«La posteridad histórica mexicana tiende a venerar a sus héroes derrotados y a mirar con recelo a sus personajes triunfadores —dice—. Es así como se ha erigido en símbolo fundante de la nacionalidad la figura sacrificial de Cuauhtémoc, el guerrero azteca que ejemplifica la resistencia heroica, pero también la derrota ineluctable de su pueblo. Son padres de la patria, forjadores de su independencia, Miguel Hidalgo y José María Morelos, los curas guerrilleros que perdieron la vida y fracasaron en su causa independentista varios años antes de que la consumara uno de los grandes villanos de nuestra historia, Agustín de Iturbide».
Y añade: «El panteón de la Revolución mexicana prefiere también celebrar a sus águilas caídas antes que a sus caudillos ganadores. Tiene puesto su orgullo en el martirio de Francisco Primero, en Madero, en la fidelidad agraria de Emiliano Zapata, en la violencia plebeya de Francisco Villa, más que en el sentido de nación de Venustiano Carranza, en el genio pluriclasista de Álvaro Obregón o en la visión fundadora de Plutarco Elías Calles. No se exagera mucho si se dice que, al final de la línea, la historia de México no la han escrito los triunfadores».
La de Nicaragua tampoco. Casi todos los períodos de nuestra historia cuentan con un héroe martirizado y con un villano vilipendiado. El héroe muere ejecutado y el villano alcanza el poder en olor de oportunismo y traición. Así pasó con Benjamín Zeledón y Adolfo Díaz, con Augusto C. Sandino y Anastasio Somoza García, con Carlos Fonseca Amador y Anastasio Somoza Debayle.
La historia ha tratado con más respeto a José Santos Zelaya que a José María Moncada. Uno derrotado, el otro triunfador. Uno defenestrado y otro encumbrado por el Gobierno de Estados Unidos. La historia y el mismo FSLN han tratado mejor la memoria de Carlos Fonseca Amador que la de Tomás Borge, ambos fundadores del FSLN. Fonseca murió martirizado y a la intemperie. Sobran anécdotas que dan cuenta de su mística revolucionaria. Borge vio el triunfo revolucionario. Murió millonario y en lujosa cama. Abundan anécdotas de su acoso a las mujeres y de sus nexos con el narcotráfico.
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Se precisa cierta distancia en el tiempo —la perspectiva histórica— para tener certeza sobre el juicio que la historia emitirá sobre Daniel Ortega. Como la historia es un terreno movedizo, a menudo rectifica su juicio. Hay, sin embargo, suficientes elementos para percibir, desde nuestro atribulado presente, el aroma del juicio que se está cocinando para el futuro. Y podemos usar ese material en un ejercicio especulativo. Si a Daniel Ortega lo hubiera asesinado la Guardia Nacional junto a su hermano Camilo Ortega en Los Sabogales —muy cerca de Masaya, la ciudad que más ha padecido la actual represión orteguista—, no hay duda de que habría ocupado un sitial de honor en el panteón de los héroes.
Si un atentado hubiera segado su vida durante los años 80, una antorcha en su memoria ardería en su tumba junto a la de Carlos Fonseca Amador. Si Ortega se hubiera retirado de la política en 1990, habría juicios divididos sobre su persona. Sin embargo, creo que su personalidad opaca le habría ayudado a que, por desconocimiento de unos y por simpatías de otros, la balanza se inclinara más a su favor. Probablemente habría gozado del bono que la historia concede a los derrotados. Sería el gran derrotado de la guerra de los años 80, financiada por el imperialismo estadounidense, que tuvo en Ronald Reagan al villano guerrerista y cuyo guion habría admitido a Daniel Ortega como el héroe del olivo de paz.
La aparición en el escenario en 1998 de Zoilamérica Narváez —la hijastra que lo denunció por violación y abuso sexual continuado desde que ella tenía 11 años— marcó una suerte de hito en el deterioro de la reputación de Ortega. Al héroe se le cayó la máscara y desde entonces pareció no importarle demasiado el juicio de la historia. Decidió encerrarse en una burbuja donde solo escucha las voces de los aduladores a sueldo. Sin embargo, todavía entonces le habría alcanzado un juicio semejante al que se reservará a Humberto Ortega y a Tomás Borge.
El pacto con Arnoldo Alemán, cuando Alemán era reo por desfalcos millonarios y con él jugaba Ortega al gato y al ratón para arrancarle cuotas de poder, pesa como una losa sobre la reputación de Ortega. Obtuvo entonces su membresía en el club de los políticos sin convicciones éticas.
Después vino el enriquecimiento descomunal, la represión dosificada, las componendas con el gran capital, la conservadora ley que prohíbe el aborto incluso con fines terapéuticos, el nepotismo descarado y el intento de instaurar una dinastía. Si se hubiera detenido allí, sería una especie de Somoza benévolo: una especie de Luis Somoza del siglo XXI, una pieza sine qua non de un mecanismo político nefasto, pero no en su más dañina expresión.
Abril de 2018 ha sido el gran parteaguas en la biografía de Daniel Ortega. Hasta entonces Ortega solo había hecho un uso muy selectivo de la violencia: barría los cadáveres bajo la alfombra vegetal de las zonas rurales, donde tenían lugar los episodios más cruentos de su aparato represivo.
En abril, sangres mil. En abril de 2018 asomó el rostro más sangriento del tirano devorador de jóvenes. Abril de 2018 es también el gran parteaguas en la historia del FSLN porque a partir de entonces no tiene sentido distinguir entre orteguismo y FSLN. Daniel Ortega no habría podido ejecutar 448 muertes solo con su Policía Nacional. Necesitaba de miembros del FSLN que se toman la militancia como una vinculación religiosa y entienden los dictados del caudillo como un dogma sobre el que no cabe consultar a sus conciencias.
Ningún otro partido habría conseguido que sus mujeres partidarias golpearan e insultaran a obispos y sacerdotes. Las del FSLN lo hicieron en Diriamba y en Jinotepe. El FSLN no es una organización secular: es un culto. Solo un partido que funciona como una religión puede desafiar a los líderes de una religión milenaria como la católica. El FSLN no podrá recuperarse del hundimiento moral en el que decidió caer en abril de 2018: ese mes, como dice la canción de Víctor Jara, «su conciencia la enterró en un ataúd / y no limpiará sus manos toda la lluvia del sur». A Ortega puede aplicársele la frase de Batman: «Muere como un héroe o vive lo suficiente para convertirte en un villano». Siempre habrá un lugar de honor y nuevos monumentos conmemorativos para el cacique Diriangén, para Sandino y para Fonseca. No habrá más que oprobio y recuerdos infamantes para Somoza y Ortega.
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