las comunidades sí se crean con esos gestos. Estábamos ahí de pie, emocionados, luego sentados y tristes, luego otra vez de pie, y en esa relación terrible y codependiente que el balón provee, y faltando 3 minutos para acabar el partido suena el llamado en las gradas, es tradición cantar Luna de Xelajú en ese momento, y entonces fuimos 10 mil personas, que hasta ese momento teníamos el corazón roto, cantando a todo pulmón "en mi vida no habrá, más cariño que tú mi amor, porque no eres ingrata, mi luna de plata, Luna de Xelajú..Xelajú... Xelajú" (la repetición final es exclusiva de la versión de estadio), y se nos salía el corazón por los ojos, y las manos levantadas, alzadas, y en la maya de contención subida una generación entera de hombres y mujeres veinteañeros que de ninguna manera iban a dejar que un partido les rompiera el corazón, no estábamos ahí para perder, tampoco para ganar, estábamos ahí para encontrarnos y tener una experiencia colectiva de amor, de pasión, de ternura si se quiere, de todo eso que tanto nos falta como socidad: cariñito. Y no parábamos de cantar. Y sonó el final del partido y seguimos de pie, 10 mil miembros de una comunidad, un coctel de diferencias bien diferentes digámoslo así, y se abuchearon a los jugadores que había que abuchear -claro está, no se van a quedar impunes: aquel que en medio del amor solo piensa en el dinero merece ser condenado al olvido-. Y entonces sucedió el gran acto de magia: en medio de la cancha celebraba Guatatoya su pase a la final, el equipo y el cuerpo técnico, y nadie más porque no llevaban afición. Y nadie más hasta que los 10 mil parados, que no dejamos de aplaudir, nos dimos cuenta que en realidad les estábamos aplaudiendo a ellos, y empiezan en la Curva (la general norte para traducirles) a vitorear "Guastatoya! Guastatoya!" y el equipo amarillo se acerca y recibe aplausos como laureles, y cantos de triunfo como Patroclo nunca hubiera muerto, y el estadio de pie, sin parar de aplaudir, y luego se acercan al Sexto Estado (la general sur) y ahí también cantamos, y vitoreamos y se sumaron nuestros gritos "ahí, ahí, ahí está el campeón", y mi amigo Marvin que iba con su papá, con su hermana, con su esposa y su hijo, le decía a su hijo "mirá, por eso es que nos sentimos orgullosos de ser de acá" y Samuelito lloraba, y Marvin lloraba y yo lloraba y estábamos todos abrazados entendiendo que fue exactamente a eso a lo que fuimos al estadio. Un mar de corazones, eso éramos, un mar de corazones, eso somos.
Algunos días después contándole a mi hermano esta experiencia, terminamos hablando del amor "interclasial" para usar una palabra bien pura mierda. De nuestras historias, de las de nuestros padres, de la familia que le hace el feo, de uno haciendo el feo, de uno siendo feo, de los parámetros con que la sociedad se estructura para seguir replicando su miseria: la del hambre y la del corazón. Y me dice muy sabiamente mi hermano: la verdad las clases solo son la representación de la lealtad a un clan, la lealtad ciega e irracional a un clan que, por naturaleza, vive de echarse verga con otro clan, de someterlo o de liberarse, y sin embargo, añadía mi sabio hermano, está la posibilidad de unirnos con alguien de otro "clan" y empezar de cero, y armar el propio universo, y sí, literalmente usó esa palabra: darle la espalda cada uno a sus clanes. Y volví a pensar en los 10 mil corazones de pie aplaudiendo a Guastatoya 10 minutos después de que el partido había terminado, nadie abandonó el estadio hasta que los jugadores de amarillo entraron al camerino. Y entonces empezamos lentamente a salir del estadio, tristes por la derrota de nuestro equipo, felices por la victoria de Guastatoya, enamorados porque sí, porque no se pude salir de otra manera de una experiencia así. Pensando en que las desigualdades no se resuelven con el corazón, pero es un hecho que es imposible resolverlas sin él.
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