Guatemala es una de las regiones Vavilov del planeta, es decir, lugares dotados de una mega diversidad genética, capaces de producir una enorme variedad de vida y, por tanto, de alimentos. Quizá sea nuestra mayor riqueza, también la más ignorada y desperdiciada. Aunado a esta riqueza natural, tenemos el privilegio de ser herederos de una cultura agrícola que debería enorgullecernos como uno de nuestros patrimonios más preciados. Los relatos del Popol Vuh y otros textos de la cosmogonía mesoamericana nos hablan de la creación del ser humano a partir del maíz, pero lo cierto es que se trata de una creación recíproca: en interacción con la naturaleza, los agricultores mesoamericanos crearon el cereal más antiguo del planeta y el más sofisticado en cuanto a su transformación genética. Fue a partir del teocintle, una planta silvestre endógena de varios lugares entre ellos Huehuetenango, que fue creado el maíz pues no existía como tal en la naturaleza. Se necesitaron más de 8,000 años de ingeniería genética, paciencia y un alto desarrollo de organización social para lograr no solamente su existencia, sino también la práctica de su cultivo como fundamento de la cultura.
Es indudable que la sostenibilidad es básica cuando se trata de proveer de alimento a una densidad poblacional como la que requieren las sociedades complejas. Si admiramos el nivel de desarrollo que llegaron a tener los pueblos mesoamericanos, debemos comprender que contar con un alimento capaz de proveer sostenibilidad alimentaria fue uno de los factores que lo hizo posible.
Pero el maíz no fue un logro aislado. Desarrollaron el sistema milpa con tal eficacia en su difusión educativa que aún hoy se conservan sus prácticas. Diversos cultivos compartiendo el espacio, complementando y regenerando los nutrientes del suelo para contar con una alimentación balanceada: frijoles, cucurbitáceas, quelites, chiles, fue la dieta básica que se complementaba con la cacería, la ingesta de productos de recolección como los hongos y los insectos, la pesca y también otros alimentos que fueron siendo olvidados: el ramón, el amaranto, las espinacas mesoamericanas que hoy se venden a los mercados internacionales con la denominación de: «superalimentos».
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A pesar de las vicisitudes históricas y el mestizaje, el maíz es todavía hoy el sostén de la dieta de los guatemaltecos. Atraviesa clases sociales, unifica el campo y la ciudad. Es quizá el factor más sólido de nuestra identidad porque la mayor cantidad de proteína que consumimos proviene del maíz (hasta un 75% en el área rural). Pero además, Guatemala produce diversidad de alimentos gracias a contar con variados microclimas y costas en dos océanos. Con todos estos factores a nuestro favor, ¿por qué hay hambre en Guatemala y una galopante desnutrición que alcanza a más de la mitad de la población?
Para comprender los alcances de estas preguntas, que deberían ser el eje de todo proyecto de gobierno, debemos considerar que todos los seres vivos se alimentan dentro de un sistema. No existe tal cosa como una acción individual frente al alimento, sino una intrincada red de relaciones e interacciones.
En el caso de los humanos, el sistema alimentario no depende exclusivamente de los factores naturales tales como el clima, la geografía o la fertilidad de la tierra. Depende de relaciones muy complejas de poder, organización social y, sobre todo, de concepciones culturales. Así, por ejemplo, nuestra mirada sobre la naturaleza puede hacer que la consideremos sagrada, un ente vivo merecedor de respeto pues dependemos de él, o un insumo que podemos explotar y destruir, sin consideraciones.
Hablar del hambre en Guatemala, de la desnutrición crónica que parece ser invencible, de las condiciones, a veces infrahumanas que deben soportar muchos agricultores, pasa por comprender que el sistema alimentario que nos gobierna no está orientado, ni manifiesta ningún interés por generar seguridad alimentaria para la población guatemalteca. El único factor común que ha permanecido en los programas nutricionales de gobierno ha sido la opaca distribución de fertilizantes (que no hacen sino contribuir al deterioro medioambiental) y azadones. Tampoco manifiesta ningún interés por generar sostenibilidad en términos de proteger elementos fundamentales para la vida como el agua, el debido manejo de la basura o protegernos de los desafíos del cambio climático. La pérdida de los bosques, de los océanos, de la biodiversidad, amenazan de forma directa nuestra vida. La ausencia de liderazgo por parte del Estado para proteger los intereses de la población en términos de sostenibilidad alimentaria, cuestión íntimamente vinculada al equilibrio y protección del medioambiente, nos hace vivir en la incertidumbre de una alarmante crisis que no solamente está ya presente, sino que están dadas las condiciones para que pueda agravarse.
¿Cómo llegamos aquí? Para empezar, habría que meditar acerca del uso de la tierra, uno de nuestros principales recursos. En Guatemala existe una gran concentración de la tierra cultivable ya que la mayor parte de nuestro territorio fértil está en manos de latifundistas que se dedican a la producción de monocultivos tales como el azúcar, el banano, la palma africana. La producción bajo el sistema de «plantación» creció y se consolidó gracias a concesiones históricas, los monopolios y las exenciones tributarias. Pactos entre las élites económicas y las políticas que han producido cuestiones tales como leyes que garantizaron a los caficultores latifundistas mano de obra gratuita (esclavitud), límites a las cuotas de importación de azúcar para proteger a los azucareros del comercio exterior o la renuencia a emitir una vital legislación para la regulación del uso del agua. Los mismos esfuerzos de protección estatal no se reflejan para las familias que producen nuestros alimentos o los recursos medioambientales.
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Los monocultivos tienen un impacto muy dañino para la biodiversidad y el equilibrio del medio ambiente y no sirven para proveer a los guatemaltecos de alimentos sanos y nutritivos. Además, la mayor parte de la producción (más de un 58%) se considera «de exportación» y no está destinada a paliar nuestra hambre. Los latifundistas generan apenas un 13% del PIB y sus enormes ganancias no las reinvierten en el país. Tampoco logran proveer de empleos dignos. La mayoría de estas plantaciones incumplen con el pago del salario mínimo y se convierten en un recurso de mera subsistencia para sus trabajadores. El uso de la tierra para monocultivos y el abuso que hacen de recursos como el agua han provocado el desplazamiento de comunidades rurales enteras. Lejos de mejorar esta asimetría, la concentración de tierras ha aumentado en los últimos años especialmente debido a cultivos como la palma africana que ha crecido más de un 300%.
Frente a la realidad de los latifundios y la agricultura de exportación, están los pequeños y medianos agricultores que producen los alimentos de los cuales dependemos todos y ocupan una tercera parte de la tierra cultivable. También generan más del 60% de los empleos en el área rural. Son cerca de un millón de familias (más de 6 millones de guatemaltecos), quizá los más vulnerables y abandonados. Más del 70 % son pobres y más del 30 % subsiste en pobreza extrema. Ocupan, principalmente, el corredor de pobreza que va desde San Marcos hasta Izabal y que se complementa con el «corredor seco». A pesar de su condición tan vulnerable, en estas familias radica un potencial económico y de desarrollo que podría ser crucial para nuestro país, inclusive desde la perspectiva de equilibrio medioambiental. Sin embargo, no solamente no son considerados por las políticas públicas, sino que su vital aporte está prácticamente invisibilizado por la población de las áreas urbanas. La Guatemala urbana considera sus problemas prioritarios y olvida que el sustento le llega de esa otra Guatemala: la rural
La agricultura de pequeños y medianos agricultores tiene en Guatemala una prioridad estratégica para atender no solamente a las poblaciones subalimentadas que hoy están afectadas por desnutrición crónica y malnutrición, sino que también tiene potencial para proveer a toda la población guatemalteca de alimentos sanos y nutritivos. Teniendo en cuenta que la agricultura familiar ocupa al mayor número de productores agropecuarios, las políticas públicas del Estado podrían impulsar prácticas sostenibles de producción diversificada, aumentar el acceso a tecnologías adaptadas a zonas secas o con incidencia de lluvias copiosas y difundir opciones de adaptación sostenible; fomentar el modelo cooperativista que facilita acceder al crédito con acompañamiento técnico, promover el almacenamiento y uso eficiente del agua para fortalecer la resiliencia de la agricultura familiar, asegurando así la sostenibilidad de los recursos naturales y la disponibilidad de alimentos. Mejorar las condiciones del mercado para que los agricultores obtengan más ganancias por sus productos evitando los excesivos intermediarios y brindar los accesos a una vida con más oportunidades y servicios básicos en las áreas rurales.
La institucionalidad del Estado también debería ser capaz de dar una respuesta pronta y adecuada cuando surjan emergencias de diversa índole. Para realizar todas estas tareas se necesita de voluntad política y de una organización comunitaria efectiva que cuente con los recursos necesarios. A pesar de que la seguridad alimentaria es toral para el desarrollo del país y de que la agricultura familiar es estratégica, el Estado de Guatemala se ha mostrado negligente, ineficiente, desinteresado y, en el peor de los casos ha asignado los pocos recursos destinados a esta finalidad a programas clientelares, demagógicos, plagados de exigencias burocráticas y administrados por las municipalidades que, con frecuencia, aplican criterios sesgados para entregar los apoyos a las familias necesitadas.
Un ejemplo de estos abusos lo hemos visto en varias acciones gubernamentales recientes: el fondo de emergencia para atender la crisis alimentaria provocada por el aumento de precios en el maíz, el frijol, el trigo y los fertilizantes debido a la invasión de Ucrania por Rusia, solamente contempla un 6% para apoyar a los afectados. El grueso de la asignación (más de 6 mil millones de quetzales) fueron a engrosar políticas clientelares: más de la mitad fue destinada a mejoramiento de infraestructura vial ( asignada a los alcaldes con vista en las futuras elecciones) y un inútil subsidio para combustibles que pretendió bajar el descontento de la ciudad frente al alza del precio, ignorando los intereses de la mayoría. De igual manera, las crisis climáticas han generado varios «estados de emergencia» aprobados con prisa por la aplanadora gubernamental que solamente han servido para liberar las compras de los controles usuales.
Los fondos destinados al apoyo de quienes producen alimentos siempre son insuficientes y se manejan por una burocracia negligente y desinteresada. A pesar de las sucesivas crisis causadas por las inclemencias climáticas, no existen listados confiables de las personas en situación de vulnerabilidad. Acciones sencillas para paliar los riesgos de deslaves, desbordamientos de ríos y otras catástrofes nunca son ejecutadas pues no se cuenta con presupuesto. Se llega al extremo que los extensionistas del Ministerio de Agricultura, Ganadería y Alimentación no cuentan con combustible para movilizarse, ni siquiera tienen fondos para las tediosas fotocopias que exigen los expedientes burocráticos. En todo caso, su acción es irrelevante, pues prácticamente fungen como intermediarios para las gestiones con un Ministerio tan ineficiente que hasta permite que los alimentos caduquen antes de repartirlos. Otra cosa sería si el papel de los extensionistas fuera el de verdaderos gestores descentralizados, debidamente capacitados, con recursos para resolver las situaciones de emergencia y para aportar al mejoramiento técnico de los proyectos agrícolas.
Debido a diversos factores, entre ellos los efectos del cambio climático y la invasión rusa a Ucrania, unos 400 mil guatemaltecos están ya en una fase de crisis de seguridad alimentaria porque no logran abastecerse de suficientes alimentos para no pasar hambre. Lo que puede ocurrir en el 2023 es que esta cantidad de personas en situación crítica se eleve significativamente, pues alrededor de 3 millones de guatemaltecos están en situación de riesgo. Si la situación se sigue deteriorando, por lluvias, inundaciones, desalojos, podríamos experimentar una hambruna de grandes proporciones. También debe resaltarse que ante esta precaria situación las poblaciones rurales están abandonando su dedicación a la agricultura. Muchos de ellos han migrado a los centros urbanos o intentan llegar a engrosar la emigración a los Estados Unidos. Si esta tendencia continúa, la seguridad alimentaria del país entero sufrirá un deterioro, quizá irreparable.
Mientras nuestra atención se consume en los escándalos de corrupción que consideramos más cercanos, desatendemos la tragedia que actualmente se vive en el área rural de Guatemala. El motor que mueve al país está asentado justamente allí, donde se producen los alimentos. Si ese motor entra en crisis, todos perderemos la seguridad que más nos atañe: la de poder comer.