Tal vez la necesidad de abogar por lo políticamente correcto hace que a veces olvidemos qué hay detrás de esa máscara. La búsqueda incansable del buenismo puede llegar a convertirse en una forma de moralidad pasiva a la cual le basta con apuntar con el dedo y con llevar un registro público de las faltas. Y solo hasta allí: la causa no es la causa misma por la que se aboga, sino la redención del sí ante la causa.
El miedo de aceptar que dentro de uno existe perversidad esconde la incertidumbre fundamental de no saber cómo combatirla, pero también que aceptarla implique el rechazo y el ser escrudiñado públicamente por las mismas voces de denuncia. Significa la posibilidad de aniquilación del yo personal y social. El caso es que esta denuncia pasiva solo estrecha la oportunidad de cambios estructurales porque disuelve en la conciencia el verdadero problema. Y, como muestran todas las historias de todos los tiempos, se necesita conocer al monstruo, de verdad, para vencerlo.
Saber que se comparten atributos que edifican un problema o una injusticia social implica tensión e impotencia. Por eso las historias siempre conducen la maldad a un ente lejano, improbable, con el que hay enfrentarse para exterminarlo. La tradición oral, los cuentos, las películas y demás siempre han sido canalizadores de la composición maquiavélica de lo bueno y lo malo: perpetuamente como opuestos, como contrapartes irreconciliables que deben aniquilarse entre sí. Es tal vez una tradición muy occidentalizada la forma en que nos contamos historias. Sabemos de la existencia del yin y el yang, por ejemplo, y los cuentos tradicionales rusos tienen a su Baba Yaga, que no es por completo buena ni tampoco malvada. Incluso las películas de Studio Ghibli muestran el ambivalente papel de la maldad.
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Reconocer que el bien y el mal pueden converger no es una apología o justificación del mal, tampoco un llamado jbalvinesco a educar a los malos. Significa poner en contexto nuestro asustadizo y complejo compromiso de ver hacia adentro. Judith Herman, por ejemplo, en su libro Trauma y recuperación —que traigo al tema porque me parece extrapolable—, escribe que es necesario hacer las paces con la propia capacidad para hacer el mal. El contexto de la cita va para un entorno psicoterapéutico y parte de la necesidad de hacer efectiva la aceptación de aquellas partes que rechazamos de nosotros mismos para hacer viable el tratamiento de víctimas de violencia. Lo que pone en concreto es la capacidad para responsabilizarse de lo que podemos responsabilizarnos.
El hacer las paces con la propia capacidad para hacer el mal implica cuestionar sus causas y una presencia más realista ante su denuncia. Pone en relieve que una campaña de hashtags no es suficiente y, aunque el escarnio público tal vez funcione, individualiza la condena haciendo que sea necesaria una y otra y otra vez porque la lucha no converge en el origen. Por eso las denuncias en redes sociales son cíclicas: la historia tiende a repetirse. El recurso del mal —por llamarlo de alguna manera— induce a la reflexión, y no únicamente a la indignación fugaz, que, aunque necesaria porque siempre presente, no es el único elemento para llevar a cabo una protesta.
De las historias de todos los tiempos reconocemos que el héroe, de su viaje, solo es capaz de volver hasta haber enfrentado la amenaza que casi siempre se relaciona con sus temores más profundos, cuando finalmente dejan de ser intimidantes. En otras palabras, como diría Hannah Arendt: todo lo vivo nace de la oscuridad y, por muy fuerte que sea su tendencia natural hacia la luz, a pesar de todo, para crecer necesita de la sombra.
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